Diferencias


John Hume se pasa el sábado por las 141 preguntas del Fórum. La pregunta del día es: "¿Europa de los estados o Europa de los pueblos?" Como llueve, nos llevan de la Haima al centro de convenciones, donde no hay auriculares para acceder a la traducción simultánea. En vez de optar, lógicamente, por usar sólo el inglés y no perder el tiempo, se decide ir repitiendo en otro idioma lo que suelta el Premio Nobel. La presentadora pregunta si alguien no sabe catalán. Se levantan algunas manos. Anuncia que hablará en castellano. Silbidos. Ganan los silbidos y la intérprete decide traicionar a Hume en catalán. Se van oyendo algunas tímidas quejas mientras Hume habla -una y otra vez- del respeto a la diferencia. Un matrimonio se levanta y se larga. Ella musita un "queremos unir Europa y lo único que hacemos es separarnos". Al final, cuando llega el turno de preguntas, se levanta un "vasco y enseñante" -así se presenta- que pide que se le traduzca al castellano la respuesta a su pregunta. Luego una canaria que no se presenta como canaria, pero cuyo acento la delata, le pregunta a Hume si le parece que se han respetado las diferencias con este problema de las traducciones. El irlandés, que ya no sabe dónde esconderse, intenta calmar los ánimos con su cara de buena persona y volviendo a insistir en que hay que respetar las diferencias. La canaria insiste a su vez en que no entiende el catalán y una gallina loca le grita desde el fondo de la sala: "¡Pues aprende!" Eso, que la turista aprenda nuestro idioma para pasar un fin de semana en Barcelona, que nosotros ya haremos como si no supiéramos castellano. El caso es que la amilanada intérprete se decide entonces por traicionar a Hume en castellano y ahora el que se va es un catalán ofendido. Consecuencia: la siguiente respuesta es traducida al castellano y al catalán. Bien, como somos inmortales, disponemos de la eternidad, así que nos da lo mismo pasar allí más o menos rato. Total, que ahí está todo el mundo de acuerdo en que hay que respetar las diferencias. El problema es que cada cual quiere respetar una diferencia diferente. Y a todo esto, el primer teniente de alcalde, Xavier Casas, hace ver que no está sentado en primera fila. Pero al final se arregla el mal rollito. Y es que una mujer del público se levanta y explica que la señora Hume, que está sentada a su lado, quiere que su marido cante una canción en gaélico para relajar los ánimos y concluir la dialogante velada. Hume se anima y al final todo el mundo aplaude. Claro, es que ahora sólo le ha entendido la señora Hume. Qué bien canta este señor, no me extraña que le dieran el Nobel. Alarma cuando avisa de que como la canción era en gaélico, va a explicar lo que cuenta. Vaya hombre, con lo bien que íbamos. "La canción dice 'devuélveme la última noche' -suelta Hume- y habla sobre estar con una señorita". Aplauso aliviado del respetable. Bueno, sólo era eso. Queda claro que la próxima vez hay que hablar en gaélico, que así nadie se enfada.


