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El caso es quejarse
Miles de personas cortaron ayer la avenida Diagonal para protestar por el número cada vez mayor de manifestaciones. "Es lo fácil --afirmó uno de los manifestantes--: salir a la calle a gritar y a molestar. En lo que va de mes y sin contarnos a nosotros, han cortado la Diagonal tres veces. ¡Cada dos por tres llego tarde al trabajo por culpa de las manifestaciones!". Después de cortar la Diagonal, estos barceloneses emprendieron una marcha hasta la rotonda (porque eso no es una plaza) Francesc Macià, donde se leyó un manifiesto en el que se criticaba "eso de salir a la calle en manada sólo porque sí" y se animaba "a la gente que está en contra del gobierno o a favor de la independencia del Berguedà a que monte un blog o escriba cartas a los diarios y deje en paz a los ciudadanos de bien". También se recordó que las manifestaciones acaban con todo el suelo lleno de porquería: papelotes, folletos, pancartas. Como señal de protesta, el sector más radical de los manifestantes decidió quemar varios contenedores de basura, cosa que llevó a otro de los aspectos criticados por estos vecinos: los enfrentamientos con la policía. "Luego todo son peleas y sangre --explicaba una señora, mientras rociaba con gasolina a un antidisturbios inconsciente--. Con tanta manifestación, una ya tiene miedo hasta de salir a la calle". Después de tumbar unos cuantos coches y romper varios escaparates a pedradas, los manifestantes que no habían sido arrestados o ingresados en urgencias regresaron a sus casas, donde probablemente cenaron y vieron la tele un rato, que es lo que suele hacer la gente a esas horas.
Mi viaje a la Meca
Está prohibido ir a La Meca si no eres musulmán. Por este motivo, más de uno se ha hecho pasar por servidor de Alá para visitar esta ciudad sagrada. Como Sir Richard Francis Burton. O como yo mismo. Evidentemente, esta tarea que podría suponer la muerte para los cuatro inútiles de siempre, fue algo sencillo para mí, que domino el árabe, llevo perilla y tengo más que amplios conocimientos sobre la cultura y la religión de la zona. Comencé por ir a la embajada de Irán a pedir un necesario visado. Después de un par de horas, consiguieron convencerme de que no estaba en lugar correcto y accedí a acudir a la embajada de Arabia Saudí, aunque yo siguiera sin acabar de verlo claro. --¿Cuál es el motivo de su visita? --Me preguntó el funcionario de turno. --Soy musulmán y voy a peregrinar a la Meca. El tipo sospechaba, así que me habló en su lengua. --Eso es árabe --dije. Casi añadí algo así como "am malahá am malahá" entre risotadas, pero por suerte me vi interrumpido. --Veo que usted conoce el idioma. Es decir, ha estudiado el Corán en la lengua sagrada. Es decir, usted es musulmán. Tenga su visado y feliz peregrinación. Mi astucia y mis conocimientos habían engañado a ese terrorista en potencia. Con el visado, no tuve problemas para llegar a la capital del país, Riad. Sí que es cierto que unos agentes me retuvieron unas horas en la aduana hasta que pude explicar convincentemente el hecho de que un peregrino, aparte de ir en tejanos, luciera un crucifijo en el cuello. Al final me los gané explicándoles que quería ese fin (una muerte dolorosa) para todos los cristianos. Riad es una ciudad bellísima, llena de rascacielos, hombres con camisas blancas y pecho descubierto, y bultos negros que se mueven y que algunos identifican como mujeres, digo yo que por el olor, porque tampoco es que hablen mucho. El contraste de culturas es ciertamente notorio. Por ejemplo, en los bares resulta ofensivo tomar una Coca-cola. No les gusta que lleves una camiseta con el tío Sam diciendo: "We need you for the U.S. army". Es posible que te miren mal si, por ejemplo, te levantas para ir a buscar tu té a la barra y sueltas algo así como: "Si Mahoma no va a la montaña..." Desde luego, no te aconsejo que te rías cuando te saluden con un "salam aleikum". Y tampoco se te ocurra preguntar si no hay nadie que "hable en cristiano" en ese "desierto de