Tácticas para ligar (1 de 1)


Muchos lectores se quedaron sorprendidos por el hecho de que ingresara en una secta para ligar. Me han llegado varios correos elogiando mi inventiva (pero cómo se te ocurre) y mi osadía (hay que estar loco). No soy un tipo especialmente vanidoso, así que nadie creerá que fanfarroneo cuando digo que conozco varias técnicas para lograr la atención de señoritas de buen ver. Es más, no tengo inconveniente en compartir algunas de ellas con mis fans. De todas formas aclararé que yo lo tengo más fácil que la mayoría, ya que mido metro cuarenta y dos, me falta un ojo y tengo una extraña enfermedad de la piel que me provoca supuraciones espontáneas. Es decir, las mujeres se fijan en mí sin que yo haga nada y con eso tengo medio partido ganado. Sólo diré que a veces son ellas las que me dirigen la palabra primero en cuanto me acerco, con alguna de esas típicas frases para romper el hielo, como por ejemplo: "¿Qué es ese olor?". Comenzaremos por un clásico. El cigarrillo. Cualquier quinceañero con acné sabe que siempre se ha de llevar un mechero a la discoteca por si una jovencita pide fuego. De hecho, la gente hubiera dejado de fumar hace decenios sino fuera porque sirve para aparearse. Nadie aspira humo por placer. Pero la prohibición de fumar en el trabajo es lo que ha brindado el último y más contundente espaldarazo a la técnica del cigarrillo. Ahora los compañeros de oficina bajan alegremente a la calle a compartir una charla amena. A esto se le une que desde 1992 las mujeres no tengan prohibido trabajar. No niego la evidencia: el hecho de que las mujeres trabajen ha causado que la civilización occidental esté en clara decadencia y se dirija a la más rotunda de las catástrofes --no en vano, el ceo de Lehman Brothers, Richard S. Fuld Jr., es una mujer--. Pero también ha propiciado que aumenten las oportunidades para ligar, casi desbordándonos con la faena acumulada a los casanova como yo. Así pues, en cuanto se prohibió fumar en la oficina y me di cuenta de la nueva oportunidad de establecer contacto y causar estragos entre las compañeras femeninas, me compré un zippo y un paquete de Malboro, que es así como supermasculino. En cuanto vi que un par de contables y la de marketing bajaban abajo a echar un piti, las seguí, con elegancia y distinción, tropezando con una silla que algún envidioso había colocado en mi camino. Al llegar a la calle, me puse a su lado, me atraganté al decir hola, saqué los Winston, encendí el mechero al tercer intento y di la primera calada de mi vida a un cigarrillo. Luego hubo que llamar a una ambulancia y estuve dos semanas ingresado, con oxígeno y al borde de la muerte y tal. Pero lo importante fue que una de las enfermeras era muy guapa. No estaba en mi planta, pero la vi al salir.


 
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Algunos malentendidos sobre las sectas


