abril 2003 | ||||||
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Y ahora, Siria
Ni siquiera ha dado tiempo a designar un gobierno provisional en Iraq, pero ya comienza el goteo de excusas para atacar Siria. La primera: sugerir que Sadam Husein estaría escondido en este país que aún no está incluido en el famoso eje del mal. Todo se andará, claro. Curioso que Pakistán se halle en una situación parecida: no se puede decir que sea una democracia, tiene armas de destrucción masiva (además, de las que existen de verdad) y se supone que Bin Laden anda perdido por esos lares. Pero en este caso nadie habla de invasiones. Menos mal, por otro lado. Lo que sí me gustará ver es si los adalides del plan Democracia por Bombas también se esfuerzan en justificar esta posible (y espero que sólo posible) guerra contra Siria, y si siguen además criticando a los pacifistas por no protestar por lo que pasa, por ejemplo, en el Congo. También es curioso lo del Congo: uno de los países responsables de que ocurre allí es Gran Bretaña, que proporciona importantes ayudas económicas a los dos bandos implicados en la matanza, según explica James Astill en The Guardian. Insisto: no me parece mal la idea de un nuevo orden mundial controlado por Estados Unidos y apoyado por países democráticos. Pero no creo que haga falta instaurarlo a costa de convertir Oriente en un polvorín y de arrinconar el continente africano como si no hiciera más que molestar. Eso ni es paz, ni es seguridad, ni es, claro, democracia.
Una novela
Comenzaba a dudar. De hecho, no se atrevía a releer su manuscrito, no fuera a ser que su propia obra no le pareciera ya tan rompedora, tan original, tan transgresora. Tenía miedo de darse cuenta de que había hecho el ridículo. No. El ridículo tampoco. Se había adelantado a su tiempo, sin duda. Y le costaría que le entendieran. Pero lo lograría: le harían caso, como merecía. Esas dudas no tenían justificación ninguna. Le había llevado aquellos papeles a su editora, convencido de que abría un nuevo camino en la literatura, seguro de que se convertiría en el Marcel Duchamp de la novela. Sin embargo, aquella maldita cuarentona que se empeñaba en comprarse modelitos en la planta joven del Corte Inglés le llamó a los dos días y le dijo que aquella broma no había tenido ninguna gracia. -Y ya es hora de que nos traigas otra buena novela. Llevas cuatro años en blanco. Al principio se indignó. No le había comprendido, sin duda. Aunque reconoció que en parte sí se había equivocado. Para colocar aquel libro tan complejo necesitaba un agente, alguien que pudiera defenderlo. A él siempre le costaba hacer ese tipo de cosas: apenas servía para escribir; lo mundano le agotaba. Le consoló el recuerdo de cómo el propio Duchamp había tenido problemas para exponer su Fuente. Y cómo todos habían acabado dando la razón al artista en aquella provocación que cuestionaba los límites del arte. Todo lo que está expuesto en un museo es una obra de arte. Y -¿por qué no?- todo cuanto se publica bajo el epígrafe de "novela", es una novela. Pero nadie se había atrevido a dar aquel paso en literatura. Excepto él mismo, claro, cuando copió las instrucciones de uso de su microondas. 146 folios. Y en ocho idiomas. Ni Ezra Pound. No le costó escoger título: Microondas. Una novela.