noviembre 2024 | ||||||
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Eso es bueno
A: ¿En qué trabajas? B: Pues voy a una oficina, tomo nota de algunas palabras sueltas que oigo en conversaciones ajenas y leo en mails que me envían, y luego las voy usando en frases propias que digo o escribo, procurando que tengan sentido. Claro que no siempre funciona. A: Oh, yo hago más o menos lo mismo. B: Sí. Es un sector amplio. A: Y con futuro. B: Tiene muchas posibilidades. Lo malo es que hay mucha faena. A: Muchas horas, sí. B: Y mucha tensión. El otro día me despisté y usé las palabras balance, cuadrar y sinergia en la misma frase. Por suerte, nadie se dio cuenta, aunque creo que hubo uno que me miró raro. A: Yo tuve que dejar mi anterior trabajo porque me descubrieron. Una mañana vino una compañera cargada con unos papeles que yo le había preparado. Quería preguntarme unas cosas que no tenía claras. B: Joder, ¿y qué hiciste? A: Le di dos besos, corrí a por una caja, metí mis cosas, bajé a la panadería, compré unas pastitas y me despedí de todo el mundo. B: ¿Dimitiste? A: ¡Ah! Esa es la palabra que estaba buscando. Dimitir. Llevo tres años intentando saber qué hice. Pues eso, dimití. Sólo era cuestión de tiempo que aquella chica se diera cuenta de que aquellos papeles eran inventados, y en el expediente queda mejor un cese voluntario que un despido. B: Claro. A no ser que… A: ¿Que qué? B: Que esa chica también estuviera disimulando. Queda muy bien hacer preguntas para disimular. Y tiene la ventaja de que no hace falta escuchar las respuestas. A: ¿Tú crees que ella…? B: ¿Le dejaste preguntarte algo? A: No… Maldita sea. B: Imagina: a lo mejor ella trabajaba en lo mismo que tú… A: El noble y antiguo ejercicio de disimular detrás de una mesa… B: Y sólo hubierais tenido que intercambiar cuatro frases… A: Para darnos cuenta de que nos gustamos… B: La hubieras invitado a tomar café… A: Rehuyendo el trabajo como tema de conversación… B: Más que nada porque ninguno de los dos sabría qué decir al respecto… A: Y de ahí al matrimonio, nada, cuatro pasos. B: Ahora tendríamos hijos. A: No creas: no todos los matrimonios acaban mal. B: Y una hipoteca. A: O dos. ¿Era guapa? B: Muchísimo. Sus rizos dorados caían sobre el informe y sus ojos azules se clavaban en mis pupilas, mientras su voz que sonaba como un laúd me decía: "¿Tienes un minuto? Necesito hacerte unas preguntas sobre estos informes que me dejaste el otro día en la mesa" ¿Un minuto? ¡Tengo toda mi vida! ¡Te quiero, maldita sea, TE QUIERO! A: Ah, las oportunidades malgastadas. Una pena. B: Sí. Bueno, tengo que irme. Que ahora vuelvo a la oficina. A: Sí, yo también. Tengo una de trabajo. B: Eso no es nada: yo tengo una de trabajo. Pero no me quejo: eso es bueno. A: Sí, o eso dice todo el mundo. B: ¿Qué haríamos si no trabajáramos? A: ¿Aprender a tocar la guitarra? B: Y morirnos de hambre. A: A lo mejor tendríamos una exitosa banda de rock. B: ¿Perdona? A: No sé. He dormido poco. Tengo tanto trabajo. B: Sí, yo también. A: Eso es bueno. B: Eso es bueno.
