Certificado de buena conducta


Yo creía que oponerse a cualquier guerra por sistema no podía levantar suspicacias. Es una postura que hay que matizar y explicar en algunos casos, pero nunca justificar. Y es que, vaya, no tiene nada de raro que uno quiera que los problemas no se solucionen a tiros. Pero resulta que no es así, al menos en lo que se refiere a la posible y futura guerra contra Iraq. Porque para criticarla hay que dejar bien claro antes que nada que también se está en contra de Eta, que no se está a favor de la dictadura de Sadam Husein, que no se siente animadversión hacia el pueblo estadounidense y que en 1939 (si no antes) la guerra contra Hitler estaba justificada. Así, después de dejar claro todo esto -que uno ya tenía claro mucho antes de que le exigieran un certificado de buena conducta- ya se está legitimado para expresar dudas acerca del conflicto en cuestión. Ahora, a pesar de todo, nada nos libra de que el propio presidente del Gobierno nos llame ingenuos y desinformados, con toda la tranquilidad que le da saber que tiene la jubilación a la vuelta de la esquina. Eso sí, después de llamarnos tontos y víctimas de los demagogos, nos pide que le comprendamos aunque no estemos a su altura (un hombre de Estado tiene que hacer lo que un hombre de Estado tiene que hacer) y que le creamos básicamente porque sí. Una vez llegados a este punto, yo reconozco que ya no entiendo nada. O que prefiero no entender. Total, a Aznar le quedan dos telediarios, y no merece la pena preocuparse por ese preocupante porque sí. Mejor esperar a ver quién le sustituye en la Moncloa (sea de su partido o de otro) y confiar en que no le dé también por creer que el mundo (o al menos España) es un pañuelo y que además ese pañuelo lo tiene bien plegadito en su bolsillo.


 
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Por extensión


Los partidarios del ataque a Iraq suelen esgrimir, a modo de reproche, el supuesto antiamericanismo de quienes preferiríamos que no hubiera guerra. Dicen -y me refiero a Jiménez Losantos, César Vidal, Gabriel Albiac..., los de siempre- que más que en contra de la guerra estamos en contra de Estados Unidos. El supuesto argumento también es usado cuando la crítica es hacia quienes detestan (detestamos) las barbaridades que ha perpetrado Sharon en Palestina. Quienes se atrevan a ver con malos ojos el asesinato de palestinos son etiquetados, sin más, de antisemitas. Bastante absurdo, la verdad. Vendría a ser como decir que criticar a Aznar es, por abusiva extensión, ser un enemigo de España. O creer que quien piense que no es bueno que Berlusconi sea primer ministro y al mismo tiempo dueño de cadenas de televisión, está insultando a los italianos, a los telespectadores, a los empresarios y, ya puestos, a todos los calvos. En definitiva, creo que se puede (y no tiene nada de raro) estar en contra de una guerra que va a causar, al menos, decenas de miles de muertos, sin dejar de pensar que Estados Unidos es una democracia en muchos aspectos envidiable. Merece la pena recordar el artículo que ayer firmaba en este sentido Lluís Foix en La Vanguardia: "La cultura política americana tiene muchas carencias. Pero el balance final en la perspectiva de todo el siglo pasado ha sido más positivo que el que haya podido ofrecer cualquier otro sistema". Y añade: "Estados Unidos, con Gran Bretaña y Suecia, son los únicos que no han tenido un régimen totalitario en los últimos doscientos años. Es un dato que está ahí y que no puede ser borrado por las torpezas que se han cometido desde Washington en Chile, Vietnam y otros puntos del planeta, incluso el abrazo del general Eisenhower al general Franco". La cosa no cambia en lo que se refiere a Israel. Me parecen repugnantes los atentados obra de palestinos. Me parecen igualmente repugnantes las represalias. Y no hay por qué tomar partido y escoger entre dos errores, aunque falten aquí los necesarios matices. En todo caso, suponer que alguien que no simpatice con Sharon es un antisemita vendría a ser como suponer que por el hecho de que me guste la cábala, preferiría expulsar a los palestinos de su tierra. O, al contrario, creer que por haber leído el Corán soy un peligroso simpatizante de los fanáticos islamistas. Pero, claro, todo esto no quita que haya antisemitas que detesten a Sharon. O que muchos antiestadounidenses estén en contra de la próxima y probable guerra. Pero ser cualquiera de estas dos tonterías sólo demuestra poca cultura y menos inteligencia, independientemente de si se está en contra o a favor de cualquier cosa.


 
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Almodóvar, Aznar y Gaziel


Almodóvar y la guerra Mucho se criticó a un supuestamente endiosado Pedro Almodóvar por no haber acudido a la entrega de los premios Goya. Al parecer, se temía que la Academia del cine le daría la espalda a la hora de premiar su Hable con ella. Como de hecho sucedió. Aun así, el cineasta publica hoy en El País un artículo en el que no sólo apoya una ceremonia en la que muchos se manifestaron en contra de la guerra, sino que defiende a Marisa Paredes, la presidenta de una Academia que, dicen, Almodóvar cree que le margina. Hasta él ha tenido que saltar. Y no es extraño, porque quienes critican lo que ocurrió en la gala, no entran en lo que allí se dijo, sino que se oponen a que se dijera nada en absoluto. Es decir, no les gusta que unas personas hayan ejercido su derecho a la libre expresión.

