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Yo fundé El País
(Cuando me pidieron amablemente que enviara un texto a Blog de bloggers, decidí enviar "Yo fundé El País". También muy amablemente, una de las personas responsables de la sección me pidió que enviara otro, para ahorrar complicaciones. Algo un pelín absurdo, la verdad, porque sólo es un texto tontorrón que no puede ofender a nadie. Creo que la prensa se toma demasiado en serio a sí misma. Por eso los editoriales y muchas columnas de opinión se escriben con ese lenguaje engolado y pomposo y pretenciosamente analítico que sólo resulta ridículo. Y de ahí esa manía de cogérsela con papel de fumar, no se vaya a ofender quien no tiene motivos para ofenderse.)
Mucha gente no lo sabe, pero yo fui uno de los fundadores de El País. Mi paso por el rotativo fue breve, pero intenso, y sin duda ayudó a consolidar el que hoy en día es el periódico de referencia español. Todo comenzó en 1975, cuando vivía en Madrid. Sí, puede que alguno aduzca que en aquella época no sólo no vivía en Madrid, sino que ni siquiera había nacido, pero ¿acaso el verbo aducir no suena fatal? Por aquel entonces necesitaba un nuevo reto profesional. Mi negocio de teléfonos móviles no había funcionado, al parecer porque la sociedad no estaba lo suficientemente madura para el producto. O al revés, no lo recuerdo. Además y sin duda, eran tiempos de cambios. Con Franco recién muerto, uno ya podía salir a la calle sin miedo a cruzárselo y a que le soltara una pena de muerte recién firmada o, peor, un discurso. La gente era más joven que ahora. Muchos de los que ahora están muertos, entonces vivían. No existía internet y un número importante de personas aún era en blanco y negro. Sí, eran otros tiempos, como demuestra el hecho de que hayan pasado más de treinta años. Visto el ambiente, me animé a participar en un proyecto que mis buenos amigos Polanco y Cebrián estaban poniendo en marcha. Les conozco desde hace mucho. Polanco y yo estudiábamos juntos en Polonquia, por allá a comienzos del XVIII. Y Cebrián venía mucho a mi bar. Por aquella época le llamábamos C-Brian. Y sí, tuve un bar. Me vi obligado a cerrarlo porque eran los clientes los que me exigían cada noche que no bebiera más y me fuera a casa de una vez por todas. Y, encima, mi manía de beber a morro del grifo de cerveza no era del agrado de los más quisquillosos. Ciertamente, no hay excusa para este comportamiento, pero tengo que decir en mi favor que estaba pasando por una mala época: mi novia de entonces me había dejado y por algún extraño motivo creía que la recuperaría si me ponía a cantar borracho debajo de su ventana a eso de las cuatro de la mañana. No acabó de funcionar. Demasiado cursi, supongo. El caso es que Polanco y C-brian, rodeados de un equipo de profesionales ejemplares, estaban sacando adelante lo que después sería El País. Por aquel entonces, el proyecto era muy diferente a lo que finalmente fue: ellos pensaban en comercializar relojes con correas de colores. Fui yo quien les convenció de que se lanzaran a la prensa escrita. Quizás tuvieran algo que ver mis ansias de contribuir a la consolidación de la incipiente y aún débil libertad de expresión. Puede que fuera por la pasión que sentía y siento por el periodismo. Quizás fue por el hecho de que había comprado una imprenta y no sabía a quién revendérsela. Por supuesto y dejando al margen los negocios poco éticos, también aproveché para hacer mis pinitos como periodista. Para el primer diario publicado, escribí un artículo certero, crítico, analítico y algún que otro esdrújulo más. Se titulaba: "No a la guerra de Iraq". Los lectores no lo comprendieron. Creo que se trataba de un texto demasiado avanzado para su tiempo. Ah, la historia de mi vida. En definitiva, mi paso por El País fue un negocio redondo. Para mí, porque la imprenta resultó ser un timo de cuidado. Pero para cuando se dieron cuenta yo ya estaba en París, esperando que me recogiera la cigüeña, y el diario comenzaba su andadura con una segunda imprenta, ésta ya con todas las piezas, incluyendo el botón de encendido y el sitio ese por donde se pone el papel. Por cierto, las imprentas de hoy en día son una maravilla, nada que ver con las de hace treinta años: te caben en un bolsillo, van por usb y tienen bluetooth de ése. Y vuelan. Un lujo. La i-offset de Apple es mi favorita. La blanca, claro. Mantengo el contacto con mis viejos amigos Polanco y Cebrián. A través de nuestros abogados.
