Cuarenta y dos euros


Teresa Martín comparte con no pocas personas una manía: mientras habla por teléfono y si tiene papel y lápiz a mano, va haciendo garabatos. No importa que tenga o no que tomar nota de cuanto le digan; es descogar el teléfono y agarrar un boli. Teresa mantiene esta costumbre a pesar de lo que le ocurrió en una ocasión: "Fue el 3 de marzo de 2001, lo recuerdo perfectamente. Estaba en la oficina, me llamaron y, mientras hablaba, fui haciendo rayotes y dibujitos en una hoja de papel. Cuando colgué y vi lo que había escrito, no sé cómo decirlo, me quedé asustada y extrañada. Y también contenta, muy contenta". Y es que Teresa Martín asegura que de modo inconsciente había garabateado el sentido de la vida: una fórmula que explicaba brevemente y con sencillez por qué estamos en el mundo y qué se espera de nosotros. "Incluso daba una respuesta irrebatible a la pregunta de si hay vida más allá de la muerte", añade. El problema fue que la volvieron a llamar justo en seguida. Comprensiblemente nerviosa, mientras hablaba dibujó sobre la respuesta a todas las preguntas un cubo, la cara de un osito, varios números al azar y algo parecido a una serpiente. "Estuve tres días llorando. No podía descifrar nada y lo había olvidado todo. No es fácil retener el significado de nuestra existencia después de sólo un vistazo, por comprensible que resultara una vez puesto sobre el papel. Recurrí a mi novio, a mis amigos, a expertos en caligrafía, pero de ahí no se pudo sacar ni una palabra. Piense que había dibujitos sobre una escritura ya de por sí garabateada sin prestar atención". Lo único que Teresa Martín recuerda es que el sentido de la vida tiene algo que ver con la mermelada de frambuesa. "No estoy muy segura, pero la cosa iba por ahí. Lo que no sé es si había que evitarla o tomar mucha". Una pequeña compensación: usó aquellos números que había anotado durante la segunda conversación para echar una primitiva. "Acerté cuatro --explica--. Cuarenta y dos euros de premio. No está mal, ¿no?"


 
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La edad de la razón


Un vecino al que aún no conocía subió conmigo al ascensor. Un tipo bajito, muy bajito: apenas me llegaba a la rodilla. Vestía un traje verde, pajarita y un sombrero de copa del que salían unas espesas y largas patillas pelirrojas. Llevaba gafas y fumaba una pipa de olor extremadamente dulzón que no se molestó en apagar. --¡No me mire así, que es cosa de la glándula pituitaria! --Dijo, con sorna y acento extranjero.-- La glándula pituitaria... Menudo sinvergüenza. --Er... ¿A qué piso va? --Al séptimo --gruñó y luego añadió--: La pituitaria... Cada vez que lo pienso. Esto me pasa por vivir tantos años y no haberme muerto cuando aún podía. Malditos siglos dieciocho, diecinueve, veinte y veintiuno. Y malditos científicos, ¿es que nadie les va a parar los pies? --Ya, bueno, es lo que tiene la ciencia. --Con lo a gusto que yo estaba en mi bosquecillo --llegamos a su piso y él abre la puerta, pero se queda en el umbral, protestando--. Bueno, bosquecillo, es un decir. Parque grande, y vas que te matas. No tendría que haberme mudado a Collserola. Me dijeron que en España se comía bien y yo me lo creí, claro. La cerveza es horrible, que lo sepas. --Sí, claro, donde esté la cerveza de fuera, que se quite la nacional. --El caso es que el tipo ese me vio y me agarró. Y yo cabreado. ¡Focáil leat! Ya está, pensé, le voy a tener que dar mi caldero lleno de monedas de oro. --Vaya, menudo contratiempo. --Pero el muy desgraciado resultó ser médico. Y en lugar de reclamar su oro, me llevó a un hospital a hacerme pruebas. --Estos médicos... --El resultado lo publicó en una revista: "Estudio de un salvaje adulto con enanismo pituitario". Hijo de puta. Decía que me habría abandonado de niño mi familia gitana al verme pelirrojo y más pequeño de lo normal, debido a una malformación genética que había atrofiado mi glándula pituitaria. Que no emitía más que gruñidos y que pese a mi avanzada edad él había conseguido educarme y enseñarme a hablar, leer y escribir. Gruñidos... ¡Gaélico, múchadh is bá ort, maldito patán! --Ah, gaélico. Ya me parecía usted extranjero, ya. --Y el muy cabrón me fue exhibiendo por las universidades hasta que una asociación de majaras protestó porque no se respetaban mis derechos. Y yo pensé que bien, al fin podré volver a Collserola, pero no, los muy cabrones me consiguieron un trabajo. Un trabajo... ¡Aon cac capaill! En una cafetería, yendo de un lado para otro con una bandeja llena de cortados y poniéndome de puntillas para recoger monedas de dos céntimos que algunos llaman propina. ¡Y además tengo que sonreír! A eso lo llaman derechos y dignidad, los muy... Como me los cruce por la calle les voy a arrancar los genitales a mordiscos. --Bueno, ¿y ahora por qué no deja el trabajo y se vuelve a Collserola? --Claro, claro, deja el trabajo, qué fácil. Téigh trasna ort féin. ¿Y quién paga la hipoteca, so listo? ¿Y el agua, la luz, el teléfono? Mira, me voy, que tengo la carne en el horno y además me estoy poniendo de los nervios. No sé para qué hablo con bichos de más de noventa centímetros y sin alas. Buenas noches.