Existe mucha confusión al respecto, además de no poco debate. Sin embargo y a pesar de la controversia, creo que todo el mundo debería tener más o menos claro que las sectas destructivas NO son buenas. No niego que quienes participen de los ritos y sobre todo de los beneficios de estos grupos estén contentos con sus reuniones y demás, pero al final estas sectas acaban haciendo honor a su adjetivo: porque resulta que lo de "destructiva" va más o menos en serio y no se trata de un truco publicitario. Yo me metí en una secta hará unos cuatro años. Me dijeron que con lo de las bodas multitudinarias uno ligaba mucho, o por lo menos algo, así que me dije que por qué no, y aunque se me ocurrieron varias respuestas, hice caso omiso de ellas de forma elegante. Porque llevaba corbata. Como corresponde al mejor vendedor de coches usados de l'Hospitalet. El caso es que desde un principio me di cuenta de que me habían timado porque ahí nadie se casaba. Es más, nos llevaron a una especie de granja y nos separaron a hombres y mujeres en diferentes casernas. Luego nos repartieron unos uniformes y unas pistolas y nos dijeron que teníamos que defender no sé qué democracia en Afganistán. No me gustó nada esa secta. En Afganistán no hay playa. Ni campo. Además, había que madrugar demasiado. Al parecer era una secta ilegal porque la abandoné a los dos meses y aun así tuve que pasar dos años en la cárcel. Y eso que ofrecí los nombres de los altos cargos del grupo a cambio de mi libertad. Ay. Yo ya soñaba con entrar en el programa de protección de testigos. Ya había elegido nombre y profesión: Santiago Moreno, cabaretera del Lapin Agile. Al salir de la cárcel, lo volví a intentar con otra secta. Por probar. Igual sólo tuve mala suerte. Debería haber mirado más. Etcétera. La secta escogida tenía un nombre de estos raros y largos, nunca conseguí aprendérmelo. Salía la palabra séptimo por algún lado y creo que se hacía referencia a algún planeta probablemente imaginario, como ese de Star Wars, Saturno o cómo se llame. Al principio creí que había acertado porque prometían una vida de placer y desahogos una vez viniera a recogernos no sé quién. El problema vino cuando nuestro líder tuvo ciertos problemas con la ley. Me los explicó, pero no recuerdo muy bien cómo era el asunto. No sé qué del iva de unas facturas o algo por el estilo. El caso es que le dio por que nos suicidáramos todos de golpe. No acabé de seguir la lógica de su argumento, pero sería cosa mía porque todo el mundo estaba más o menos de acuerdo. Al parecer, eso del suicidio colectivo se lleva bastante en las sectas, o eso me explicó uno de mis compañeros, que ya había estado en varias. Le pregunté si se había suicidado antes y me dijo que no, así que en realidad estaba de acuerdo porque era un borrego, ya que no sabía si la experiencia merecía la pena. Protesté enérgicamente. No estaba dispuesto a pasar por un suicidio colectivo sin antes haber celebrado al menos un matrimonio multitudinario. Incluso enseñé el folleto publicitario a modo de reclamación. Nuestro líder ignoró mis quejas aduciendo que por culpa de ceremonias anteriores tenía que pasar unas veintisiete pagas de manutención, y que con su sueldo no podía permitirse otra posible ex mujer. Aun así, lo del suicidio no me acababa de convencer. Porque a mí siempre me ha dado mucho miedo la muerte, entre otras cosas (la violencia, las crisis económicas, la oscuridad, la luz cuando me da directamente en los ojos, la madera, los perros, los gatos, los elefantes, los mosquitos elefante, los gatos --no me repito, ahora me refiero a los del coche--, los relojes digitales, el ruido que hacen los relojes de agujas, las nubes, las tormentas, los días de mucho sol, los desiertos, los lápices afilados, los cuchillos, las cucharas, los bombachos, el sonido del dígrafo ch, las matemáticas, los burgaleses, los coches, las bicicletas, los terremotos, los volcanes, los mecheros, las cerillas largas, los insectos que vuelan, los que tienen patas, los termómetros, eso de ahí que tengo en la estantería y que no me atrevo ni a tocar para tirarlo, las reuniones de antiguos alumnos y los anuncios de colonia), así que tuve que decirle al líder que gracias, pero que de eso pasaba, que en todo caso, si no se morían del todo o cambiaban de opinión, ya quedaríamos para tomar un café. El líder fue presa de un ataque de ira (siempre he querido usar esta expresión) y amenazó con matarme si no me suicidaba. Ah, el maldito conocía mi punto débil: mi irracional miedo a la muerte. Así pues, decidí hacer como todos los demás y beber la copa envenenada. Pero entonces, justo cuando mis labios tocaron el cristal, una sensación que nunca había experimentado antes me atenazó los músculos: sentí un miedo simplemente descomunal a morir. Le dije al líder que me llamara cobarde si quería, pero que no podía terminar con mi vida. Me llamó otras cosas aparte de cobarde, cosas realmente feas como "tonto" y "batracio", además de adjetivos que no pienso reproducir, como "enervante". Concluyó soprendiéndome: si no accedía a suicidarme, me mataría con sus propias manos. La amenaza surtió efecto. Nada me da más miedo que morir, excepto quizás trabajar, y así entramos en un bucle absurdo del que sólo salimos cuatro horas y media más tarde, cuando la policía entró en el local y nos liberó a los seis miembros de la secta. Fue una suerte, porque para entonces otros dos ya se habían suicidado, al parecer por aburrimiento, y los restantes estaban dispuestos a matarme, a pesar de que hubieran interrumpido así el alegre intercambio de impresiones entre nuestro líder y yo. Cuando leí en la prensa el relato de lo sucedido, me di cuenta de que había sido más que afortunado: soy un tipo observador, pero no había reparado en que, por cosas del destino, los miembros de la secta éramos todos hombres. Y además impares. Con mi suerte, en caso de boda, me hubiera quedado solo. En fin. Pues eso: las sectas son malas. No confundir con las setas. Las setas están ricas. Excepto las venenosas. Que igual están también ricas, pero vamos, luego te acaban sentando regular tirando a mal. Un amigo (bueno, un conocido, por mucho que en el facebook ponga "amigo"… Creo que se abusa del término amigo, al menos en el facebook) se tomó una vez un yogur caducado y no le pasó nada. Claro que sólo pasaban dos días de la fecha. Lo de la fecha es más por temas legales. Lo normal sería poner, no sé, diez días más o menos desde tal fecha y si no sabe raro pues no pasa nada. Las cosas no se ponen malas a medianoche de tal día. Es un proceso. Gradual. Pero la verdad es que yo también soy muy maniático y si pasa aunque sea un día de la fecha, tiro el yogur sin ni siquiera abrirlo.


