enero 2004 | ||||||
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Cosas de críos
Durante estos días he podido escuchar varios debates acerca del tipo de juguetes que hay que regalar. Casi todo el mundo parecía concluir que es un horror darle una pistola a un niño o una Barbie a una niña y que hay que potenciar los juegos educativos. Hombre, pues sí. Siempre será mejor que un niño juegue con el Cheminova que con un revólver. Pero igual tampoco hay que exagerar. Y es que, por ejemplo, si uno ve lo que queda de mis juguetes, y siguiendo la lógica que parece decir que estos juegos de la infancia vienen a ser determinantes, yo tendría que estar ahora en Iraq pegando tiros. Me encantaban las pistolas. Y los G.I. Joe. Y puedo asegurar que mis soldados no iban a pacificar nada. Entraban a sangre y fuego en terreno enemigo. En mi habitación tenían lugar la tercera y la cuarta guerra mundial a la vez. Eso por no hablar de los juegos de ordenador que más me gustaban. Obviamente, también fui obsesionado jugador de Monkey Island y de Maniac Mansion, pero recuerdo especialmente un juego de la Spectrum, precursor de la chorradita esa del Mortal Kombat, en el que lo más divertido era cortarle la cabeza al adversario. Caía al suelo rodando y hacía plof plof. Bueno, pues resulta que a pesar de todo eso, soy un tipo totalmente pacífico e incluso pacifista, con lo mal visto que está eso. Es más, nunca me he metido en una pelea de puños (de palabras, unas cuantas) y puedo jurar que lo que me ocurre con los dardos en los bares es totalmente accidental. También se podría hacer algún comentario respecto a cómo la mayoría de contertulios anteriormente citados quieren que niños y niñas interactúen en sus juegos. Ahí sí que estoy plenamente de acuerdo. Nada más divertido que interactuar. Recuerdo, por ejemplo, alguna ocasión en la que cedí a jugar con mi hermana a los Pin y Pon esos. La cosa siempre acababa cuando el padre de familia no podía controlar el coche al llegar del trabajo y estampaba el vehículo contra la casa de la familia, organizando un desastre colosal, con el automóvil incrustado en la sala de estar o en la cocina. En ese momento mi hermana me tiraba de los pelos mientras yo le gritaba a la inconsciente que avisara a los bomberos y a una ambulancia, que los pequeños Pin y Pon estaban ardiendo. Pero todo eso no me marcó negativamente. Al menos, aún no he incendiado nada. Y también recuerdo algún que otro drama que tenía lugar mientras aquella familia de plástico tomaba té con pastas –infartos, tazas envenenadas, misteriosas explosiones-, y he de decir que ahora que han pasado unos cuantos años me comporto con suma corrección cada vez que tengo delante tazas de té y platitos con pastitas. De hecho, me encanta tener esas cosas delante. Y dar buena cuenta de ellas. En cuanto a los juegos educativos, en mi caso no me han educado mucho. El único terreno en el que soy terriblemente competitivo es delante de un tablero de Trivial Pursuit. Es el único juego al que no soporto perder. Claro que también es el único al que gano de vez en cuando. Y el Cheminova sirvió para hacer añicos mi infantil vocación de químico. Me ayudó a descubrir que el maravilloso mundo de la química no consistía en "hacer experimentos", sino en aburrirse soberanamente y en mancharse los dedos y la camiseta con pergamanato de potasa (creo que se llamaba así). En definitiva, que no me parece mal tener cuidado con los juegos y juguetes de los niños, pero sin exagerar. Puede que los niños sean pequeños -al menos lo eran en mis tiempos, ahora todos parecen leñadores canadienses-, pero no son tontos y distinguen perfectamente entre los disparos de verdad y los de mentira. En todo caso, los que tienen problemas al respecto son algunos adultos.