enero 2003 | ||||||
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La decadencia del invierno
He guardado el abrigo en el armario. Y apenas saco la chaqueta a la calle para pasearla: la llevo colgada del brazo. Evidentemente, este año aún no me he puesto los guantes. Ni la bufanda. Pues esto no tendría que ser así: creo que tengo derecho a un poco de frío en enero. Como me encuentre al hombre del tiempo por la calle, me va a oír.
Yo también fui de caza
Las reuniones navideñas y los ministros cazadores del PP me han recordado mis propias experiencias con una escopeta al hombro. Tendría unos diez u once años y pasaba con mis tíos unos días en un pequeño pueblo de Almería, de donde es la familia de mi padre. A mi tío Manolo le dio por sacar una vieja escopeta de perdigones y llevarme, de buena mañana, a pegar unos tiros. Yo acepté encantado, pensando en codornices y perdices a la plancha. Mi tía Roser, en cambio, se rió de nuestras inexpertas pretensiones e incluso apostó con Manolo una modesta cantidad de dinero a que no cazábamos ni un resfriado. La verdad es que no dimos ni una con la escopeta. Y las trampas que a mí me parecían tan hábiles sólo servían para que descansáramos un buen rato, más o menos ocultos entre hierbajos y matojos. Sin embargo, uno o dos días antes de volvernos a Barcelona, cuando ya habíamos desistido y mi tío se hacía a la idea de pagar la apuesta, conseguimos cazar, de forma poco ortodoxa y aún menos agradable, un gorrionzucho. Íbamos en el coche cuando oímos un plof. Algo se había estampado contra el parabrisas. Mi tío frenó, sorprendido. En el cristal había una pequeña mancha de sangre y, unos metros más atrás, un gorrión descoyuntado sobre la carretera. No he vuelto a cazar ni con escopeta ni con automóvil. Mi tía no pagó la apuesta, amparándose en razones técnicas. Y, evidentemente, no nos comimos al pobre pájaro.