 
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Acerca de la miopía de Guifré el Pilós


Guifré el Pilós, primer conde de Barcelona, ya en sus años de madurez, descansaba en una de las salas de su castillo. Se ajustó las gafas y… Un momento, pensó, ¿qué es lo que me acabo de ajustar? Guifré se sacó las gafas y se las quedó mirando. Eran un modelo con montura de titanio, de estas flexibles y ligeras, con cristales antireflectantes. Se las volvió a poner. Sí, veía mejor. Pero no acababa de entender qué hacía con unas de esas. ¿Cuándo se las había comprado? La respuesta que le vino automáticamente a la cabeza fue en febrero de 2008. Pero, claro, eso no podía ser. Faltaban más de once siglos para que llegara esa fecha absurda. Además, el mundo probablemente acabaría en el año mil, aunque él ya no estaría allí para verlo. En fin. Dado que la mejora en su visión era evidente, decidió ignorar el anacronismo y se sentó a hojear el periódico. Sólo que no sabía qué era un periódico. Supuso que sería aquel montón de hojas de papel que tenía entre las manos. Curioso, porque ni siquiera recordaba saber leer. De todas formas, eso del diario le parecía un buen invento. Traía noticias no sólo de su región, sino del mundo entero, incluidos países y continentes aún no descubiertos. Como América. Sí, se hablaba mucho de China, pero América seguiría mandando porque los american… Notó un mareo. No sabía qué le estaba pasando. Le venían a la cabeza toda clase de ideas absurdas y, lo que era peor, le caían en las manos objetos inverosímiles. ¿Se trataba acaso de un hechizo? ¿Quizás el demonio estaba tentándole de alguna retorcida manera? Le comenzaba a doler la cabeza. Necesitaba una aspirina. Sólo que no sabía exactamente qué era eso. Pero estaba seguro de reconocer una si la veía. Bajó a la cocina, donde su mujer preparaba la cena. Sí, podía resultar machista, pero él ya tenía unos cincuenta años, que para el siglo noveno no estaba mal del todo, y, en fin, no tenía edad para moderneces, que ya tenía bastante con las gafas y el periódico y América y… -Guinilda, cariño, ¿tenemos aspirinas? -Sí, en el segundo cajón. Ambos se quedaron parados un par de segundos: Guinilda, mostrando desconcierto; Guifré, adivinando en la condesa el desconcierto que él llevaba sintiendo desde hacía ya un buen rato. Pero abrió el cajón, cogió la aspirina y, con mano temblorosa agarró un vaso nada menos que de vidrio, abrió un grifo por primera vez en su vida y se tomó el analgésico. -Guinilda. -¿Qué? Guifré quería preguntar la pregunta que Guinilda quería que le preguntara, pero no sabía cómo formularla. -¿Qué hay de cenar? -Pollo con… Er… ¿Tomate? Guifré necesitaba una cerveza, así que abrió la nevera, agarró un botellín, lo abrió y se lo llevó al sofá. Al menos la cerveza que se estaba tragando no era ninguna cosa desconocida. A pesar de los conservantes y toda esa porquería que le echaban a... Se le cayó al suelo. La recogió rápidamente y limpió el charquito con su capa de terciopelo. Bah, esto se irá en la lavadora. La lava... Necesitaba tumbarse. Sí, en el sofá... Pensó que ver la tele un rato igual le distraía, así que la encendió y se puso a hacer záping. -Mira –le gritó a su mujer-, luego echan esa peli de Robert de Niro. -¿Cuál? -Esa en la que hace de mafioso. -Si siempre hace de mafioso. -Ya, pero la que digo es la de la mafia, que se lían a tiros… Bueno, a flechazos, ¿no? Porque no se ha inventado la pistola, todavía, y hay una persecución de coches... -No, a caballo. -A caballo. En el coche. -Déjalo, anda. Vieron la película juntos, a pesar de que ya la habían visto un par de veces antes, y luego se fueron a dormir. Cuando apagó la lámpara de su mesilla, Guifré tuvo como una mala impresión, como si algo raro hubiera pasado o estuviera a punto de pasar. Bah, pensó, será que… Pero no pudo. Acabar la. Será que. Vaya, acababa de recordar que se había dejado el móvil encendido. Bueno, daba lo mismo, tampoco le iban a llamar y tenía suficiente batería.


