enero 2003 | ||||||
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Vértigo
Los límites nos dan cierto vértigo. Cuando nos acercamos a según qué fronteras -no me refiero a las físicas, claro- dejamos de manejarnos con la suficiente soltura. Por lo general, en esas circunstancias somos torpes y lentos. No es extraño, pues, que aún no tengamos mucha idea acerca de cómo responder a la posible clonación de seres humanos y, por lo general, apenas nos mostremos algo menos reticentes en lo que se refiere a la clonación terapéutica que a la reproductiva. Sólo teniendo en cuenta el desasosiego que nos provocan las (aterradoras) posibilidades de esta última es comprensible el revuelo que levantaron los raelianos con su sonora payasada. El suplemento Culturas de La Vanguardia se dedica justamente esta semana a tratar el tema de la clonación. Dos de los artículos intentan explicarnos el porqué de la intranquilidad que nos causa este tema. Joan Bestard, en Los efectos de nacer con artificio, califica la clonación de tabú del siglo XXI y la equipara a lo que ha supuesto hasta ahora el incesto, por lo que tiene de traspaso de límites que parecen éticamente infranqueables. Según Bestard, nos descoloca sobre todo la desaparición de la barrera entre naturaleza y cultura: "La biotecnología (...) conduce a una nueva era donde es posible conocer y manipular las funciones básicas de las diferentes formas de vida natural. Al poderse manipular y recombinar la vida, la distinción entre natural y artificial se desvanece". No sólo traspasamos fronteras, sino que las hacemos desaparecer. O, más bien, las quebramos torpemente, no muy seguros de adónde vamos, pero con cierta convicción de que no hay marcha atrás. En una línea parecida, Carles Salazar i Carrasco explica en La naturaleza evanescente que "nuestro exceso de civilización tendría como consecuencia no ya un distanciamiento pernicioso del mundo natural, sino una paradójica desaparición del mismo concepto de naturaleza tal como lo habíamos entendido hasta ahora". Y es que tendremos la posibilidad poder controlar prácticamente todos los aspectos de un proceso que hasta hace poco apenas conocíamos. Y será en no mucho tiempo, aunque no creo que nadie esté, precisamente, preparado para tal cosa. De todas formas, como explica Salazar, esta frontera entre lo natural y lo cultural no hace tan poco que comenzó a traspasarse. La biotecnología comenzó a aplicarse a la reproducción humana con la primera niña probeta, en 1978. Y ya aparecieron algunos de los problemas con los que tendremos que bregar: "Cuando los procesos naturales son consecuencia de un acto de voluntad -asegura al respecto- dejan, por definición, de ser naturales. La pronta aparición de comités de bioética y la promulgación en varios países de leyes que regulan la llamada 'fecundación asistida' dan cuenta de las inesperadas complicaciones sociales y morales que en este en apariencia sencillo tratamiento biomédico ha acarreado", especialmente en lo que se refiere a qué hacer con los preembriones que "sobran". Y si la situación resulta compleja en lo que se refiere a la fecundación in vitro, más ha de serlo en el tema de la clonación reproductiva. Como concluye Salazar: "La toma de decisiones sobre procesos que antes tenían lugar sin intervención humana nos obliga a repensar valores morales y los vínculos que antes dábamos por supuestos". Por ejemplo, y sin ir más lejos, resulta difícil apreciar si este control de la naturaleza es éticamente neutro y sólo hay que tener en cuenta sus consecuencias, o si hay que hacer caso a esa primera impresión que nos hace mirar con cierta repugnancia la clonación reproductiva, aunque no necesariamente la terapéutica. En definitiva, volver a colocar poco a poco los límites que no se deben franquear, si eso es posible o necesario.
Las naciones y el agua
Manuel Jiménez de Parga, todo un presidente del Tribunal Constitucional, ha asegurado que no tiene ningún sentido distinguir entre las comunidades autónomas llamadas históricas (Euskadi, Cataluña y Galicia) y las demás. Cosa que no me parecería mal si ese eufemismo político se dejara de lado para hablar de naciones, término que provoca escozores entre los centralistas.
Pero De Parga no va por ahí, sino que asegura que el resto de regiones españolas puede verse ninguneada por culpa de esta diferenciación. Y el presidente del Tribunal Constitucional quiere dejar bien claro que estas comunidades "no históricas" no tienen nada que envidiar al resto, por mucho Estatuto de Autonomía que tuvieran durante la República: "No corte usted por ahí -ha afirmado-, corte por el año 1000, cuando los andaluces teníamos, y Granada tenía, varias docenas de surtidores de agua de sabores distintos y olores diversos, en algunas zonas de las llamadas comunidades históricas ni siquiera sabían lo que era asearse los fines de semana".
No seré yo quien menosprecie la cultura y la técnica que trajeron los árabes a Al-Andalus, pero me gustaría constatar que los romanos nos dejaron a los catalanes algo de ingeniería en cuestiones de agua, como por ejemplo el acueducto de Les Ferreres, conocido como Pont del Diable y construido en el siglo I a. C. en Tarragona. No sé si el agua llegaba a la ciudad con sabores, olores y colorines distintos, pero, al menos, por agua (y por comparaciones tontas) que no quede.