Jaime, 25 de enero de 2005, 10:51:35 CET

Arras


Uno de mis amigos se llama Jorge de Rebeca. Con ese nombre debería haber sido pintor o filósofo, pero al final decidió estudiar Derecho, una carrera que ni siquiera a él le parecía gran cosa. Al menos me consolaba la posibilidad de que acabara de juez, una salida más que digna para ese nombre. Sin embargo, a media carrera optó por una especialización que tanto a mí como al resto de sus amigos nos parecía poco adecuada. En especial, insisto, teniendo el nombre que tenía. Y es que Jorge de Rebeca escogió asignaturas optativas y de libre elección relacionadas con el derecho tributario y el mundo de las declaraciones y desgravaciones. Se excusaba medio en broma medio en serio asegurando que buena falta le haría, viendo el precio que estaban alcanzando los pisos. "Así me sabré calcular el precio de la hipoteca y le podré sacar un buen dinero a hacienda por la compra de la casa". Lo cierto era que Jorge –-Jorge de Rebeca, recuerdo-- consultaba los precios de los pisos con asiduidad y los comentaba con frecuencia. Gracias a él estuvimos informados mes a mes acerca del subidón de la vivienda. Al principio hablaba de quince millones de pesetas por un pisito de no más de tres habitaciones, y recordaba con espanto y admiración que el piso de sus padres había costado tres millones a mediados de los ochenta. Y era un señor piso. Cuando llegó el euro, los pisos ya valían el doble y Jorge decidió plantarse. "Yo compro ahora", nos dijo, y, sin novia y con un trabajo poco agradecido en un despacho desagradable, firmó una hipoteca por treinta años. Nos explicó que un millón al año era asumible, que diez millones por habitación era razonable, y que la casa tenía espacio suficiente como para criar dos niños y tener un perrito pequeño o un gato gordote. Durante los últimos tres años, no hemos dejado de sentir admiración por nuestro amigo. Porque ese piso ahora vale cuarenta millones. Y su precio seguirá subiendo. Ojo de lince, el de Jorge de Rebeca. Pero esa admiración es cada vez menor. De hecho, llegamos a compadecerle, y eso que compadecer a alguien es, como mínimo, una falta de respeto. Pero es que fue firmar y encerrarse en su nueva casa. Cada vez salía menos con nosotros los fines de semana: había que ahorrar. No se ha ido de vacaciones en todo este tiempo: había que ahorrar. Se sacó una novia que le duró dos meses: por ahorrar no iba con ella a tomar café, sino que prefería invitarla a su casa. Y la idea de que ella fuera quien le invitara le sentaba como una patada en el hígado, y no por machismo: "Yo no puedo ir en serio con una despilfarradora; cuando vivamos juntos no será capaz de ir ahorrando para quitarnos de encima plazos de la hipoteca y hacer frente a las correspondientes comisiones por pronto pago". Incluso le ofrecieron un trabajo algo más agradecido, pero lo rechazó en cuanto le dijeron que, como es habitual, los seis primeros meses estaría a prueba. "No puedo permitirme estar a prueba --explicó--. Cuando acabe con la hipoteca, en el 2032, podré tomar algunos riesgos, siempre y cuando controle mis gastos por lo que pudiera pasar... Imagina que tengo que pintar, o cambiar la instalación del gas, o se aprueba una derrama...". Hace unos meses nos lo encontramos rebuscando en un contenedor de basura. Le dijimos que aquello era exagerado y que no nos viniera con eso de que la gente tira cosas que están casi nuevas, más que nada porque aquella silla con dos patas y media no lo estaba. Gruñó y protestó. Luego nos dejó que habláramos mientras él se quedaba con la mirada fija más o menos en algún punto de la farola que estaba a nuestras espaldas. --Yo quería ser juez, ¿no? --dijo, finalmente--. Ah, no... Tú querías que yo fuera juez. --O pintor. --O pintor... Pero un pintor tiene que vivir en un loft, por lo menos, o tener un piso y un estudio. No me lo podría permitir. Sus padres le obligaron a ir a un psicoanalista y ahora está algo mejor, a pesar de que el psicoanálisis está pasado de moda. Ya vuelve a salir con nosotros y no habla ni del euribor, ni de notarios, ni de pasar su hipoteca a otra entidad. Simplemente está siempre cabreado y le echa la culpa de todo lo que le pasa a su jefe. Eso sí, se ha comprado una perrita y le ha puesto de nombre Arras.


 
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