Carla y yo


Ya sabéis que a mí no me gusta alardear. En absoluto. Pero, bueno, en fin, aquí donde no me veis --al menos, espero que no me veáis--, yo estuve saliendo una temporada con Carla Bruni. Sí, ya sé que no os extraña, dada mi reconozco que merecida reputación de Don Juan, famoso por mis conquistas --no todas imaginarias. Carla y yo nos conocimos en un concierto. Actuaba con mi banda de jazz en París y me esperó para saludarme y darme dos besos y esas cosas que hacen las fans. No me gusta pecar de vanidoso, pero me pasa continuamente. Normal, soy un virtuoso del triángulo. Soy el único triangulista que domina tanto el equilátero, como el isósceles, como el más complejo, pero también más adecuado para mis composiciones, escaleno. Soy capaz de arrancar las más intensas emociones de ese en ocasiones menospreciado instrumento. La gente llora al oírme tocar. Los perros se arrojan ventana abajo. Los gatos se arañan los ojos. Los hospitales psiquiátricos se llenan de víctimas de ataques de ansiedad. Y eso cuando toco melodías alegres. La última vez que me dio por ponerme melancólico, Iraq invadió Kuwait. Mi relación con Carla fue larga y tormentosa. Compartimos más de cuatro años de nuestras vidas y, la verdad, no recuerdo un solo día que estuviéramos juntos y no discutiéramos. En realidad, en esos cuatro años sólo nos vimos un día y ella se empeñó en que no me conocía de nada. Ah, Carla sabía cómo herirme. Podía ser muy cruel. Decía cada cosa. De esas que con sólo recordarlas le hacen a uno llorar de dolor y de rabia. No te conozco. Voy a llamar a la policía. No me toques. Tengo un esprái de pimienta y sé usarlo. Te lo advierto, voy a usarlo si no te largas. ¿Lo ves? ¿Lo ves? Te dije que sabía usarlo, ahora grita todo lo que quieras. Sí, el amor duele. Sobre todo en los ojos. Creía que me iba a quedar ciego. Es curioso porque pensaba que, a esas alturas y después de unos cuantos malentendidos que acabaron de forma similar, ya estaría más o menos acostumbrado al maldito esprái de pimienta, pero qué va. Qué va. Os dejo, que he quedado con Leonor Watling. Que nadie se preocupe: no salgo de casa sin mis gafas de submarinismo.


 
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El experto


Un prestigioso medio de comunicación me ofreció un empleo como experto en sexo. Básicamente consistía en responder a las preguntas que los lectores plantearan en torno a este siempre divertido pero también espinoso tema. La propuesta me hacía gracia, pero tuve que rechazarla. Me estuve documentando sobre el asunto y me llevé más de una sorpresa no demasiado agradable al respecto. De hecho, y salvo nuevo error, creo que durante gran parte de mi vida confundí el sexo con la cocina. Todavía no lo tengo muy claro, pero, vamos, creo que lo de los arroces y la carne al horno y el pescado a la parrilla es la cocina y lo otro es el sexo. Es gracioso porque yo siempre había dicho que me encantaba el sexo y que me pasaba el día practicándolo: por la mañana, a mediodía, por la noche, solo, con mi pareja, en grupo. Y resulta que me refería a otra cosa. Claro, no entendía todo el alboroto cuando decía según qué cosas, en plan, ¿en serio nunca has practicado el sexo con un par de amigos? Da igual, si son chicos o chicas, lo importante es que haya buen rollo y coordinación. Claro. De ahí todas esas miradas que iban del asco a la admiración más ridícula. Qué despiste, yo también. Y aún no sé yo si eso del sexo es lo mío. He leído un par de libros y... Buf... No sé, no me parece muy higiénico. Quiero decir, todo el rollo ese de la grasa, los tubos y la lubricación... Qué agobio. No sé cómo le puede gustar tanto a todo el mundo. Me pasaría el rato deseando irme a la ducha. Igual no estoy preparado. A ver, tengo el permiso de conducir, como todo el mundo. Pero qué se yo de sexo. Poca cosa. A ver, lo he practicado. Pero yo prefiero dejarme llevar. Y si no hay nada de sexo, pues me da igual, puedo ir, no sé, en metro o en autobús. Sobre todo con lo cara que va la gasolina. No sale a cuenta. Lo único bueno del sexo es la independencia, el no tener que estar pendiente de horarios. Pero por lo demás... Todo son gastos tontos. Que si la revisión, que si los impuestos, que si las averías, que si el seguro. Una ruina. Pues eso. Que les tuve que decir que gracias, pero no, gracias.