 
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Da lo mismo


Eso de los nacionalismos es básicamente un sentimiento absurdo fundado en la manipulación de un pasado más o menos mítico. Este pasado o no existió o, si existió, no fue tan estupendo como se piensa. Lo mismo dan los reyes católicos, que Jaime I el Conquistador. Aunque, por supuesto, Jaime tenga a su favor el nombre. Pero, claro, en realidad todos los sentimientos son más o menos absurdos y, en todo caso, yo no soy el más indicado para menospreciar lo absurdo de estos sentires, teniendo en cuenta que soy católico. De todas formas, siempre es bueno sembrar algo de confusión. Al menos, es divertido. Y en el tema de los nacionalismos, hacerlo es realmente fácil. Aparte de las ya propuestas selecciones farmacéuticas, se me ocurre que un partido independentista español les pondría los pelos de punta a los nacionalistas tanto de Madrid como de Barcelona. Éste sería un movimiento que pediría la extirpación de las nacionalidades espúrias que no contribuyen a la españolidad más auténtica. El problema -o la ventaja, según se mire- es que, de triunfar, el movimiento acabaría desprendiéndose no sólo de Cataluña, Euskadi y Galicia, sino que iría desgajando el resto de comunidades autónomas. Porque éstas también tienen lo suyo, pobres. Al final, el partido acabaría reduciendo España a su propia sede, en el mejor de los casos. Una asociación política de signo complementario a ésta sería un partido dependentista catalán, que defendería no ya la unión de Cataluña con el resto del estado, sino su preeminencia sobre España. Cosa que no deja de tener su lógica, según se mire. Estos majaras exigirían que la capital del reino fuera Barcelona y no ese villorrio elefantiásico de la meseta. Del mismo modo, se empeñarían en demostrar que el listo de los reyes católicos era Fernando y no la castellanucha. Se podría dar un partido similar como mínimo en el País Vasco, teniendo en cuenta que Unamuno ya dijo eso de que era "español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo", cosa que no le impidió decir en otro momento que era vasco por los dieciséis costados.


 
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Utopías y borradores


Como decía Bertrand Russell, las utopías tienen el pequeño inconveniente de ser maravillosas sólo en la mente de su autor. Para los demás vienen a ser un infierno. Obviamente incluso en el infierno hay grados, y así es menos espantosa la utopía liberal que la estalinista, aunque ambas provoquen escalofríos. Quien se aferra a su sueño de sociedad más o menos perfecta, tiende a considerar que cualquier alternativa es un catastrófico error que nos conduce al abismo. Así, no es de extrañar que Martin Amis afirme que "la ideología es como una droga sintética para convertirse en héroe". No hay ideólogo que no mire por encima del hombro a sus adversarios políticos, que no opine que es necesario reeducarles -salvarles- y que no se sienta a gusto y a salvo sólo entre sus compañeros de viaje. Las ideologías deberían considerarse como una mera cuestión de fe personal. Yo creo en X porque, mira, es lo que me gusta. Y voto a Z con desgana porque es lo que más se parece a X, aunque no por mucho. Votar del mismo modo en que Amis vota a los laboristas. Sólo porque es mejor que no votar, aunque la oferta no sea ninguna maravilla. Que así la ideología vuelva a ser un conjunto de ideas más o menos propias, seguramente adquiridas, pero al menos no impuestas ni inamovibles. Justamente lo bueno de la democracia es que permite a Martin Amis no creer en nada, como él mismo explica. Es decir, lo mejor de la democracia es que permite prescindir de las utopías, que es maleable, que la podemos cambiar, que la vamos creando. La política y la economía son la gestión de lo contingente, y no es fácil que lo contingente atienda a sistemas del siglo pasado. O a los de ayer. O, menos aún, de pasado mañana. La democracia nos permite equivocarnos. Es un espejo de nosotros mismos. Y por eso es una porquería inmejorable.


