noviembre 2024 | ||||||
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abril |
Sentido común
El doctor Palacios encendió la sierra y bajó la vista, cuando se fijó en que el cadáver estaba abriendo los ojos. Paró el aparato y se bajó la mascarilla. Oyó como el muerto murmuraba algunas palabras ininteligibles e intentaba moverse. -Señor José -dijo el doctor-. Esto... ¿está usted... aquí... entre nosotros? -No lo sé... ¿dónde estoy? -Preguntó el supuesto muerto. -Pues en el Hospital Clínico de Barcelona. -¿En el hospital...? ¿Por qué? -No sé. A mí me han dicho que le haga la autopsia, para saber de qué ha muerto. José intentó incorporarse, pero apenas si consiguió levantar un poco el torso y la cabeza, que le dolía como si el cerebro intentase escaparse por los ojos. -Es que yo no estoy muerto, ¿sabe usted? Y, si no es molestia, necesitaría algo de ropa, aquí hace frío. -Lamento estar en desacuerdo, pero... -¿Cómo que en desacuerdo? -le increpó don José-. Aquí hace frío. -No, no -le contestó el doctor Palacios-. Frío hace. Pero yo me refiero a que usted está muerto. -¿Cómo? -Sí, mire, lo pone aquí -y le enseñó su historial clínico, incluido el certificado de defunción-. No hay duda posible, usted ha fallecido. Ahora, si me permite, ¿podría tumbarse, que tengo que... ehem... abrirle? -Oiga, no diga tonterías. Yo estoy vivo, se lo aseguro. -Quite, quite. Va a saber usted más que los médicos. -Pero me muevo, y hablo. ¿O es que no lo ve? -Haga el favor de no llevarme la contraria. Está usted hablando con alguien que, además de haber estudiado el cuerpo humano durante ocho años en la facultad, lleva ejerciendo como médico forense durante más de dos lustros; sé lo que me hago. Cuando me llega un informe que dice que un hombre ha muerto, es porque ha muerto. Eso está clarísimo, no hay duda posible. Usted me dice que se mueve y habla, pero yo le digo que cosas más raras se han visto. -Seguro que usted no ha visto por aquí a muchos muertos que hablen, -le dijo don José, con todo el tono de burla que podía permitirse alguien cansado y seguramente también enfermo. El doctor Palacios frunció el ceño, contrariado. Le había pillado, el cadáver sabelotodo éste. Pero Palacios no tenía ganas de discutir. Cuanto antes pudiera comenzar a trabajar, antes acabaría y antes podría irse a comer. No le apetecía perder el tiempo hablando con un muerto sobre algo de lo que no cabía la menor duda: si un médico -¡un colega!- le había dicho que aquel hombre había fallecido, pues muerto estaba. En los hospitales las cosas no se hacían a la ligera, vaya que no. -La verdad -comenzó el doctor- es que yo no ha visto a ningún cadáver charlatán... -¿Lo ve cómo no? -Le interrumpió aliviado don José-. Haga el favor de llamar a un médico o a una enfermera, que no me encuentro muy bien. -Un momento -le dijo el doctor Palacios-, yo sólo he dicho que no había visto hasta ahora a ningún cadáver parlanchín, no que no se hubiera dado ningún caso. -Pero oiga -dijo blanco y tembloroso don José-, que los muertos no hablan, que eso lo sabe todo el mundo. -Permítame que le corrija -siguió mintiendo el forense, deseoso de acabar con esa discusión que tanto tiempo le estaba haciendo perder-, el prestigioso doctor Cifuentes ha constatado recientemente en el Medical Science Journal dos casos en los que el cadáver se ponía a cantar, antes de la autopsia, sin perder su calidad de difunto. -No diga tonterías, por favor. -No, no, nada de tonterías -y aquí la imaginación del médico se disparó-. Es el famoso efecto rabo de lagartija. -¿Rabo de