mierda". Cuando salí del hospital (dos costillas rotas y dieciséis puntos en varias partes de la cara, nada serio), ya había aprendido esa poco agradable lección. Decidí alquilar un coche para ir hasta la Meca. Tardé en llegar más de lo esperado porque me despisté y cogí la carretera para no musulmanes. El inconsciente, que me traicionó. Un poco más y me descubro ante las autoridades, con la tontería. Suerte que al menos la gasolina es barata y el rodeo no me dejó en la ruina. Sólo tuve que cavar un hoyo y salió a chorro. En serio. Ya en la Meca, nada más aparcar y poner un pie en el suelo, vi como una turba de histéricos se dirigía hacia mí, gritando y con los ojos encendidos en sangre. Una clara muestra de la habitual intolerancia de los fanáticos musulmanes. Por suerte, unos soldados árabes me sacaron de allí a rastras. Logré hacerme entender mezclando inglés con palabras que yo me inventaba y que sonaban a árabe. Y ellos lograron hacerse entender mezclando inglés con palabras que sí que eran árabes y con algún que otro porrazo extraviado. Al parecer, no podía aparcar donde lo había hecho. Como se ponen los árabes con esto del civismo, pensé. Con poner una multa hubiera bastado, digo yo. En todo caso, que lo sepa todo el mundo: en el patio donde está la Kaaba no podéis aparcar, por mucho que a según qué horas esté vacío. Pasé dos meses en una cárcel de Arabia hasta que las gestiones del embajador español consiguieron que se me conmutara la condena de medio año de prisión por la de pena de muerte. Un error del traductor permitió que se me pusiera en libertad.
Corrupción (cadavérica) en Chile, 2 (de 2)
De vuelta en el hotel, me puse a pensar en dónde podría estar escondido Pinochet. Con sus treinta millones de dólares, sin contar lingotes de oro, podía estar en cualquier parte del mundo: las islas Fidji, Mykonos, la luna, Port Aventura, Minsk, una caja fuerte suiza... No había rincón del planeta que no estuviera al alcance de ese tipo. Pero, claro, al fin y al cabo no se trataba más que de un viejo absurdo. Seguro que quería ir a algún sitio que le recordara los buenos tiempos, quizás estaba con alguno de sus amigos de la juventud. Alguno que quedara vivo. Sonreí. Lo tenía. Llamé al aeropuerto y reservé un billete para Washington. Pinochet estaría oculto en casa de Henry Kissinger. Volví a llamar al aeropuerto y cancelé el billete. Jamás he estado en Washington y tendría el mismo problema con las calles que en el caso de Santiago de Chile. Volví a comprarlo: decidí que me inventaría los nombres. Llegué al aeropuerto Abraham Lincoln y pedí un taxi, que, como cualquiera que haya ido a Washington sabe, en esa ciudad son de color lila y verde. Le pedí al conductor que me llevara a la avenida Gravens, cerca de Woggins Square, donde Kissinger tenía su residencia. Antes vivía en Parins Road, pero se mudó a una casa más pequeña cuando sus hijos se independizaron. Me gustaba más la casa de Parins, porque estaba cerca del parque Wreig Costal North y de un acogedor restaurante de la calle Acandemor. La seguridad de la mansión era impresionante. El interfono de la verja tenía CÁMARA. Es decir, no pude limitarme a contestar "Nixon" cuando Kissinger me preguntó quién era, sino que además tuve que mostrar al objetivo una foto del ex presidente para resultar creíble. Suerte que siempre llevo una en la cartera. El caso es que el confiado ex Secretario de Estado y Premio Nobel de la Paz me dejó pasar, sin ni siquiera sospechar que Nixon llevaba años muerto. Por cierto, es curioso eso del Nobel. Le iban a dar el de química, por los experimentos con gaseosa desarrollados en todo el mundo, pero al final le dieron el otro por un error burocrático. Se ve que en sueco si le quitas la tilde a "química", estás escribiendo "paz". (Nota: es posible que alguno o todos los datos de esta narración sean falsos.) Cuando Kissinger abrió la puerta, mostró cierta indignación. --Otra vez me han vuelto a engañar con lo de la foto. Si viene usted a cobrar lo de la comunidad, ya le he dicho al... --No, no... ¡Vengo a por esa