 
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De gestos y muecas


Me parecería muy bien que se pudiera hablar en catalán tanto en el Congreso como en el Senado. Tampoco veo qué tiene de malo que los papeles de Salamanca que deberían estar en Cataluña volvieran a Cataluña. O que en las matrículas ponga CAT. Y, teniendo en cuenta que creo que las selecciones nacionales de fútbol deberían dejar de existir, me importa un bledo que Cataluña tenga selección propia o no. En todo caso, no veo nada especialmente alarmante en todas esas cosas, ya que apenas son simbolitos, y además de los tontos. El problema es cuando se hace de ellos una cuestión de estado. Y eso se le da muy bien tanto al Partido Popular como a Esquerra Republicana de Catalunya, cuya única política parece consistir en llamar la atención para quedar bien con su parroquia. El último guiño inútil a sus electores ha sido esa supuesta bravuconada de intentar aparecer como víctima del opresor centralismo que no le deja a uno expresarse en su idioma y que sólo sirvió para que Manuel Marín se luciera, cosa que parece que además le encanta. Se suponía que entrar en el gobierno de Cataluña y tener grupo parlamentario propio en Madrid les iba a a servir a los republicanos para demostrar que son un partido político y no una asamblea de estudiantes de instituto, pero no lo están consiguiendo. Puede que Maragall esté haciendo bueno a Pujol, del mismo modo que casi todos los sucesores hacen buenos a sus antecesores, más que nada porque el tiempo nos hace olvidar sus defectos. Pero es que Carod-Rovira ya está haciendo bueno a Maragall y Puigcercós conseguirá que Montilla parezca un nuevo Cambó. Es más, me da incluso la impresión de que cuando los ya mencionados papeles salmantinos se pudran en un archivo del Eixample, cuando sea legal que uno se ponga en la matrícula las pegatinas que le dé la gana y cuando Cataluña juegue un mundial de fútbol, ERC se disolverá. Más que nada porque ya habrán alcanzado ese objetivo lejano del que hablan sus dirigentes y que no es la independencia, ni mucho menos, sino convertir Cataluña en una gran bandera, como la de la plaza Colón de Madrid. Vaya, que no veo cuál es la diferencia entre Carod, Bono y Trillo, aparte del bigote. Y más ahora, cuando Bono ha renunciado a una medalla que, qué caray, se había ganado. Como el Màgic Andreu.


 
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Un peaje en Barcelona


En Quaderns se propone que el ayuntamiento de Barcelona aplique el peaje interurbano vigente en Londres. En dicha ciudad, la iniciativa ha salido bien porque, como explicó Zoe Williams, los automovilistas no están organizados para hacer frente a ninguna imposición. Cualquier cosa que se haga en restricción de los coches no encontrará mayor resistencia que un par de artículos más o menos furibundos en los periódicos. Y es que es imposible que los conductores hagan frente común contra nada cuando ni siquiera son capaces de ser amables los unos con los otros. Además, es cierto que ir por ciudad en coche de siete de la mañana a ocho de la noche es por lo general una estupidez que trae molestias tanto a los conductores como, lo que es más importante, al resto de ciudadanos, que no tienen culpa de estas absurdas decisiones ajenas. De todas formas, creo que aplicar esta medida en Barcelona sería de momento un exceso. Los problemas de tráfico no son tan graves como en Londres y aún hay barrios y poblaciones del extrarradio cuya comunicación con la ciudad es como mínimo mejorable -Vallvidriera, Ciutat Meridiana, Vallbona. A mí me parecería mejor simplemente ir recortando gradualmente las facilidades al transporte privado en beneficio del público. Sobre todo teniendo en cuenta que actualmente parecen incompatibles. En definitiva, algo parecido a lo que se pretende hacer en la plaza de las Glòries. Ese titánico escalextric que facilita sin duda los desplazamientos en coche por la ciudad resulta un incordio para los peatones y los vecinos, que ven cómo cruzar la calle es una incordiosa odisea. Incluso ir del metro al Teatre Nacional de Catalunya o al centro comercial resulta fatigoso y desagradable. Los planes del Ayuntamiento contemplan tirar abajo ese monstruo de hormigón más feo que pegarle a un padre y construir una gran estación de metro, tren, tranvía, ferrocarriles y autobús. Seguirá habiendo calzada, pero su tamaño se verá reducido en beneficio de peatones y transporte público. Algo así hay que ir haciendo en el resto de la ciudad: ir ganándole terreno al coche y al mismo tiempo proporcionar alternativas. En las Glòries, en la Diagonal, en General Mitre, en la Meridiana. Y sin la timidez con la que se ha actuado hasta ahora. Más aceras, más metro, más autobuses, incluso más tranvía, pero sin prohibiciones. Que al final sólo vaya en coche quien realmente no tenga más remedio. Y, que al hacerlo, no moleste.


 
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