lagartija? -Sí, claro. Ya sabe, cuando se le corta el rabo a una lagartija, el rabo sigue moviéndose, aunque está claro que esa cola no es un ser vivo. No ponga esa cara, esto es ciencia, amigo mío. -No sé, nunca había oído hablar de tal cosa... -Es que ha habido pocos casos. Y aún no se conocen bien las causas. Ahora recuerdo uno bastante curioso, constatado por el doctor Duarte, que examinó a un hombre que bailaba tangos después de muerto, por supuesto, en Argentina. -O sea que yo estoy muerto. -Sí, claro. Pero no lo digo yo, lo dice el médico que le atendió cuando usted ingresó aquí -y le volvió a mostrar su historial, señalando esta vez una firma ininteligible en lo que parecía su certificado de defunción-. El doctor Casares, nada menos. Excelente profesional y aún mejor jugador de mus. -¿Y yo, o sea, mi cadáver, podrá, podré, no sé cómo decirlo, seguir hablando para siempre? -No, por favor. El efecto es pasajero. Como con los rabos de lagartija -dijo el doctor, aliviado porque parecía que, finalmente, podría comenzar la faena y marcharse pronto a almorzar. -Vaya -y a don José se le escapó una lagrimilla. -Venga hombre, que no es para ponerse así. La gente se muere todos los días. Además, usted tiene el privilegio de poder hablar. No está mal, felicidades, ya me gustaría a mí eso cuando me muera. Piense que las posibilidades son sólo de uno entre diez millones. Como mucho. Usted es un afortunado -el doctor cogió su sierra de autopsias-. ¿Estaba casado? -Se sentía como un peluquero dando conversación. -No... bueno, divorciado. Dos hijos. Ya mayores. -En fin... Si me hace el favor de recostarse del todo. Eso es, gracias. -Así que esto es la muerte. El doctor Palacios encendió la sierra y la cuchilla circular comenzó a girar emitiendo un zumbido grave. -¿No me hará daño, verdad, doctor? -Preguntó don José, que salió de su ensueño al ver aquella herramienta poco amistosa. -Nunca se me ha quejado ningún paciente -le contestó el doctor. La verdad es que don José no gritó demasiado.
Misterios de la técnica
La informática del trabajo se pasó tres días peleándose con mi ordenador. Le hizo de todo al pobre cacharro, incluso cambiarle el disco duro y reinstalarlo todo de nuevo. Pero no había manera: seguía sin dejarme grabar archivos y la mitad de los programas ni siquiera arrancaba. Una pena, oye. La pobre informática, ya desesperada, me prometió que el lunes lo tendría listo. Palabra. Y, de hecho, el lunes por la tarde llegué a la oficina, encendí el ordenador y vi que todo estaba perfecto. A media tarde me la crucé por el pasillo y le di las gracias por dejarme el pc a punto. Pero la muchacha levantó una ceja, como si me estuviera quedando con ella, míralo, el graciosito. -Pero si aún no he podido tocarlo -aseguró. Y luego casi no creía que, realmente, el ordenador funcionaba sin problemas, incluso mejor que antes. Pero, la verdad, no tiene nada de extraño. Como todo el mundo sabe, las cosas se arreglan solas o dándoles golpecitos.
Soñar despierto
Javi me explica que, cuando era niño y se aburría en clase, imaginaba que un terrorista entraba en el colegio y retenía a los alumnos como rehenes hasta que él les salvaba a todos y se quedaba con la chica más guapa, una tal Silvia. Sí, en plan Bruce Willis en La jungla de cristal. Cuando iba a la universidad, casi lo mismo, sólo que la chica se llamaba Sara y el secuestrador se llevaba por delante a un par de insoportables compañeros, además de al profesor de turno. Y ahora que trabaja, sueña que se hace con un lanzallamas. De la oficina no se salva ni la recepcionista.