 
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Busque, compare y si encuentra algo mejor, etcétera, etcétera


Yo no me dejo influir fácilmente. Y menos por los anuncios. Soy un tipo independente y tal y cual. De todas formas, reconozco que la publicidad cumple con eficacia su principal función: informar acerca de los productos a los que podemos acceder para mejorar nuestra vida. Por ejemplo, siempre llevo encima un tampax. No sé bien bien cómo se ha de usar, pero no pienso prescindir de la sensación de comodidad e higiene que proporciona para esos días. Ignoro cuáles son esos días, pero imagino que será cuando uno no se siente ni cómodo ni limpio por muchas duchas que se dé y sillones por los que se desparrame. En todo caso, me siento más seguro llevando uno de esos tampones en el bolsillo. Mejor que una compresa, porque a veces asoma y uno ha de aguantar preguntas innecesarias de gente que aún no se ha enterado de que vivimos en el siglo 21. Gracias a la publicidad, también me ahorro horas de plancha: simplemente unto mis camisas con una crema antiarrugas antes de acostarme. No es que queden tan bien como tras un buen planchado, pero este sistema es mucho más rápido y cómodo. Aunque debo tener cuidado al apoyarme en una pared o en una farola, porque resbalo. Eso sí, y hablando de cosméticos, con la colonia tengo muchos problemas: por las mañanas me pongo una bien fresquita, por aquello de despertarme y tal, pero en cuanto entro en el metro me echo algo de Brummel gracias a un pequeño vaporizador que siempre llevo encima encima. Y es que que en las distancias cortas es cuando un hombre se la juega. Al salir a la calle me pongo una de Dior: una fragancia urbana para hombre, según leí en una revista. Si salgo por la noche uso Emporio Night, como su propio nombre indica, y en verano, Eau d'été, también como su propio nombre indica. Estas dos últimas son de señora, pero aún no he encontrado sustituto varonil. El problema, como alguno ya habrá adivinado, es que no siempre tengo tiempo de ducharme entre coloniazo y coloniazo, por lo que al final del día acabo ligeramente mareado y con un suave pero persistente dolor de cabeza. Confío en que pronto se anuncie un producto completo que satisfaga las necesidades de un veinteañero con diferentes compromisos a lo largo del día. Podría hablar también de la señorita rubia que venía con el coche nuevo, o de los amigos que he hecho gracias a la cerveza, pero acabaré con un ejemplo que muestra cómo la publicidad permite ahorrar dinero, que no se trata sólo de gastar, sino de gastar como es debido, informándose antes. En un anuncio decían que un televisor de plasma era como un cuadro, por lo bonito y eso, y en vez de una tele me compré una pintura, que me salió mucho mejor de precio. Es de un payaso triste, una cosa muy profunda y con mucho sentimiento. La pena es que no puedo cambiar de canal, pero al menos el payaso ya me habla. "Mata --me dice--, mátalos a todos".