Los Reyes Magos existen casi con toda probabilidad
El distinguido (o más bien distinguible, ya que nos referimos a su altura) profesor Jakob Adenauer ha publicado un estudio en la prestigiosa (o mejor dicho… No, prestigiosa está bien) revista Socionomics en el que plantea que es más probable que los Reyes Magos, Papá Noel y compañía existan a que los niños reciban los regalos de Navidad de sus padres. Según Adenauer, la única prueba de que los reyes son los padres es justamente la "palabra de estos, mientras que no conocemos la versión de los siempre discretos Gaspar, Melchor y Baltasar, a quien nadie extrañaría que no se vieran molestos por el hecho de que otras personas se adjudicaran los méritos que les corresponden". Según el científico alemán, las declaraciones paternas han de ser "examinadas críticamente como no se ha hecho hasta ahora", dado que los progenitores son "una parte interesada: pretenden comprar el amor de sus hijos con la remota y probablemente vana esperanza de no morir solos en un asilo". Hay que tener en cuenta que la mayoría de los padres no se comporta con sus hijos como debiera a lo largo del año, limitándose a aparcarles "frente a la tele o en actividades extraescolares absurdas, como piano o clases alguna lengua extranjera con mayor o menor futuro". Así, no es de extrañar "primero, que se apropien las buenas acciones de los demás y, segundo, que los Reyes apenas les traigan una corbata horrible o alguna colonia barata: cosa que demuestra que no han sido lo suficientemente buenos a lo largo del año". Otra prueba que aduce Adenauer es que "dada la cantidad de gente que abarrota los centros comerciales en estas fechas es físicamente imposible que las personas normales tengan tiempo de comprar todos los juguetes necesarios y que las tiendas tengan espacio para almacenarlos". Además, según los cálculos del alemán, la cantidad de personas que visita las jugueterías de cualquier capital de provincia durante un fin de semana de diciembre triplica la reserva media de juguetes media, por lo que es "materialmente imposible que se compren todos los regalos necesarios por el procedimiento mercantil clásico".
Joseph-Mary
Aznar demuestra sus don de lenguas en Libro de notas, gracias a una hábil entrevista firmada por su no demasiado seguro servidor de ustedes, o más bien vosotros, que no vamos a exagerar ahora con formalidades innecesarias e incluso hipócritas: José María Aznar: "Πρεπει να καταπολεμηθει η απειλη καθυστερουμενων"
Tres
Convencido de que a la tercera va a la vencida, lo hacía todo tres veces: si a la primera le había salido bien, no dudaba, dado su carácter perfeccionista, de que hubiera margen para la mejora; y si le seguía saliendo mal a la tercera, desistía, sospechando que aquello simplemente no se había hecho para él. Así, se duchaba y afeitaba tres veces al día, se anudaba la corbata tres veces cada mañana, saludaba a todo el mundo con tres buenos días, reiniciaba el ordenador tres veces antes de ponerse a repetir en tres ocasiones cada una de sus tareas diarias e incluso se cepillaba los dientes tres veces cada una de las tres veces que se los cepillaba cada día. No era así sólo para las cosas pequeñas y que requerían de simple método: se había quedado en el tercer piso en el que había vivido, sin considerar la posibilidad de mudarse, y pensaba jubilarse en la empresa para la que trabajaba, que era la tercera en la que había estado en toda su vida. Además era católico, satisfecho con la superioridad de la Santísima Trinidad, aunque algo escamado por el hecho de que los evangelistas fueran cuatro y los mandamientos nada menos que diez. Sin embargo, le asaltó una duda: ¿debía divorciarse de su tercera esposa, la madre de su tercer hijo? Era su tercer matrimonio, pero eso significaba que sólo se había divorciado dos veces. Si quería mantener la coherencia de sus ideas, debería divorciarse de nuevo para no volver a casarse ya nunca. Una tarde, mientras tomaba su tercer café del día con sus habituales tres cucharadas de azúcar, le comentó esa posibilidad a su mujer, incluyendo la idea poco ética, pero igual aconsejable, de hacer trampas: podrían seguir viviendo juntos una vez divorciados. Su esposa se puso a llorar y le retiró la palabra durante nada menos que cuatro días, para escándalo de su marido. ¿Cómo podía comportarse así aquella mujer tan inteligentemente escogida, la tercera y última de sus hermanas --igual que sus anteriores esposas--, y por tanto el mejor fruto que podían dar sus padres? Después de alguna que otra discusión, decidieron posponer la decisión unos meses, hasta su tercer aniversario. Fue por esa época cuando su mujer se decidió a sabotear su modo de vida. Le hacía creer que el despertador sólo había sonado dos veces y que, por tanto, podía apurar un poco más en la cama; comía o incluso tiraba a la basura el número necesario de huevos, mandarinas o galletas para que a su marido le quedaran como mucho dos; se negaba a hacer el amor más de dos veces el mismo día; con relativa frecuencia, cortaba el agua antes de la tercera ducha de su marido, aduciendo una avería inexistente; también le destrozó el tercer coche a martillazos, sumiéndole en una duda que le parecía demasiado terrible para ser real: gastarse en la reparación una suma de dinero que no tenía o adquirir un cuarto vehículo. La mujer le dio el golpe de gracia el día antes del aniversario: le dijo que estaba embarazada de su segundo hijo (de ella) y el cuarto (de él), para luego anunciarle que le dejaba. "Te quiero demasiado --le dijo-- como para que renuncies por mí a tus ideales". Absolutamente desorientado, perdiendo la cuenta de todo cuanto hacía, el pobre tipo comenzó a preguntarse si sería posible nacer un par de veces más, para poder repetirlo todo de nuevo, pero esta vez bien.
