Casarse por trabajo


Cuando se habla de la futura boda del príncipe Felipe, muchos apuestan por un matrimonio por amor, que no ha de ser necesariamente con una noble. Es más, se ve como raro y casi insultante que el Parlamento tenga que aprobar este enlace, aunque no se duda de que, llegado el momento, los diputados no pondrán ninguna pega al respecto. En definitiva, la idea más común es que lo de la boda del futuro monarca es algo más bien personal. Sin embargo, creo que estas opiniones son un error. Hoy día el trabajo de los reyes no consiste en hacer algo, sino simplemente en ser. Y en procrear. Su profesión es, sobre todo y justamente, su vida privada: su matrimonio, sus vacaciones en Mallorca, sus herederos repletos de nombres y apellidos. Y, la verdad, no creo que ni Juan Carlos I ni el futuro Felipe VI tengan motivos de queja. Vaya, si no les gusta el trato, ellos siempre pueden abdicar, mientras que a sus súbditos no sólo nos toca soportarles, sino que además nos vemos obligados a pagarles los vicios. Casarse, como decía, es parte de su trabajo. Y, como todos los trabajos, ha de estar sometido a revisión del jefe, que en este caso no es otro que el pueblo que la Constitución reconoce como soberano. Es decir, no sería mala idea, no ya que el Parlamento se tomara en serio la elección de una futura reina, sino incluso que se celebrara un referéndum al respecto. El debate público no sería nada despreciable: ¿Tiene sangre azul? ¿Está demasiado gorda? ¿Demasiado flaca? ¿Sería mejor una española? ¿Se defiende bien con el español? ¿Te has fijado en cómo viste? Algo más divertido, aunque aún menos factible, sería la posibilidad de que nos dieran a escoger entre varias aspirantes. Y así habría enconadas discusiones de barra de bar entre los defensores de la modelo descocada, de la noble feúcha o de la universitaria dominante. Incluso se podría hacer algún concursito, en plan Operación Triunfo o Gran Hermano, que nos permitiese votar desde el móvil. Así, al menos, los republicanos tendríamos la posibilidad de amargarle la vida a un par de monarcas, escogiendo la pareja que consideremos más espeluznante. Al fin y al cabo, si elegimos a los cargos públicos que nos han de representar, no veo por qué no podemos elegir a nuestra reina, sobre todo teniendo en cuenta que nos vemos obligados a aceptar al rey, un tipo cuyo único mérito consiste simplemente en haber nacido. Claro que siempre cabe la posibilidad de que nos demos cuenta de que ese puesto de trabajo no hace ninguna falta y se instaure una república más o menos decente. En tal caso, el príncipe de Asturias se vería obligado a buscar otro empleo. Empleo que además no le faltaría, si es cierto que está tan bien preparado y educado como reza su currículum. Y, entonces sí, que se case con quien quiera, si es que quiere.


 
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El delito perfecto


Hay polémicas que no acabo de entender. Por ejemplo, la de la juez Ruth Alonso. Al parecer periodistas y políticos la acusan de conceder beneficios penitenciarios a terroristas, y de hacerlo tal y como contempla la ley. Es decir, no la acusan de nada. Sirva como ejemplo este artículo de Martín Prieto, en el que acaba asegurando que su crimen es "una muy malvada forma de prevaricación cumpliendo la ley escrupulosamente; o sea: el delito perfecto por inexistente". Bien. Supongamos que Martín Prieto dice que yo he robado Las Meninas. Pero el cuadro sigue en el Prado. ¿Soy también culpable de una muy malvada forma de robo cumpliendo la ley escrupulosamente? En definitiva, ocurre que la juez actúa correctamente, ya que su trabajo consiste en aplicar leyes que han redactado otros, cosa que efectivamente hace. Y si a los legisladores que tanto se quejan no les gusta esta ley, no tienen más que cambiarla. Como de hecho están haciendo. Otra cosa es que este nuevo texto, que contempla penas de cárcel de hasta cuarenta años, esté pensado más para ganar unas elecciones que para combatir el terrorismo. Podría ser, pues, que Salvador Cardús (en otro artículo citado por Carles Miró) tuviera razón al preguntarse si "es que se nos está diciendo, acaso, que dentro de cuarenta años aún tendremos a ETA en el País Vasco". Porque me temo que eso es lo que ocurrirá si la única solución que se propone para acabar con el terrorismo es aumentar las condenas e insultar a Ibarretxe.

Actualización (12 de enero): Reincidentes La Vanguardia publica hoy un dato como mínimo curioso. Se echa en cara a la juez Alonso que deje sueltos por la calle a asesinos que puedan reincidir, pero sin embargo resulta que sólo cuatro terroristas que han cumplido condena han reincidido, cuando cada año salen de la cárcel entre 30 y 40, y actualmente hay unos 530 presos de ETA en prisión. Además, parece que ninguno de los que ha dejado en libertad Alonso -ateniéndose, insisto, a lo que dice la ley- ha delinquido de nuevo.


 
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Algo más de Bierce


DEMAGOGO. Adversario político.

Ambrose Bierce, El diccionario del diablo.