Paladar
Javi vio un bar sencillo, pero que parecía limpio y agradable. No era precisamente un restaurante de lujo, pero, en fin, por una vez que no podía pasar por casa a comer, tampoco se iba a morir. Entró, pues, en el bar, se sentó en una mesa y le echó un vistazo al menú. Nada del otro mundo, lo típico: dos platos, postre, pan y bebida por nueve euritos. No estaba mal de precio. Además, podía escoger entre tres primeros y tres segundos. Pero, vaya, no tenía mucha hambre, así que decidió tomar plato único. El pollo al horno con patatas fritas. Sí, el pollo estaba bien. Llamó al camarero, un hombre grasiento, rojo y brillante, con cuatro pelos chafados sobre la calva y unas gafas de pasta gruesa manchadas de aceite y sudor. -Buenas, qué va a ser -dijo. -Pues tomaré el pollo con patatas. -¿Y de primero? -No, no, tomaré sólo un plato. -Pero ¿cómo va a tomar sólo un plato? No sea ridículo, hombre de Dios, que ésas no son maneras de almorzar en condiciones. -¿Cómo? -Uno se pasa horas pensando un buen menú, bueno para el paladar y para el estómago para que luego venga el clásico listillo y te diga que tomará plato único, que no tiene hambre. Si el menú se lo voy a cobrar igual... -Eh... -Bueno, venga, ¿qué va a ser de primero? -Pues... -Javi, avergonzado, cogió la carta y leyó los tres entrantes que se le ofrecían-. La sopa de pescado. -¿Y de segundo el pollo? -Pues sí... El camarero bajó los brazos y se quedó mirando a Javi con un claro gesto de reproche. -¿Se cree usted muy gracioso? Porque esto de mezclar carne y pescado de una forma tan desagradable tiene que ser una broma. Si no, no lo entiendo. -Oiga, es mi comida, yo la pago y pido lo que quiero. -No, ni hablar, es mi comida. Yo compro los ingredientes, yo le digo a la cocinera, que es mi señora, cómo prepararla (y eso cuando no la preparo yo mismo) y no pienso consentir que un paladar mal educado estropee mis platos, los platos a los que yo dedico tanto tiempo y esfuerzo. Javi le echó un vistazo al local. No se había equivocado, aquello era lo que comúnmente se llamaba un bar Manolo. Había una máquina tragaperras, un reloj de pared con el logo de Fanta, botellas de licores baratos tras la barra, un par de parroquianos con palillos en la boca, una tele con las noticias puestas. Total, que no entendía esos aires de chef francés, pero tampoco quería discutir con aquel marciano. -Bueno, pues tomaré la ensalada y el pollo. -Ahora sí. Muy bien. ¿Y de postre? -¿Flan? -No había otra opción: tenía que preguntar, por si acaso. -Me parece bien. -Sin nata -dijo Javi, algo más confiado tras la aprobación recién recibida. Lástima que el camarero volviera a mirarle como si fuera un niño malo-. Bueno, pues con nata -corrigió finalmente. -Y para beber, ¿qué será? -Una coca-cola. -¿Una qué? -Una coca-cola. -¿Para comer? ¿A su edad? ¿Pero usted está bien de la cabeza? ¿En qué coño está pensando? -Oiga... -No, no, si yo oigo bien. De maravilla. Todos mis sentidos funcionan a la perfección; no como los suyos: usted tiene atrofiado, como mínimo, el sentido del gusto. Y, muy probablemente, también el sentido común. -Pero si yo sólo... -No se puede tomar coca-cola con la comida. Ese mejunje estropea los sabores, estropea el paladar, estropea la comida, estropea el estómago. Se come con agua o vino. Joder. Parece mentira que a su edad tenga que ir dándole lecciones de este tipo, hombre de Dios... -¿Y una cervecita? -Agua o vino -repitió secamente el camarero. -Pues agua. El camarero sonrió. -Muy bien, muchas gracias. En seguida se lo traigo. Javi aprovechó para ir al lavabo a orinar. Y, claro, se lavó las manos con agua fría y con un jabón barato que olía a limón. Se echó mucho jabón para que el camarero pudiera oler sus manos en caso de que no confiara en su higiene. Lo creía bien capaz. Otro de los clientes entró y se puso a mear con las piernas bien separadas y el torso grotescamente inclinado hacia atrás. -Aquí se come bien, ¿eh? -dijo. -Por fuerza -contestó Javi.
La decadencia del invierno
He guardado el abrigo en el armario. Y apenas saco la chaqueta a la calle para pasearla: la llevo colgada del brazo. Evidentemente, este año aún no me he puesto los guantes. Ni la bufanda. Pues esto no tendría que ser así: creo que tengo derecho a un poco de frío en enero. Como me encuentre al hombre del tiempo por la calle, me va a oír.