 
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Joven


Al principio fue lo típico: cumplió los cincuenta y decía que ya no le bastaba con las cremitas y con los tratamientos de su esteticién de toda la vida. Total, que después de mucho insistir, cedí y le dije que vale, que tirara el dinero en la tontería esa del botox, si con eso se callaba y me dejaba en paz y dejaba de encerrarse en el dormitorio a llorar cada vez que salía el maldito tema. No, si yo lo entiendo. Para una mujer, tal y como está la sociedad, envejecer es complicado. A nosotros se nos permite engordar y quedarnos calvos y, bueno, aún se nos sigue viendo interesantes. En fin, si yo te contara. Pero es verdad que una mujer cumple los cincuenta o incluso los cuarenta y se vuelve prácticamente invisible. Sí, es injusto, pero mira, es lo que hay, cosas de la genética, supongo, que nos hace a los hombres así de cabrones. Y te digo una cosa, reconozco que por mucho que le dijera lo típico, que me a mí me daba igual lo vieja que se viera, si, total, yo tampoco estaba mucho mejor... Ya, bueno, a lo mejor no soy muy diplomático, pero mira, ella ya me conoce y ya sabe lo que quiero decir... Pues eso, que a pesar de que le dije que por mí no lo hiciera, pues oye, tengo que reconocer que estaba mejor. Por eso no me importó mucho que siguiera inyectándose cosas y quitándose grasa y alisándose partes del cuerpo. Total, dinero tampoco nos faltaba. Y te lo juro, al cabo de cuatro o cinco operaciones daba gusto salir con ella por la calle. No aparentaba ni cuarenta años. Así, delgada y con la piel sin manchas y sin arrugas. Estaba impresionado y casi acomplejado. Suerte que nunca he sido celoso porque si no, me hubiera preocupado. Pero a partir de entonces la cagó. Yo se lo decía, plántate, no seas avariciosa, que hay que envejecer con dignidad. Y ella, no, si sólo es por mantenerme así. Mentira, claro, porque cada vez quería más. Y pasó de aparentar cuarenta a aparentar treinta, pero treinta años raros, como de plástico. Se inyectó botox en todo el cuerpo, se hizo como cuarenta liposucciones y se operó hasta los dedos de los pies, que se ve que con la edad se te curvan más de la cuenta o no sé qué historias. El caso es que cuando iba por la calle y nos paraban conocidos, muchos decían eso de qué guapa está tu hija. Pero en serio. No por hacer la broma simpática. Otros creían que nos habíamos divorciado y que estaba, no sé, con alguna secretaria pilingui. Yo, que llevo veinte años con la misma secretaria, María Eugenia, que se jubilará dentro de seis meses, imagina. Se lo dije... No, a mi secretaria, no, a mi mujer, ¿quieres prestar atención? Le dije, cariño, creo que te estás pasando. Pero no. Que se veía vieja. Que no quería acabar como esas ancianas arrugadas que le daban asco a todo el mundo. Que lo hacía por mí. Para que no tuviera que buscarme otra más joven por ahí. Y se acortó las piernas y se quitó cosas que se había puesto y se puso coletas y, en serio, yo ya no sabía qué hacer. Para que te hagas una idea, una noche la llevé a cenar, le di un beso en los labios y, bueno, la que se armó. Una vieja empezó a pegarme con el bolso, llamándome degenerado, un tipo me agarró y me tiró al suelo, y luego vino la policía y, claro, nadie se creía que era mi mujer y que había pasado del medio siglo. Por mucho que enseñara el dni. Porque además la foto parecía de otra persona. Claro. Pasé seis días en el calabozo. Tuvieron que venir sus cirujanos y su madre y mi hija. Y mi abogado, por supuesto. Qué follón. No lo había pasado peor nunca. En mi vida. Hasta pruebas de adn, le hicieron. Y el otro día... Buf... El otro día fue al cirujano. Y yo, que voy contigo. Y ella, que no. Y yo, que sí. Y ella, que no, que te pondrás pesado. Y yo, claro que me pondré pesado, a saber qué otra locura vas a dejarte hacer. Y ella, que sólo quiero tener un buen aspecto. Al final cedió porque, claro, siempre que conduce, la para la policía. Llegamos y el médico dijo, antes de que yo abriera la boca, mire, ha hecho bien viniendo. Este tratamiento que le comenté a su mujer es lo último. No se preocupe, es segurísimo, apenas si tiene efectos secundarios. Pero, claro, es necesario que la familia tenga en cuenta una serie de cosas. Necesitará esto, por ejemplo. Usted no es tan mayor, igual le tocó poner alguno a sus hijos. Y el tío siguió hablando, pero yo ya no oía nada, sólo podía ver el paquete que me había puesto en las manos, un paquete de pañales para bebé. Al salir, insistí. ¿No te estás pasando? ¿No te ves lo suficientemente joven, ya? Pero se acababa de tomar unas pastillas que le habían dado en la misma consulta y sólo pudo balbucear cuatro sílabas antes de tropezar y seguir gateando hacia el coche.