sucia rata que tiene escondida! --Oh, estupendo. Verá, llevo días oyéndola roer los cables en el basement... Digo basement y no sótano porque soy americano... Es increíble lo rápido que han venido. Pensaba llamarles mañana por la mañana. --¡Me refiero al dictador! --Ah, ¿usted uno de los esbirros de Garzón? --¡Sí! ¡Y a mucha honra! ¡Anda que no mola el flequillo canoso! --Pero si ya no lo lleva. --Pero ahí están las fotos. En fin, entréguemelo. Al dictador, no a Garzón. Lo podemos hacer por las buenas o por las malas. --Por las buenas se lo doy sin más, supongo. ¿Y por las malas? --Le entrego este maletín con cinco millones de euros. --¿Esas son las malas? --Sí, son malas para mí. Ese dinero sale de mi sueldo. --¿Y si vamos a medias? --Oh, no podría hacer eso. Sería poco ético. Piense que voy a declarar los cinco millones y este año igual me desgravan un trece por ciento y hacienda me devuelve algo. El año pasado fueron cincuenta y nueve euros con setenta céntimos. --No me gustaría perjudicarle, así que me quedaré con todo el dinero. El dictador está en el piso de arriba. Descansando y recuperándose de los ajetreos hospitalarios. Está viendo American Idol. Es como Operación Triunfo, sólo que en inglés. --¿Y? --No, nada, sólo comentaba. Iba a entrar sin llamar en la habitación donde Pinochet estaba escondido, por aquello del factor sorpresa, pero me pareció de mala educación, así que golpeé con los nudillos. --Un momento, que me estoy cambiando la camiseta. Llevaba una del Che, je je... Poco apropiada en este país. Ahora sí, adelante. Entré. Allí estaba el dictador, con su larga y cana barba, vestido con un chándal Adidas rojo y fumando un habano mientras leía el Granma. Le agarré por el pescuezo y lo metí en un saco que llevaba preparado en el bolsillo de la chaqueta. Lo malo es que con esto de las normas de seguridad de los aeropuertos tuve que facturarlo. Perdieron el paquete y tal, pero al final lo recuperaron. Se había quedado en el aeropuerto de Ámsterdam por un error con la escala. Llegó dos días más tarde. Por desgracia, Baltasar Garzón me informó de que me había equivocado: al parecer no había capturado a Pinochet, sino a Santa Claus. (Ah, Kissinger, me la has vuelto a jugar. ¡Me vengaré!) Y, además, durante el trayecto, en fin, cómo decirlo... Digamos que en el aeropuerto de Ámsterdam no le alimentaron como es debido. Vaya, que no le alimentaron en absoluto. Como no informé de que era una mascota. En fin. Culpa mía. Lo reconozco. Ejem. Lamento decir que miles de niños se quedarán sin regalos estas navidades. Ejem. Sí. Pero, bueno, los regalos tampoco son lo más importante, ¿no? Está eso del amor. Y las reuniones familiares. Y, er... En fin. Tengo que... Tengo que irme. Ejem. Ejem.
Corrupción (cadavérica) en Chile, 1 (de 2)
Acabo de llegar de América. He pasado allí un par de días por orden del juez Garzón, comprobando si Pinochet realmente estaba muerto o sólo era una de sus artimañas para eludir la acción de la justicia. (Sí, ya sé que ayer estaba en Barcelona, pero he podido salir y volver hoy mismo gracias a la diferencia horaria.) Llegué al aeropuerto Americo Vespucci por la mañana. El taxi me dejó en mi hotel cercano a la Piazza San Marco. Sin deshacer las maletas, salí a la calle a palpar el ambiente. Bajé por la Via Ginoria, y di una vuelta por el centro, acercándome al Duomo y a la Piazza della Signoria, donde partidarios y opositores del dictador se enfrentaban arrojándose las estatuas de la Loggia dei Lanzi... EL CLÁSICO COMENTARISTA DE BLOGS POLÍTICOS: ¡Un momento! Esas no son las calles de Santiago. JAIME: Ya, pero es que nunca he estado en Chile y quería darle cierta verosimilitud a mi relato. ECCDBP: Ah, bien, de acuerdo. Creo que el argumento falla, pero no sabría decirte por dónde. JAIME: Como iba diciendo, la situación política que vivía el país hacía necesario que desarrollara mi actividad lo más discretamente posible, así que corrí al hotel a quitarme la alegre camiseta que llevaba puesta y en la que se podía leer: "He venido a profanar la tumba de Pinochet". Como