martes, 3. junio 2008
Jaime, 3 de junio de 2008, 17:15:26 CEST

Hoy en día todo es demasiado fácil


Cuando era niño y no había tele ni pleisteisions de esas, nos sentábamos en el suelo (porque tampoco había sillas) y nos aburríamos como ostras. Si hubiera habido revólveres, nos hubiéramos pegado un tiro, pero no se inventaron hasta 1814. Ah, el horror. Hubiéramos salido a la calle a jugar, pero por aquel entonces las cosas no eran tan fáciles como ahora: estábamos en guerra. Por la mañana nos bombardeaban los nazis; por la tarde, los soviéticos; por la noche, Al Qaeda. Además, ¿para qué salir a la calle, si siempre estaba nevando? El tiempo no estaba loco, pero era bastante hijo de puta. Y las bicis no eran como hoy en día, que tienen marchas y sillines y entrada usb. No. Nuestras bicicletas no tenían ruedas y nos veíamos obligados a pedalear con los pies mientras hacíamos fuerza con los brazos para ir dando saltitos. Por no hablar del fútbol. No teníamos pelotas porque eran muy caras (antes de que se inventara el plástico, las hacían de oro) y jugábamos con los cráneos de nuestros amigos muertos de tuberculosis, viruela y poliomelitis. Y qué hambre pasábamos. Nadie cocinaba como nuestras madres, eso sí. Pero porque nadie cocinaba. Tomábamos sopa de piedras, que daban sabor al agua. Mal sabor, pero sabor al fin y al cabo. No me extraña que setenta y nueve de mis cincuenta y cuatro hermanos murieran antes de cumplir los ochenta y dos años. La vida era muy dura. Recuerdo una vez que fui con mi hermano (no recuerdo cuál, los confundía a todos porque además varios eran parejas de gemelos) de Sants a Barcelona. Antes Sants era un pueblo diferente y separado, y para ir a Barcelona uno tenía que coger un avión. Nosotros ya nos divertíamos con sólo coger un avión y no como los niños de ahora, que se aburren en los aviones. Y eso que los nuestros no iban a motor. Los aviones de antes eran como carros, sólo que volaban y en vez de burros se ataban varios cientos de palomas para que tiraran de ellos. También había asaltadores. Se cruzaban en nuestro camino, gritaban: "El equipaje de mano o la vida" y les teníamos que dar lo que lleváramos encima, incluyendo los libros de crucigramas y los reproductores de mp3. El caso es que fuimos a Barcelona porque teníamos un encargo de nuestra madre: nos había enviado a comprar majoletas y azofaifas para hacer confitura. Estábamos superorgullosos porque era la primera vez que nos dejaban ir solos a la ciudad. En mala hora, porque aquel día justo comenzó la segunda guerra carlista. Las diecisiete guerras carlistas que tuvieron lugar entre 1630 y 1987 dividieron el país en dos: los partidarios de un tal Carlos y los que estaban en su contra. También había gente a quien Carlos le daba un poco lo mismo, pero en su mayoría eran zurdos y todo el mundo ya sabe lo que opino de esos hijos del diablo. Explico esto porque la educación es cada vez peor y los chavales de hoy no saben esas cosas. Sólo saben ir a las discotecas y quedarse sordos por culpa del alcohol y las pastillas. El caso es que nos vimos atrapados en medio de un tiroteo. Las armas de fuego de antes eran muy rudimentarias. Hacían falta dos hombres para disparar una bala. Uno la escupía muy fuerte y otro a su lado gritaba: "¡Pi-ñauuu!" Una me alcanzó en el brazo. Mi hermano me agarró e intentó sacarme de allí. Yo le murmuré: "Las azofaifas... Las majoletas...", y me dijo que tenía razón, que lo que diga una madre es lo primero, así que me dejó en el suelo y se fue al mercado a por la fruta. Mi madre luego se pondría de su parte: apenas nos quedaban dos sacas de azofaifas y media de majoletas. Perdí la conciencia. Fue del susto, porque la bala sólo me había dejado un punto rojo en la piel. Pero antes éramos más inocentes y nos impresionábamos con más facilidad. Desperté en casa de unos señores ricos americanos a quienes la guerra había sorprendido durante unas vacaciones. Me dieron de comer hamburguesas y patatas fritas. Nunca antes había probado las patatas fritas a excepción de los jueves por la noche, cuando cenábamos huevos con patatas, así que imaginaos mi sorpresa cuando probé las patatas fritas por primera vez EN MARTES. Un mundo nuevo de sabor se abrió ante mí. Yo no lo sabía, porque nunca había ido al cine (yo siempre he sido más de ópera), pero aquellos americanos eran dos actores famosos: Brad Pitt y Angelina Jolie. Me hubieran adoptado si mi padre no se llega a presentar con la garrota. Al final lo adoptaron a él. Es que era muy bajito y eso creó cierta confusión. Triunfó en Hollywood con el nombre artístico de Mickey Rooney. Nunca volví a hablar con él. Entre otras cosas, porque en aquella época no había teléfonos, y no como ahora, que cada vez son más pequeños y tienen más luces y dibujos, que parecen ovnis... Ah, los ovnis. La maldita contaminación acabó con ellos. Si es que los jóvenes de hoy en día tienen todas las facilidades. No como nosotros, que teníamos que sobrevivir con las dos megas y media de memoria de Hotmail. Tendrían que torturar a todos los niños para que supieran lo que es sufrir, que si no, se malacostumbran. Amputar alguna pierna, dejar a algunos huérfanos, servir sopa de piedras. Que aprendan que la vida no es un camino de rosas. No. Porque si fuera un camino de rosas, nos hundiríamos y costaría mucho caminar. En algún sitio tiene que haber asfalto. Por una cuestión de comodidad.


 
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