 
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Así no hay forma de dedicarse a la música


Mi carrera musical se vio arruinada por las descargas ilegales. Así es: a los que nos arriesgamos, a los que probamos y experimentamos, nos es mucho más difícil abrirnos camino y pagarnos las mansiones en las islas del Pacífico. Necesitamos una industria que nos apoye y una asociación de autores que les rompa las piernas a quienes estén en nuestra contra. Cuando comencé, hace algo más de trescientos años, la cosa era mucho más sencilla y agradable que hoy en día: sólo teníamos que buscarnos a un mecenas noble o eclesiástico que nos protegiera. Por desgracia, el mío era un tipo enclenque y cobarde: no me protegía nada. De hecho, en mi primer año de carrera musical me dieron varias palizas. Al parecer, mi música arriesgada e innovadora no era del agrado del sector más conservador del público, que insistía en agredirme mientras gritaba cosas como: "¡Para, maldita sea, déjalo ya, ME SANGRAN LOS OÍDOS!" Mi protector intentaba interponerse entre esos energúmenos y yo, pero apenas aguantaba la primera embestida. Me engañó. Me dijo que sabía kárate. En realidad sólo había leído un libro de historia de Japón. El caso es que, dadas las circunstancias, yo fui el primer músico en intentar establecerse de forma independiente. Cogí mi clavicémbalo y me fui de gira por las tabernas alemanas, interpretando versiones de Bach y Haendel, además de temas propios. Era la joven promesa del pop barroco y la crítica internacional me auguraba un gran futuro en cuanto se inventara el gramófono. Mientras tanto, fui recibiendo varias palizas. Para eso me contrataban. Dos florines por escuchar mis temas (la primera cerveza incluida en el precio de la entrada) y un florín extra por arrojarme cosas a la cabeza. Hice una fortuna. Casi seis florines (yo cobraba una tercera parte de la recaudación). Al fin parecía que mi música se iba abriendo paso, del mismo modo que la brecha en mi cráneo se iba abriendo camino con cada golpe de jarra. De todas formas, comprendí que mi arte era minoritario y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más suntuosos. Qué fea es la palabra "suntuoso". La sustituiré por otra palabra que me guste más: y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más coches. No tocaba las clásicas cancioncillas ni utilizaba recursos facilones como la "armonía", o la "melodía", o el "ritmo", entre otros trucos baratos, como las "notas". Así pues, y con la intención de llegar a ese público selecto, elevado y disperso que sí podría disfrutar de mi arte, inventé el a-mule (analogic mule). La cosa era parecida a las descargas de hoy en día, sólo que como no existía internet, la cosa iba algo más lenta. Consistía en que, por ejemplo, un tipo que quería que tocara en su casa, para su fiesta de cumpleaños o su despedida de soltero, me tenía que enviar un a-mail (analogic mail, también llamado "carta") y yo cargaba mi clavicémbalo en mi mula y me desplazaba al lugar en cuestión. Música a domicilio. Y también portátil: en caso necesario tocaba el clavicémbalo subido a la mula mientras acompañaba, por ejemplo, a algún peregrino del camino de Santiago. El problema fueron las descargas ilegales, cada vez más frecuentes. Después de tocar, la gente se empeñaba en no pagarme, con excusas como "has hecho llorar a nuestros doce bebés", "el perro se ha arrojado al río en cuanto has empezado a tocar" o "arg, me sangran los oídos". Pf. Excusas de mal pagador. Lo peor era que muchos clientes me escribían para robarme el clavicémbalo o la mula. Sin ni siquiera dejarme tocar antes. Después de apenas unos meses, tuve que abandonar la iniciativa y, en consecuencia, el mundo de la música, cada vez más mediocre y uniformado. No me gusta criticar por criticar, pero, no sé, el Haydn este... A ver, seamos sinceros, ¿ciento cuatro sinfonías? Eso es pura avaricia comercial. Claro, al final suenan todas iguales, que sólo cambia la letra. En fin. Así nos va. Sobre todo a mí.


 
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