octubre 2004 | ||||||
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Acerca del buen uso de los espacios públicos
Hasta hace unos años, la Ronda del Mig era una especie de autopista urbana que partía en dos los barrios de Les Corts y de Sants. Después de las protestas de los vecinos, este cinturón se cubrió, con lo que Barcelona consiguió ahorrarse ruidos y ganar un paseo. Los principales beneficiados por esta rambla son los perros y los ancianos. A los perros los suelen soltar de noche. Muchos vecinos parecen creer que el paseo es un descampado, así que les quitan las correas y les lanzan pelotas para que los chuchos correteen tras ellas. Si un dóberman te salta encima porque tienes la mala suerte de que te caiga cerca una pelota de tenis remordida, en seguida se te acercará un tipo en chándal, que te asegurará que esa bestia negra con cinco filas de dientes amarillos y brillantes de saliva "no hace nada". Imagino que en realidad quiere decir que la muerte por bocado en la yugular es instantánea y uno "no siente nada". Por cierto, es curioso que mientras intenta convencerte de la mansedad de su cancerbero, el hombre tenga que usar los dos brazos y la rodilla derecha para retener a la fiera. Algún iluso se queja de vez en cuando. -¡Pero póngale la correa a ese asesino! A lo que el dueño del chucho contesta con un: "¡Ponte tú la correa al cuello!" Es lo que tienen los amigos de los animales. Los viejos son más pacíficos y salen cuando aún hay luz. Supongo que no se arriesgan a pasear de noche por miedo a los perros. Una actitud sensata que conviene imitar. No sé si la gente mayor está acostumbrada a la idea de la muerte. Es decir, nuestros abuelos siempre están con el "a mí ya no me queda nada, excepto morirme" o "estas son las últimas Navidades que paso con vosotros", pero ignoro si lo dicen sinceramente o si sólo son frases huecas. Quizás la muerte les resulta algo tan extraño como cuando tenían veinte años, y lo que dicen, lo dicen sólo porque toca. También puede que haya un poco de todo. Lo digo porque el otro día, subiendo por esa rambla, escuché cómo una señora de unos setenta años saludaba a una conocida de su misma generación. -¡Huy! ¡Pero si creí que te habías muerto! La réplica, nada ofendida, fue inmediata: -¡Pero cómo me voy a morir, si tú tienes más cara de muerta que yo! La muerte ya es para estas señoras algo cotidiano. Algo con lo que han de convivir. Han llegado a un punto en el que amigos, conocidos y familiares van cayendo como moscas. Pero eso de morir sigue siendo algo que sólo les ocurre a los demás. A no ser que ande suelto el dóberman que no hace nada.