Qué falta de sensibilidad
La gente no tiene ni consideración, ni respeto, ni nada de nada. Uno se tira aquí media mañana para sacarse cuatro duros, muerto de frío, con un chaleco estúpido, y siempre está el clásico subnormal que no aprecia lo que haces por él y por los cientos como él. Coño, si te ofrezco un periódico, pues lo coges, que es gratis, y así te informas mientras vas en el metro y no haces el ridículo como de costumbre cuando hablas de política, que no haces más que ver programas del corazón en la tele, y eso se nota, hombre. Y si lo coges, joder, no lo tires a la primera papelera que veas. Primero porque es un desperdicio de papel y el mundo no está para esas cosas. Y segundo, porque estoy delante y eso me sienta mal, que parece como si todo mi trabajo no sirviera para nada. Joder. Es que no es agradable. Si no lo quieres, aguanta un poco y tíralo dos calles más para allá, donde yo no te vea. De verdad. Qué falta de sensibilidad, de empatía, de educación. Mira a éste, por ejemplo. El último. Es el último periódico de la mañana. Y lo coge un tipo gordo y feo, aunque eso es lo de menos, porque gordos y feos hay muchos, y no todos son mala gente. Pues el tío coge el diario y lo tira. Ahí, a la papelera, encima de otros periódicos de estos gratis, no todos de la cabecera que yo reparto. Sí, claro, muchos lo tiran y yo me tengo que aguantar. Pero es que éste era el último. Alguien lo podría haber aprovechado. Él mismo, por ejemplo. Y aprender algo, joder, que estos periódicos son una mierda, pero, coño, mejor que, no sé, escuchar algún programa de radio idiota mientras te afeitas. Me cabreo, claro. Salgo corriendo, le agarro, le retuerzo el brazo contra la espalda y le clavo mi codo en el cuello, empujándolo contra la pared. Hijo de puta insensible, le digo, con lágrimas en los ojos, hijo de la gran puta, ahora te vas a enterar. Y comienzo a soltarle las noticias, porque yo soy un tipo informado, estoy suscrito a varios periódicos y no leo sólo la mierda gratuita esa que reparto, pero, joder, al menos léete eso, que es gratis. Y comienzo a decirle que han muerto unos excursionistas y que el Partido Popular se queja de varias cosas y que ha ganado cierto equipo de fútbol y el tío en vez de escuchar grita socorro, suéltame, igual que aquel otro, hace meses, al que le di la tarjeta de publicidad del dentista y también la tiró, ni siquiera a la papelera, sino al suelo. Le agarré y le dije cabrón, cuando te salga una caries a quién vas a llamar. Guárdalo, por lo menos, que con estas cosas nunca se sabe. Y me dio tiempo a romperle dos dientes contra una farola antes de que nos separaran. Que es gratis, hombre, y que yo también tengo sentimientos.
¡Que me devuelvan a mí mismo!