me sobraba tiempo hasta que tuviera que desempeñar mi labor, decidí visitar la Galleria degli Uffizi y cenar en Pepò, mi restaurante favorito de Santiago de Chile. Ya por la noche, me acerqué a la Escuela Militar, donde estaba expuesto el cadáver del dictador. Había un par de militares vigilando en la puerta, así que decidí simular ser una rata fascista y pedirles a los guardias que me dejaran acercarme al féretro para darle mi último adiós al augusto Pinochet (este juego de palabras es sensacional). Quizás fue mi acento español, a lo mejor alguien se había ido de la lengua, puede que me delatara la camiseta del Che. No lo sé. El caso es que los soldados amenazaron con arrestarme si no me largaba de allí. Mientras pensaba en cómo podría entrar, me di cuenta de que ya estaba dentro. La verdad, ja ja, lo pienso y es gracioso. Me dijeron que me largara y, claro, estoy acostumbrado a que me digan eso a las tres de la mañana en algún bar y, en fin, automáticamente, en plan acto reflejo, abrí la puerta, como para largarme antes de que me echaran a patadas, que es lo que hago siempre cuando me echan de los sitios, sólo que la puerta, en este caso, era para entrar, y no para salir. En fin. Estuvo bien. Gracias a mi inconsciente astucia, había conseguido llegar a apenas unos metros del supuesto cadáver de Augusto Pinochet. Sorteé los pupitres (al fin y al cabo, estaba en una escuela, por muy militar que fuese) y llegué hasta el ataúd. La primera parte de mi misión era fácil: comprobar si el cadáver era humano. Abrí el ataúd y le arranqué al muerto el lóbulo de la oreja izquierda de un mordisco. Sabía a carne. Primera parte de la misión completada con éxito. La segunda era averiguar si ese humano sin vida era o no el dictador. Le abrí la boca y le miré la dentadura. Los dientes son clave en la identificación de cualquier persona. En este caso, estaba clarísimo que no era Pinochet: su familia le había respetado las muelas de oro. Pero en tal caso, ¿dónde estaba Pinochet? Tenía que encontrarle. De regreso al hotel compré productos típicos chilenos para traerme de vuelta a Barcelona: pasta, parmesano, vinagre balsámico y aceite de la región.
You know what they call a Quarter Pounder with Cheese in Paris?
Me parece un escándalo esto de la publicidad, venta e ingestión de las hamburguesas gigantes. Con lo que nos costó ganar la guerra del 93. Estos jóvenes de hoy en día no saben lo que significa la palabra libertad. Todo sería muy diferente si se hubieran visto rodeados de aquellos trozos de vaca deshuesada, si hubieran perdido a un amigo asfixiado entre los panecillos asesinos, si hubieran visto cómo una patata frita le atravesaba el pecho al sargento Cortés. Durante los primeros seis meses de guerra parecía que íbamos a perder. Los soldados, obesos, se arrastraban por las trincheras, sudando tanto que muchos llevaban una toalla en el cuello. La mayoría no podía ni respirar. Tengo clavado en la memoria el quejido de sus pulmones, aplastados por los kilos de grasa de aquellas enormes barrigas. Apenas nos salvamos porque los americanos se pusieron de nuestra parte, con sus refrescos light, y luego además vinieron los japoneses con el pescado crudo y la repugnante soja, con ese bendito sabor a bayeta húmeda. Y al final casi fuimos masacrados por culpa de los italianos. Parecían nuestros aliados, hasta que sacaron aquellas pizzas a nuestras espaldas. No quiero ni recordarlo. Les... les... les llamabas por teléfono y te traían... Y la masa era... No era fina... Era... Parecía un colchón... No puedo ni... ni pensar en ello... Ni siquiera eran italianas... No sé de dónde... Y ahora nos vendemos otra vez al enemigo. Éste es el respeto que los jóvenes muestran por sus mayores. Ya deberían saber que el ejército gastronómico español no podrá resistir otra invasión del colesterol. ¿Con qué nos defenderemos? ¿Con la fabada? ¿Con turrón? ¿Con un atascaburras? En fin. Esta nueva generación necesita una guerra, lo llevo diciendo desde antes incluso de que esta generación naciera. Hay que limpiar sus filas.