jueves, 29. enero 2009
Jaime, 29 de enero de 2009, 15:34:39 CET

A perpetuidad


Se está cometiendo una terrible injusticia conmigo. Comprendo que cometí un crimen horrible y que merezco un castigo, hasta ahí no tengo nada que decir, pero esta condena sobrepasa lo humanamente concebible, a pesar de lo horrendo del crimen. Horrendo a decir de la mayoría y daré el adjetivo por bueno aunque habría mucho que comentar al respecto. Porque en todo caso y por muy espantosas que fueran mis acciones, no merezco, ni muchísimo menos la pena que se me ha impuesto. De acuerdo: la cadena perpetua puede ser un castigo justo en determinadas circunstancias. Y podría serlo --no lo negaré, al menos por ahora-- para los delitos que yo he cometido. Pero no lo es si se aplica a mí. Sí, a mí. Porque cualquier otra persona, al menos por lo que yo sé, se quedaría en la cárcel los restantes veinte, cuarenta o cincuenta años de su vida, los que fueran. Pero yo... Yo no lo tengo tan fácil. Porque, como ya intenté aducir durante el juicio, soy inmortal. No puedo pasarme la eternidad en una celda. No es justo. Puedo admitir --y lo haré sólo para probar mi razonamiento y no porque esté de acuerdo-- que sería hasta cierto punto justo encerrarme hasta que murieran los familiares más cercanos de aquellos a quienes, bueno, asesiné, digámoslo así, ya que es lo que dice la prensa, aunque ya sabemos todos que la prensa cojea de tantos pies que va en silla de ruedas. Pero una vez esta gente haya muerto y su sed de venganza --me resulta difícil usar el término justicia para referirme a las consecuencias de mis actos-- no pueda saciarse más, ¿qué sentido tiene mantenerme aquí? Porque yo no habré muerto. Y a los, no sé, nietos de sus primos no creo que les importe ya mi suerte, si es que les importa ahora. Soy consciente de que mi inmortalidad ni siquiera fue tratada en mi juicio. pero no fue culpa mía: mis abogados se negaron a usar ese recurso y una vez los despedí y decidí defenderme a mí mismo, el juez se negó a tener en cuenta mi, digamos, singularidad. Y eso a pesar de que al fiscal le salió mal su jugada: insistió en que pretendía hacerme pasar por loco para conseguir una pena reducida y trajo a un perspicaz psiquiatra que dio buena cuenta de mi excelente salud mental. La consecuencia lógica no es difícil de deducir: si no estoy loco, es porque digo la verdad. Comprendo que es difícil de creer. Al fin y al cabo, todo el mundo muere, o eso parece. Sin embargo, hay no pocos hechos que prueban que yo eludiré ese fin fatal. Para empezar, nací en 1977 y desde entonces no me he muerto nunca. Me rompí un tobillo y no guardo ninguna secuela, cosa que da buena cuenta de mi inusitada capacidad de regeneración. Conservo todo el cabello y no luzco ni una sola cana. Mi apariencia juvenil es la envidia de mis compañeros de trabajo: aparento menos años de los que tengo porque me quedé estancado en los veinticinco. Es más, desde entonces luzco este mismo grano en la mejilla, sin que haya cambiado un ápice. Estoy seguro de que ningún dermatólogo podría encontrar una explicación razonable a esta anomalía. Exijo por tanto que se revise mi condena y se adapte a mis circunstancias especiales. ¿Qué tal cuarenta años? ¿Cincuenta? No estoy pidiendo ningún trato especial, al contrario: de ser mortal, no hubiera vivido muchos años más. Sí, cuando salga tendré toda la vida por delante, y eso puede dolerle a muchos. Pero cuarenta años son muchos años. Demasiados, incluso. Pero sentémonos y comencemos a hablar partiendo de ahí.


 
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