 
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Propósitos


Me he hecho una lista de propósitos para este año que, si no he perdido la cuenta, es 2008. Son bastante fáciles, ya que quiero ir poco a poco. Y es que es la primera vez que hago una lista así. El año pasado hice una lista de cosas que no quería hacer. Por desgracia y como cada año, seguí trabajando. En fin. Este año me he propuesto, primero: aprender inglés. Como ya sé inglés, la puedo tachar. Bien. Segundo: mantenerme vivo. No la tacho todavía, pero estoy sano como un roble gracias a los transplantes, así que no debería costarme mucho ver 2009. Tercero: ganar el premio Nobel de la Paz. Al Gore lo ganó con un documental sobre el medio ambiente, así que supongo que me lo darán si, no sé, escribo un libro sobre el peligro que supone dejar elefantes sueltos en medio de grandes ciudades. Incluso lo relacionaré con la paz. Lo pienso titular: El fusil de los elefantes. Es metafórico. Espero que nadie lo considere pornográfico. Porque esa no es la intención (al menos no antes de las ocho de la tarde). Creo que ya he hablado de este tema, pero no es algo a descuidar: los elefantes son animales peligrosos. Ahora con las navidades muchos padres compran crías de elefante a sus hijos porque, claro, cuando son pequeños son simpáticos. Pero luego crecen, y no poco, y se dedican a aplastar coches y a despertar a los vecinos con sus bramidos. Además, necesitan espacio para moverse y no todo el mundo dispone de una habitación de ocho o nueve metros cuadrados para su elefante doméstico. Algunos recurren al sin duda práctico corte de patas. Es cierto que los elefantes sin patas son más fáciles de guardar, incluso se pueden meter en un armario durante las vacaciones, pero también resulta más complicado sacarlos a pasear. Es sin duda cómico ver a un hombre hecho y derecho (o a una mujer hecha e izquierda) arrastrando un elefante sin patas por la calle y luego recogiendo los veinte quilos de excrementos con una pala y doce sacos. Así las cosas, muchas familias prefieren simplemente abandonarlos cuando sobrepasan las tres toneladas, sin ser conscientes de los problemas que acarrean los elefantes callejeros. Y no se trata sólo del peligro de morir aplastado o, peor, de que le aplasten a uno el coche, sino de los riesgos relacionados con la higiene y la salud. Todos hemos visto solares repletos de elefantes callejeros, alimentados por alguna viuda bienintencionada que les lleva cada día un camión con sobras de verduras. Esos solares son un nido de parásitos, ratas y enfermedades. Encima, no tengo tan claro que esto de regalar elefantes sea una mera moda pasajera. Hace ya más de diez años que se van incrementando las importaciones de elefantes indios y africanos, desde que se produjeron aquellos casos de niños devorados por sus tigres. Casos sin duda extraordinarios, ya que todo el mundo sabe que los tigres no comen carne humana si no tienen hambre. Seguramente los padres se olvidaron de darles los filetes a sus hijos y los pobres e inocentes animales se vieron obligados a arrancar alguna que otra pierna. Cuarto: dejar de fumar. Ésta también la puedo tachar porque yo no fumo. Quinto: olvidar informática. Ya aprendí cómo iban los ordenadores hace un tiempo y la verdad es que tampoco sirven de mucho. Sexto: dejar de hacer listas. Odio las listas.


 
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Eso es bueno


A: ¿En qué trabajas? B: Pues voy a una oficina, tomo nota de algunas palabras sueltas que oigo en conversaciones ajenas y leo en mails que me envían, y luego las voy usando en frases propias que digo o escribo, procurando que tengan sentido. Claro que no siempre funciona. A: Oh, yo hago más o menos lo mismo. B: Sí. Es un sector amplio. A: Y con futuro. B: Tiene muchas posibilidades. Lo malo es que hay mucha faena. A: Muchas horas, sí. B: Y mucha tensión. El otro día me despisté y usé las palabras balance, cuadrar y sinergia en la misma frase. Por suerte, nadie se dio cuenta, aunque creo que hubo uno que me miró raro. A: Yo tuve que dejar mi anterior trabajo porque me descubrieron. Una mañana vino una compañera cargada con unos papeles que yo le había preparado. Quería preguntarme unas cosas que no tenía claras. B: Joder, ¿y qué hiciste? A: Le di dos besos, corrí a por una caja, metí mis cosas, bajé a la panadería, compré unas pastitas y me despedí de todo el mundo. B: ¿Dimitiste? A: ¡Ah! Esa es la palabra que estaba buscando. Dimitir. Llevo tres años intentando saber qué hice. Pues eso, dimití. Sólo era cuestión de tiempo que aquella chica se diera cuenta de que aquellos papeles eran inventados, y en el expediente queda mejor un cese voluntario que un despido. B: Claro. A no ser que… A: ¿Que qué? B: Que esa chica también estuviera disimulando. Queda muy bien hacer preguntas para disimular. Y tiene la ventaja de que no hace falta escuchar las respuestas. A: ¿Tú crees que ella…? B: ¿Le dejaste preguntarte algo? A: No… Maldita sea. B: Imagina: a lo mejor ella trabajaba en lo mismo que tú… A: El noble y antiguo ejercicio de disimular detrás de una mesa… B: Y sólo hubierais tenido que intercambiar cuatro frases… A: Para darnos cuenta de que nos gustamos… B: La hubieras invitado a tomar café… A: Rehuyendo el trabajo como tema de conversación… B: Más que nada porque ninguno de los dos sabría qué decir al respecto… A: Y de ahí al matrimonio, nada, cuatro pasos. B: Ahora tendríamos hijos. A: No creas: no todos los matrimonios acaban mal. B: Y una hipoteca. A: O dos. ¿Era guapa? B: Muchísimo. Sus rizos dorados caían sobre el informe y sus ojos azules se clavaban en mis pupilas, mientras su voz que sonaba como un laúd me decía: "¿Tienes un minuto? Necesito hacerte unas preguntas sobre estos informes que me dejaste el otro día en la mesa" ¿Un minuto? ¡Tengo toda mi vida! ¡Te quiero, maldita sea, TE QUIERO! A: Ah, las oportunidades malgastadas. Una pena. B: Sí. Bueno, tengo que irme. Que ahora vuelvo a la oficina. A: Sí, yo también. Tengo una de trabajo. B: Eso no es nada: yo tengo una de trabajo. Pero no me quejo: eso es bueno. A: Sí, o eso dice todo el mundo. B: ¿Qué haríamos si no trabajáramos? A: ¿Aprender a tocar la guitarra? B: Y morirnos de hambre. A: A lo mejor tendríamos una exitosa banda de rock. B: ¿Perdona? A: No sé. He dormido poco. Tengo tanto trabajo. B: Sí, yo también. A: Eso es bueno. B: Eso es bueno.


