octubre 2004 | ||||||
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septiembre | noviembre |
Acerca de los paseos. Algunos ejemplos
La mayoría de la gente que va caminando por la ciudad no pasea, sino que se desplaza. Incluso aunque crea y afirme estar paseando. Es decir, va de un punto a otro. Viene de un sitio y va a otra parte, donde se detendrá y hará lo que tenga que hacer. Y eso no es pasear. No tengo nada en contra de los desplazamientos. Son absolutamente imprescindibles. Si uno no se desplaza, no llega a ningún sitio. Y es importante llegar a los sitios. Si no, seríamos plantas. Pasear es otra cosa: caminar sin rumbo fijo. Evidentemente, se comienza en un punto y se acaba en otro, pero el destino se desconoce. Se puede intuir, incluso a medio camino se puede decidir. Pero en todo caso no se trata de un "oye, vamos a tal sitio que tengo que hacer tal cosa", sino, como mucho y en el peor de los casos, de un "oye, ya que estamos aquí, vamos a tal sitio que igual puedo hacer tal cosa". Los paseos siempre se han menospreciado. Se consideran una actividad de viejos o de enamorados. A los viejos y a los enamorados también se les menosprecia, pero a veces con razón. En cambio, despreciar los paseos es siempre injusto. El escritor y caminante Josep Maria Espinàs decía en una entrevista que él no le da tanta importancia a la literatura, que para él sí que es importante porque es escritor, pero afirmaba ser consciente de que escribir no es más fundamental que la biología o que pasear. Con su habitual modestia nada forzada, Espinàs le quitaba hierro a sus textos y, ya de paso, a todos los textos. Sin embargo, creo que en realidad con esas palabras no rebajaba la literatura, sino que incorporaba los paseos a esa posición de actividad privilegiada. Porque dudo mucho que el ejemplo fuera casual. Sobre todo tratándose de una persona que sabe tanto de caminar y de pasear, como atestiguan sus libros y sus artículos. Es decir, pasear es tan importante como escribir. O como la biología. O como dormir. O como respirar. De hecho, pasear es una forma de oxigenarse. No voy a hacer una tipología del paseo. Al fin y al cabo, cada uno pasea como quiere. A veces, como puede. Pero sí que pondré algunos ejemplos con sus correspondientes indicaciones. A título personal y sin intenciones ni siquiera orientativas. Tan sólo para dejar constancia de que pasear es una de las actividades que han hecho más bien por la civilización desde antes incluso de Aristóteles. Se puede pasear solo. Uno simplemente camina, preferiblemente bajo esa luz de media mañana que le sienta tan bien a Barcelona. En estos casos, lo mejor es mirar hacia arriba. Los techos, los áticos, las copas de los árboles. Es un tipo de paseo ideal para fabricar cosmovisiones y respuestas completas y satisfactorias a la pregunta por el sentido de la vida. Es recomendable olvidar las conclusiones una vez se vuelve a casa. No porque estas conclusiones no sean acertadas, que siempre lo son, sino para poder llegar a ellas de nuevo durante el siguiente paseo. Se puede pasear mientras se escucha la radio. Nada de fútbol, por favor. Ni de informativos. Música o, en todo caso, magazines. La mejor forma de pensar en temas para cuentos o artículos. En este caso, es mejor anotar esas ideas que olvidarlas, aunque tampoco es imprescindible. Con música o sin ella, conviene ir fijándose en la gente, aunque sólo sea de vez en cuando. Si se va sin auriculares, es buena idea escuchar los trozos de conversación que uno cace al vuelo. Incluso seguir más o menos disimuladamente a esas personas, si su conversación es lo suficientemente interesante, es decir, si su conversación es mera cháchara sin sentido. En estos casos, lo que se puede hacer es aprovechar este material para escribir esa gran novela sobre la Barcelona del cambio de siglo que siempre esperamos comenzar uno de estos domingos por la tarde. Por supuesto, también se puede pasear acompañado, aunque no recomiendo que esta clase de paseos se hagan con más de una persona. Para pasear hay que tener un grado de intimidad y compenetración extremos, ya que uno no puede ir corrigiendo el rumbo, al no haber rumbo que corregir. Los pasos de ambas personas han de seguir el mismo camino sin que ninguno tenga que indicarle nada al otro, al menos conscientemente. Y es que en el momento en que se escoge un camino, uno deja de pasear para desplazarse. Peligro siempre presente, pero aún más cuando el paseo lo dan dos personas: tienen el doble de posibilidades de equivocarse. Con esto queda claro que el riesgo es demasiado elevado como para intentar pasear con más de un compañero. O con niños. Por tanto, este tipo de paseos es para enamorados o casi enamorados, parejas que al menos se sientan atraídas, lo sepan o no, y estén obviamente destinadas a compartir el resto de sus vidas o, como mínimo, algunas horas en la cama. Los paseos entre dos permiten disfrutar de la compañía de la otra persona cuando a ninguno se le ocurre qué hacer o qué decir. El rutinario espectáculo de la calle puede proporcionar algún tema de conversación, pero siempre ligero y obviable. Lo que importa aquí es el contacto, en todos –o casi todos, ahora no consultaré el diccionario- los sentidos de la palabra. El contacto con uno mismo. Como cuando se escribe. El contacto con el otro. Como cuando se lee. Con lo que queda claro que el ejemplo del señor Espinàs no era casual. O no debería haberlo sido.