 
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Soberbia


La soberbia en un pintor o en un escritor, por ejemplo, no deja de ser un rasgo pintoresco. Lo que importa es lo bien que pinte o escriba y, a fin de cuentas, esa soberbia no es más que material para reunir un puñado de anécdotas en obituarios y biografías. Pero en un político la soberbia resulta patética. Y a José María Aznar le sobra bastante. Si no, no se explica que respondiera como respondió a las críticas que en el Parlamento le lanzó José Luis Rodríguez Zapatero. El líder del PSOE le recordó cómo los supuestos hilillos casi de plastilina que salían del Prestige se han convertido en 125 toneladas diarias de fuel, y puso en duda algunas de las decisiones tomadas, especialmente lo mucho que tardó el Gobierno en recurrir al ejército. Aznar se limitó a emplear su chusca ironía y concluyó con un demagógico ataque a la demagogia: "Hay manchas que son peores, que son las de la insolidaridad, la demagogia y el oportunismo, y esa la lleva usted en su currículum para toda la vida". Este tipo dice lo que dice mientras el vicepresidente Mariano Rajoy tiene que reconocer que los marineros van a ser quienes intenten detener el fuel en las Rías Baixas con sus propios barcos. Quiero pensar que toda esta soberbia es cosa de la ignorancia. Que Aznar es -lo digo llanamente- tonto. Que abre la boca sólo por abrirla, para distraerse un rato. Sin tener ni idea, vaya. Porque peor sería si resulta que no es así y suelta conscientemente este tipo de frases, después de todo lo que ha pasado y de la actitud que ha mostrado el Gobierno. Aunque supongo que esto es lo normal cuando los pol¡ticos tienen más presente la renovación de su particular contrato temporal que su propio trabajo. Entonces acaba pasando que no se tratan los problemas en sí, sino que se intentan combatir los hipotéticos resultados (electorales) de estos problemas. Y en lugar de en política se acaba cayendo en politiqueos, sumas de escaños, discursos vacíos. Y en que nadie vea raro que Rajoy dijera, como si nada y durante la junta nacional del PP, que en esto del Prestige "nosotros hemos perdido, pero el PSOE no ha ganado". Buen resumen de la actitud del PP en este caso y magnífico ejemplo de politiqueo.

Apéndice patético-lingüístico (14/XII/2002) Leo un post de Hernán que critica el mal uso de la palabra patético. Recuerda que el significado del término es "aquello capaz de agitar una pasión", y aunque la Rae añade que se refiere particularmente al "dolor, la tristeza y la melancolía", lo cierto es que su uso se suele restringir, como dice Hernán, "a una pasión muy particular y muy baja (la irritación o el desprecio que causa la estupidez, por ejemplo)". Por lo tanto, veo bastante claro que decir que "la soberbia en un pol¡tico resulta patética" no es precisamente acertado. Esta soberbia, aunque cause cierto dolor, tristeza y melancolía, no agita ninguna pasión. Simplemente me resulta patét... digo... ridícula. Así pues, léase de este modo la primera frase del segundo párrafo: "La soberbia en un político me resulta ridícula". Y, la verdad y ya puestos, despreciable.


 
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Responsabilidad


En su Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce define la responsabilidad como una "carga trasladable que se pasa fácilmente a las espaldas de Dios, el Destino, la Fortuna, la Suerte o el Vecino. En la época de la astrología era frecuente descargarla sobre una estrella". El Gobierno de Aznar parece haber tomado buena nota de este texto, obviando, quizás voluntariamente, su tono sarcástico. Durante seis años el Partido Popular ha culpado de todos los males al Psoe, a los inmigrantes y a quienes cobraban el paro de forma fraudulenta, entre otros, para sacarse de encima problemas como Gescartera, la estafa millonaria del BBVA, las caídas de la bolsa, la necesaria integración de los extranjeros y demás. La cuestión era ir dejando que se pudrieran los problemas y aparecer ante los ciudadanos como víctimas de los errores ajenos. Ahora le ha tocado el turno a la marea negra provocada por el naufragio del Prestige. En su línea habitual, el Gobierno ha seguido su táctica de descargarse de responsabilidades. Sin embargo, en esta ocasión no le ha funcionado. No le ha servido ni acusar al Psoe (a pesar de que el ministro Cascos incluso ha llegado a sacar el tema de los Gal como defensa en este asunto), ni echarle las culpas al Destino, que hizo que el barco se partiera en dos, mientras unos cazaban en Toledo y en los Pirineos, y otros se tomaban un descanso en Doñana. El Gobierno ha respondido tarde y mal a una catástrofe que se presenta gravísima. Ni siquiera ha sido capaz de coordinar a tiempo las tareas de limpieza, que han quedado en manos de voluntarios que al comienzo de esta crisis ni siquiera disponían de medios suficientes. Y eso por no hablar ya de las inexistentes medidas de prevención, a pesar de que ésta no es la primera marea negra que sufren los gallegos. Tal y como están las cosas, o mejor, tal y como se han dejado abandonadas, es natural que Aznar no se presente en las playas gallegas. No es por estar esperando a tener soluciones concretas que presentar, sino simplemente por vergüenza. O por miedo al linchamiento. Y es que una cosa es que el Gobierno no tenga culpa -sólo faltaría-, y otra bien distinta es que no tuviera responsabilidades. Había trabajo por hacer y, de nuevo, no se ha hecho.


 
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