Sr. Director:
Me dirijo a usted con la intención de denunciar un nuevo atropello que ha sufrido un ciudadano normal de la calle (en este caso yo) por parte de las administraciones públicas que se supone están a nuestro servicio y que sin embargo parecen estar sólo a servicio de los bolsillos de los cuatro de siempre. El tema es que hace unas semanas un juez probablemente drogadicto y seguramente sin noción ninguna acerca de lo que es la justicia decidió ordenar la retirada por dos años de mi permiso de conducir, a causa un asunto que ahora no viene al caso, pero que no fue para tanto, porque si yo me compro un coche de doscientos caballos no es para conducir a ciento veinte como las abuelas y, al fin y al cabo, el que se dejó una fortuna limpiando la sangre y cambiando el parabrisas roto fui yo. Sin embargo, por un error propio de la incompetente burocracia española del vuelva usted mañana, a no ser que mañana sea viernes porque los viernes no estamos para nada, me retiraron el carné de identidad en lugar del de conducir, con todas las consecuencias que dicho error trajo consigo. Imagine: mi señora, mis hijos, mi familia y mis amigos ya no recuerdan ni mi nombre ni mi cara. Es más: yo no recuerdo si esa gente que vive conmigo son mi esposa y mis retoñuelos, ni si ese tipo que dice ser mi primo y me pide treinta euros cada vez que me ve es realmente familia mía, ni si alguna vez he tenido un amigo de esos de verdad, de los que se cuentan con los dedos de una mano y te sobran siete u ocho dedos y un par de codos. Y no se queda ahí la cosa: en el trabajo me dicen "eh, tú", en vez de señor gerente o lo que fuera que haya sido. Porque yo mismo no sé quién soy, ni qué hago en este mundo tan triste, ni qué eran esas cosas tan sencillas, pero al mismo tiempo tan agradables, que le daban sentido a mi vida (quizás los trucos de cartas, pero no me haga mucho caso). Tampoco me emociono cuando veo jugar a la selección y ni siquiera sé cuál es la selección con la que me correspondería emocionarme. No recuerdo quién era mi cantante favorito, ni si yo era (soy) un tipo colérico o más bien tranquilo. Por la calle, la gente no se da cuenta de mi presencia y me pisa, sin disculparse después. Mi médico ha sugerido la posibilidad de que haya muerto. Y, lo que es peor, ni siquiera estoy seguro de estar tan indignado como correspondería, dada la afrenta que he sufrido y el carácter que se supone tenía y que espero recobrar en un futuro próximo. Aprovecho por tanto el espacio que usted tan amablemente me cede en este diario de reconocido prestigio para exigir que se subsane este error de una vez por todas y se me devuelva mi identidad ipsofácticamente.
Atentamente,
Un señor, a juzgar por lo que parece una barba, que tenía un nombre que comenzaba por M o por J.
Ídolos
Alfonso Doblado es una de las personas que más se deja influir por la televisión. Últimamente está pasando por una etapa House: se pasea sin afeitar y con un bastón, tragando pastillas e insultando a todo el mundo. "Reconozco que no se me da muy bien, porque yo soy más bien afable. Además, nunca consigo acordarme de qué pierna es la mala y las pastillas sólo son de menta, con lo que pierdo cierto empaque. De todas formas, esto es sólo pasajero: me he aficionado a Arrested development y me encanta Gob. No son trucos... Son... ilusiones. Es muy como yo". Doblado explica que siempre se ha dejado fascinar por sus ídolos televisivos: "Ya de niño llevaba la gorra y la chaqueta de Murdoch, del Equipo A". Este hombre se ha vestido también de Michael Knight, de Power Ranger y de María Teresa Campos: "Fue duro por el cojín que llevaba a modo de barriga y por los tacones. Además, llevar las gafas tan bajas me molestaba en la nariz. Eso sí, la gente me confundía por la calle. Con otra persona que no era la Campos, pero me confundía". De todas formas, idolatrar a María Teresa Campos no es la única experiencia difícil por la que ha pasado: "Durante un tiempo me dio por jugar a fútbol como en Campeones. Es decir, en campos de tres kilómetros de largo. Y una vez me sentí fascinado por McGyver. Eso de aprovechar cuatro cosillas para escaparse de los malos... Hay que ser muy imaginativo para aprovechar recursos escasos. Y yo lo soy. Claro que desde entonces en casa no me dejan tocar los mecheros". También lo pasó mal cuando le dio por imitar a El hombre de los seis millones de dólares: "Con tanto saltito, me rompí cuatro costillas, dos veces la muñeca izquierda y llevo una rótula de titanio. Pero de las normalitas, no de las robóticas como en la serie". "Ahora --prosigue--, mejor eso que las series españolas. Me aburrí mucho cuando me dio por emular a Emilio Aragón en Médico de familia. Lo único que hacía era no ligarme a una chica. Y qué agobio de desayunos: quince personas metidas en mi cocina, gorroneándome las tostadas y el café". Pero no siempre fue él el perjudicado, como cuando quiso ser como Grissom, de CSI: a falta de cadáveres, tuvo que asesinar a un vecino. La parte buena fue que no le costó nada descubrirse a sí mismo y entregarse a la policía. "El tema de la recompensa aún lo estamos discutiendo", comenta mientras vuelve a su celda, apoyándose en su bastón y poniendo cara de estar muy atormentado. "Un momento --añade, girándose hacia el guarda--, lleva todo el día estornudando y habla como si tuviera la nariz tapada... ¡Usted tiene lupus, maldito imbécil!"