Aznar y la guerra Otro que publica un artículo es José María Aznar: Sadam tiene la última palabra. Aznar se dedica a explicarnos que el dictador iraquí es, además de un indeseable, un tipo peligroso. No creo que nadie lo dude. Es más, yo incluiría unos cuantos nombres en esa lista de dictadores repugnantes. El problema, claro, es que, aun así, no parece justificada una guerra. Hay otros métodos para que Estados Unidos derroque a Sadam y controle la zona, incluido su petróleo.

Gaziel y la guerra Ya lo decía el que fuera director de La Vanguardia, Gaziel, en un artículo de 1934 incluido en Cuatro historias de la República: "Todo cuanto con ella [la guerra] aparentemente se hizo, sin ella se habría hecho muchísimo mejor. La inteligencia, el tacto, la constancia gobiernan el mundo". Es decir, hay mejores formas de combatir el terrorismo (o de asegurar que el petróleo no esté en manos de dictadores) que bombardear países. Seguro. En otro artículo de 1935, Gaziel demostró una confianza excesiva en los españoles, aunque cuanto dice me parece trasladable a los ciudadanos de hoy en día, y no sólo a los de este país: "Hemos dejado de creer en que sean ideales verdaderos, ideales nobles e ideales justos, esas indecentes y formidables bellaquerías que los Estados y los estadistas cometen sobre el mapamundi, y por defender las cuales luego se empeñan en que millones de hombres inocentes, honrados y trabajadores, padres o hijos de familia, vayan a romperse mutuamente la crisma". Claro que, apenas meses después de que Gaziel publicara estas líneas, comenzó la Guerra Civil. Y me temo que, por mucho que estemos en contra la mayoría de ciudadanos -incluidos los estadounidenses- e incluso Chirac y Schroeder -o eso dicen: no me fío un pelo-, al final se hará lo que Bush y su equipo decidan. Por supuesto, y al menos de momento, quiero mantener algo de optimismo y recordar que Estados Unidos es una democracia. Al fin y al cabo, en las democracias hay ocasiones en las que los políticos escuchan a los ciudadanos.


 
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Las naciones y el agua


Manuel Jiménez de Parga, todo un presidente del Tribunal Constitucional, ha asegurado que no tiene ningún sentido distinguir entre las comunidades autónomas llamadas históricas (Euskadi, Cataluña y Galicia) y las demás. Cosa que no me parecería mal si ese eufemismo político se dejara de lado para hablar de naciones, término que provoca escozores entre los centralistas. Pero De Parga no va por ahí, sino que asegura que el resto de regiones españolas puede verse ninguneada por culpa de esta diferenciación. Y el presidente del Tribunal Constitucional quiere dejar bien claro que estas comunidades "no históricas" no tienen nada que envidiar al resto, por mucho Estatuto de Autonomía que tuvieran durante la República: "No corte usted por ahí -ha afirmado-, corte por el año 1000, cuando los andaluces teníamos, y Granada tenía, varias docenas de surtidores de agua de sabores distintos y olores diversos, en algunas zonas de las llamadas comunidades históricas ni siquiera sabían lo que era asearse los fines de semana". No seré yo quien menosprecie la cultura y la técnica que trajeron los árabes a Al-Andalus, pero me gustaría constatar que los romanos nos dejaron a los catalanes algo de ingeniería en cuestiones de agua, como por ejemplo el acueducto de Les Ferreres, conocido como Pont del Diable y construido en el siglo I a. C. en Tarragona. No sé si el agua llegaba a la ciudad con sabores, olores y colorines distintos, pero, al menos, por agua (y por comparaciones tontas) que no quede.

Pont del Diable


 
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De reformas


Aprovechando que se acercan elecciones y que es más fácil y más rápido tapar (mediáticamente) el chapapote que limpiarlo, el Gobierno se ha apresurado a anunciar una reforma del código penal que pretende endurecer las condenas para combatir los delitos. La verdad, no creo que estas condenas sean precisamente blandas. Se habla de diez o de veinte años con una ligereza pasmosa. Como si realmente no fueran nada. Y, lo que es más importante, estas penas más contundentes no tienen por qué ser disuasorias. En este sentido, es interesante recordar lo que escribía ayer José Martí Gómez: "La pena como disuasión al delito, sea esa pena capital o de cárcel, es una utopía"; a lo que añade el argumento del penalista Juan Antonio Roqueta: "El delincuente no piensa en el Código Penal cuando va a cometer un delito. Nunca piensa que lo vayan a coger. La gente no delinque porque exista un Código Penal, sino por repugnancia ante el delito" En todo caso, esta reforma probablemente más efectista que efectiva perjudicará sobre todo a quienes ya están perjudicados con independencia de las leyes que se les aplique: pequeños delincuentes e inmigrantes sin papeles. Y es que, como siempre, se intentan tratar los síntomas y se olvidan las causas. El motivo principal de que haya delincuentes no es que estos tipos sean genéticamente malvados. Aunque su responsabilidad individual también es importante (faltaría), hay una serie de exclusiones sociales y económicas que facilitan ciertas salidas. Si no se intentan erradicar, el problema seguirá existiendo. Volviendo al propio Martí Gómez: "No se puede usar el derecho penal para solucionar problemas sociales"


 
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