 
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Fragmento de un memorial sobre el fin del mundo, firmado por fray Javier Salvador, en el año de Nuestro Señor de 2057


Comenzó con un desprendimiento de tierras, el cual achacóse a la actividad de una tuneladora. Provocó el tal desprendimiento que viniese a dar con el suelo un edificio, sin sus personas, pero sí con sus enseres y piedras. No se dio importancia al hecho en cuestión aunque hay que decir que desconocíase que en el tal edificio vivía el Doctor Don Matías Torres de Villadiego, reputado, ahora ya sí, astrólogo, cuyos no bien oídos pronósticos habían dejado establecido paso por paso lo que después iría ocurriendo, para pasmo de incrédulos y mentecatos. Fue el caso que la población de lo que antes era Barcelona entró en ira con las autoridades locales y regionales por algo que en realidad éstas no podían prever, al tratarse de la mano de Dios nuestro Señor y al no haber prestado oídos a las palabras del Doctor Torres. Ni siquiera cuando en Tarragona removióse de nuevo la tierra y cayeron más edificios del Monte Carmelo hicieron las gentes más que enfurecer contra las autoridades y achacarle las culpas a una tuneladora que, bien lo sabe Dios, sólo pasaba por ahí. Más tarde, cuando comenzaron a desplomarse otras construcciones y vínose abajo incluso el Gran Cipote de Barcelona, tampoco hubo más quejas que las habituales contra los políticos y señores técnicos. Y no fue hasta que la Barceloneta y media Gerona hundiéronse en el mar cuando entre ceja y ceja a unas pocas ánimas benditas por la fe se les apareció la idea de que el mundo estuviera tocando a su fin y el Señor cuya sabiduría es infinita hubiera optado por las catalanas tierras para dar aviso de sus intenciones. Poco tardó en confirmarse cuanto aquel puñado de benditos comenzaba a sospechar y bramaba por las calles, advirtiendo de que el fin estaba cerca, a pesar de que los más les tomaban por locos. Y es que el fuego de un volcán que teníase por durmiente en las tierras centrales del principado catalán hizo desaparecer bajo las cenizas la franja de tierra que va entre los Pirineos y el Ebro. Quedaron así incomunicadas las poblaciones del litoral y las ilerdenses, provocando el llanto de no pocas familias. No mucho duró esta situación, al tragarse finalmente las aguas las ciudades de Barcelona, Tarragona y Gerona, dejando que asomara sobre el mar como muestra de la grandeza de Nuestro Señor Jesucristo la cruz de la cima de lo que antes fuera el monte Tibidabo. Fue éste el comienzo de lo que se ha venido en llamar la Época de Tinieblas, que achacaron algunos al terrorismo, otros a internet, los de más allá a los nacionalismos y los de más acá a las bebidas espirituosas. Pocos fueron quienes vieron en estos claros signos la llegada del fin del mundo. Sucedieron por entonces los hechos que sabemos ya todos, y de los que sólo mencionaré algunos, a modo de recordatorio vano y final. Dios sabe que este memorial es innecesario, pero espero que perdone la vanidad a este siervo Suyo, que quiere hacerlo sólo como muestra de su amor por el Hombre y la Mujer, creados el uno a semejanza de Dios y la otra a partir de una costilla del primero. Fue entonces, pues, cuando vinieron los calores sobre Siberia y los fríos sobre Etiopía, cuando la música fue gratis y los ateos hicieron que ardiera en llamas tales como las del infierno la Catedral de Nuestra Señora de París. Fue por aquel entonces también cuando llovieron ranas en Filadelfia, Amazon no entregó veintisiete libros en Alemania y las italianas costas se vieron asediadas por medusas del tamaño de una mula. Sucedió también entonces que el presidente de Canadá marchóse a cohabitar con su loro a Groenlandia y la ínsula de Madagascar navegó por su cuenta y riesgo hasta el Mar Mediterráneo, sobrevolando para pasmo de todos la península de Arabia, que ya por aquel entonces estaba viendo cómo, cual rostro plagado de purulento acné juvenil, sus tierras se llenaban de montañas nevadas. Fue, sobre todo, cuando salió finalmente por televisión el Doctor Don Matías Torres de Villadiego, dando aviso de lo que estaba ocurriendo, para risa y burla de los científicos, así ardan en lo más profundo del infierno por haber conducido tantas almas a la incredulidad y, si Dios en su eterna misericordia no lo evita, a la condenación eterna. Tras de estos y otros sucesos maravillosos y formidables, llegó el fin del mundo en el que vivíamos. Deshinchóse el globo terráqueo y las ánimas fuimos llevadas a un campo de refugiados, donde estamos esperando nuestro turno para el juicio final, por el que han pasado no pocos hombres y mujeres, y que estoy yo esperando, teniendo hora para el viernes a mediodía.