GPS
Paró el coche y extendió el brazo para apagar el GPS, sólo que el GPS le dijo: "Abra la puerta y salga del coche", cosa que le pareció lo suficientemente lógica como para hacerle caso. Es más, decidió llevarse el aparatito, no fuera a perderse alguna indicación de estas tan sensatas que a uno le hacían ganar tiempo y llegar antes y mejor a los sitios. "Salga del garaje". Claro, cómo no. Ya era de noche. Es lo que tienen el invierno y las horas extra. "La próxima a la izquierda". Él prefería ir todo recto, siempre le había parecido que daba más vuelta yendo por la plaza, pero en fin, la máquina sabría. "Gire a la derecha". Era una voz rara, casi desagradable, muy de máquina. Claro, era una máquina. Aunque se suponía que era voz de mujer. Se llamaba Sandra. Se podía configurar para que hablara un hombre, llamado Toni. Se los imaginaba como un matrimonio más o menos bien avenido. Toni se encargaría de las cosas del hogar y, quizás, envidiaría a Sandra, que era la que salía cada mañana a trabajar, a decirle a ese desconocido las calles por las que tenía que ir. Aunque Sandra también envidiaría a Toni, que tenía todo el día para el solo y no tenía que soportar los atascos, las obras imprevistas y no programadas, o que el conductor (el jefe, ¿no?) hiciera caso omiso de sus indicaciones. En fin. "Vaya sacando las llaves, que está llegando al portal". Qué sensatez. Increíble lo que inventaban los japoneses. O los estadounidenses. O los holandeses. O quienes fuera que fuesen. Se encontró con un vecino en el portal. "Llame al ascensor". Es increíble, lo que inventan los japoneses, le dijo al vecino, que sólo dijo que sí con la cabeza y procuró no mirarle demasiado raro ni demasiado rato. "Baje, ha llegado a su piso", y bajó, dejando en el ascensor al del séptimo. "Abra la puerta. Salude a su hija, que está estudiando". Hola, ¿aún con los libros? Mañana tengo examen. "Salude a su hijo, que está con la consola". Hola, ¿otra vez jugando? Ya hice los deberes. Sí, bueno, como siempre. "Salude a su mujer, que está viendo la tele". Hola, qué tal. ¿Qué haces con ese cacharro por el pasillo? Voy a cambiarme. Yo diría que es complicado perderse por casa. No se iba a perder, pero siguió haciéndole caso al bicho. "Cene". Y cenó. "Mire la serie. No, esa no, la del otro canal". Y la miró. Pero qué te ha dado a ti con el cacharrito. Calla, mujer, que esto es increíble. Lo que inventan los americanos. "A dormir". Y, venga, a dormir. "Despierte". Eran las tres y cuarto de la madrugada. Vaya, se había olvidado de apagar el GPS. Qué cosas. "Salga de la cama". Pero baja la voz, mujer, que vas a despertar a todo el mundo. "Salga de la cama". Y salió. Al cabo de un rato ya no sabía qué más hacer. El GPS se había quedado sin batería y el cargador no funcionaba. Sandra se había callado. Decidió preparar café, a ver si se despejaba un poco y eso le ayudaba a pensar. Le salió asqueroso. Miró la taza. Lógico que el café supiera tan mal: la taza estaba manchada de sangre. Fue a la cocina. La cafetera, también. Y el cuchillo. Encima, el maldito GPS no se encendía ni a la de tres.