 
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Tres


Convencido de que a la tercera va a la vencida, lo hacía todo tres veces: si a la primera le había salido bien, no dudaba, dado su carácter perfeccionista, de que hubiera margen para la mejora; y si le seguía saliendo mal a la tercera, desistía, sospechando que aquello simplemente no se había hecho para él. Así, se duchaba y afeitaba tres veces al día, se anudaba la corbata tres veces cada mañana, saludaba a todo el mundo con tres buenos días, reiniciaba el ordenador tres veces antes de ponerse a repetir en tres ocasiones cada una de sus tareas diarias e incluso se cepillaba los dientes tres veces cada una de las tres veces que se los cepillaba cada día. No era así sólo para las cosas pequeñas y que requerían de simple método: se había quedado en el tercer piso en el que había vivido, sin considerar la posibilidad de mudarse, y pensaba jubilarse en la empresa para la que trabajaba, que era la tercera en la que había estado en toda su vida. Además era católico, satisfecho con la superioridad de la Santísima Trinidad, aunque algo escamado por el hecho de que los evangelistas fueran cuatro y los mandamientos nada menos que diez. Sin embargo, le asaltó una duda: ¿debía divorciarse de su tercera esposa, la madre de su tercer hijo? Era su tercer matrimonio, pero eso significaba que sólo se había divorciado dos veces. Si quería mantener la coherencia de sus ideas, debería divorciarse de nuevo para no volver a casarse ya nunca. Una tarde, mientras tomaba su tercer café del día con sus habituales tres cucharadas de azúcar, le comentó esa posibilidad a su mujer, incluyendo la idea poco ética, pero igual aconsejable, de hacer trampas: podrían seguir viviendo juntos una vez divorciados. Su esposa se puso a llorar y le retiró la palabra durante nada menos que cuatro días, para escándalo de su marido. ¿Cómo podía comportarse así aquella mujer tan inteligentemente escogida, la tercera y última de sus hermanas --igual que sus anteriores esposas--, y por tanto el mejor fruto que podían dar sus padres? Después de alguna que otra discusión, decidieron posponer la decisión unos meses, hasta su tercer aniversario. Fue por esa época cuando su mujer se decidió a sabotear su modo de vida. Le hacía creer que el despertador sólo había sonado dos veces y que, por tanto, podía apurar un poco más en la cama; comía o incluso tiraba a la basura el número necesario de huevos, mandarinas o galletas para que a su marido le quedaran como mucho dos; se negaba a hacer el amor más de dos veces el mismo día; con relativa frecuencia, cortaba el agua antes de la tercera ducha de su marido, aduciendo una avería inexistente; también le destrozó el tercer coche a martillazos, sumiéndole en una duda que le parecía demasiado terrible para ser real: gastarse en la reparación una suma de dinero que no tenía o adquirir un cuarto vehículo. La mujer le dio el golpe de gracia el día antes del aniversario: le dijo que estaba embarazada de su segundo hijo (de ella) y el cuarto (de él), para luego anunciarle que le dejaba. "Te quiero demasiado --le dijo-- como para que renuncies por mí a tus ideales". Absolutamente desorientado, perdiendo la cuenta de todo cuanto hacía, el pobre tipo comenzó a preguntarse si sería posible nacer un par de veces más, para poder repetirlo todo de nuevo, pero esta vez bien.


 
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