 
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Arras


Uno de mis amigos se llama Jorge de Rebeca. Con ese nombre debería haber sido pintor o filósofo, pero al final decidió estudiar Derecho, una carrera que ni siquiera a él le parecía gran cosa. Al menos me consolaba la posibilidad de que acabara de juez, una salida más que digna para ese nombre. Sin embargo, a media carrera optó por una especialización que tanto a mí como al resto de sus amigos nos parecía poco adecuada. En especial, insisto, teniendo el nombre que tenía. Y es que Jorge de Rebeca escogió asignaturas optativas y de libre elección relacionadas con el derecho tributario y el mundo de las declaraciones y desgravaciones. Se excusaba medio en broma medio en serio asegurando que buena falta le haría, viendo el precio que estaban alcanzando los pisos. "Así me sabré calcular el precio de la hipoteca y le podré sacar un buen dinero a hacienda por la compra de la casa". Lo cierto era que Jorge –-Jorge de Rebeca, recuerdo-- consultaba los precios de los pisos con asiduidad y los comentaba con frecuencia. Gracias a él estuvimos informados mes a mes acerca del subidón de la vivienda. Al principio hablaba de quince millones de pesetas por un pisito de no más de tres habitaciones, y recordaba con espanto y admiración que el piso de sus padres había costado tres millones a mediados de los ochenta. Y era un señor piso. Cuando llegó el euro, los pisos ya valían el doble y Jorge decidió plantarse. "Yo compro ahora", nos dijo, y, sin novia y con un trabajo poco agradecido en un despacho desagradable, firmó una hipoteca por treinta años. Nos explicó que un millón al año era asumible, que diez millones por habitación era razonable, y que la casa tenía espacio suficiente como para criar dos niños y tener un perrito pequeño o un gato gordote. Durante los últimos tres años, no hemos dejado de sentir admiración por nuestro amigo. Porque ese piso ahora vale cuarenta millones. Y su precio seguirá subiendo. Ojo de lince, el de Jorge de Rebeca. Pero esa admiración es cada vez menor. De hecho, llegamos a compadecerle, y eso que compadecer a alguien es, como mínimo, una falta de respeto. Pero es que fue firmar y encerrarse en su nueva casa. Cada vez salía menos con nosotros los fines de semana: había que ahorrar. No se ha ido de vacaciones en todo este tiempo: había que ahorrar. Se sacó una novia que le duró dos meses: por ahorrar no iba con ella a tomar café, sino que prefería invitarla a su casa. Y la idea de que ella fuera quien le invitara le sentaba como una patada en el hígado, y no por machismo: "Yo no puedo ir en serio con una despilfarradora; cuando vivamos juntos no será capaz de ir ahorrando para quitarnos de encima plazos de la hipoteca y hacer frente a las correspondientes comisiones por pronto pago". Incluso le ofrecieron un trabajo algo más agradecido, pero lo rechazó en cuanto le dijeron que, como es habitual, los seis primeros meses estaría a prueba. "No puedo permitirme estar a prueba --explicó--. Cuando acabe con la hipoteca, en el 2032, podré tomar algunos riesgos, siempre y cuando controle mis gastos por lo que pudiera pasar... Imagina que tengo que pintar, o cambiar la instalación del gas, o se aprueba una derrama...". Hace unos meses nos lo encontramos rebuscando en un contenedor de basura. Le dijimos que aquello era exagerado y que no nos viniera con eso de que la gente tira cosas que están casi nuevas, más que nada porque aquella silla con dos patas y media no lo estaba. Gruñó y protestó. Luego nos dejó que habláramos mientras él se quedaba con la mirada fija más o menos en algún punto de la farola que estaba a nuestras espaldas. --Yo quería ser juez, ¿no? --dijo, finalmente--. Ah, no... Tú querías que yo fuera juez. --O pintor. --O pintor... Pero un pintor tiene que vivir en un loft, por lo menos, o tener un piso y un estudio. No me lo podría permitir. Sus padres le obligaron a ir a un psicoanalista y ahora está algo mejor, a pesar de que el psicoanálisis está pasado de moda. Ya vuelve a salir con nosotros y no habla ni del euribor, ni de notarios, ni de pasar su hipoteca a otra entidad. Simplemente está siempre cabreado y le echa la culpa de todo lo que le pasa a su jefe. Eso sí, se ha comprado una perrita y le ha puesto de nombre Arras.


 
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