Malo conocido
Convencido de que era mucho mejor malo conocido que bueno por conocer, Santi veía cada viernes la misma película. Un dvd con una americanada más o menos simpática que le ayudaba a pasar el rato antes de irse a cenar con sus amigos de toda la vida al restaurante de siempre y luego tomar un par de martinis en el bar al que iban cada semana. Santi era consciente de que había por ahí muchas películas mejores que aquella. Simplemente no quería correr riesgos. Además, no era nada ni remotamente parecido a un cinéfilo: lo único que ocurría era que tenía los viernes por la tarde libres y necesitaba llenar un par de horas con algo de entretenimiento poco o nada exigente. Una noche, en el bar de siempre, un amigo le presentó a una compañera de trabajo con la que se había encontrado por casualidad, ya que la chica en cuestión no había estado nunca en aquel sitio, para sorpresa de Santi. Estuvieron hablando un rato, se cayeron bien y se intercambiaron teléfonos. Sólo el número, claro, no los aparatos. Santi hizo este chiste porque era el que siempre hacía las raras ocasiones que intercambiaba teléfonos (el número) con una chica. Quedaron para tomar café en la cafetería favorita de Santi. La única a la que iba, de hecho. Estuvieron tan a gusto y se rieron tanto que Santi pensó que aquello podía funcionar, que se veía sentado en el sofá los viernes por la tarde, disfrutando (más o menos) su película, con una lata de coca-cola en la mano, lata que siempre acababa justo cuando el protagonista entraba en el edificio abandonado donde se escondían los malos. Y se lo dijo. Le dijo, podríamos ir a ver una peli. Y él se refería a esa peli, la única, pero ella entendió "una" como "cualquiera" y le dijo que vale, que acababan de estrenar una que tenía muy buena pinta. Santi intentó mostrar cierta reticencia, pero era consciente de que apenas conocía a aquella chica y no podía decirle así como así que fueran a su casa a ver esa peli, porque ella igual creía que su única intención era que se acostaran y, si bien quería acostarse con ella, no se trataba de eso: también le apetecía ver el dvd. Así, tímido y deseoso de causar buena impresión, cedió a los deseos de la compañera de trabajo de su amigo y el viernes siguiente fue con ella a ver aquel estreno. La película resultó ser un tostón insufrible. Aburrida, tonta, con diálogos tan ridículos que hacían sentir vergüenza ajena. La chica no tuvo ningún reparo en reconocerlo a la salida: vaya porquería, le dijo, a ver si otra vez acertamos. Santi la miró, con sorpresa y odio: no habría próxima vez, no pensaba dejarse arrastrar de nuevo a cometer esa clase de errores. El viernes siguiente vería su dvd, con su lata de coca-cola en la mano, acabándola justo cuando el bueno entrara en el edificio abandonado donde se esconden los malos. Si aquella pobre desgraciada quería seguir dando tumbos de cine en cine con la vana esperanza de encontrar una película aceptable, era su problema y Santi no pensaba formar parte de él.