Satanás y el Estado laico


Matías Sanlucas explica en su El demonio en tiempos de ateos, que actualmente el diablo pasa desapercibido sin necesidad de disfraz. Es decir, si por ejemplo en el siglo 19 Mefistófeles se vestía de hidalgo con capa y sombrero, actualmente no tiene ni que disimular el olor a azufre. "Lucifer hace su aparición rodeado de humo en las oficinas de cualquier banco o ministerio de hacienda -escribe Sanlucas-, para luego salir a la calle armado con su tridente y luciendo su brillante piel roja, su largo y puntiagudo rabo, y sus pequeños pero fieros cuernecillos". Según Sanlucas, nadie se alarma: "Le toman por un loco disfrazado, por un borracho, o por ambas cosas. Algunos le reconocen, pero guardan el silencioso y debido respeto por las creencias religiosas de los demás". Evidentemente, las ventas de almas se formalizan ante notario. También evidentemente, cada vez se venden menos almas. "En una sociedad laica -explica Sanlucas- el primero que pierde cuota de mercado, si se me permite la expresión, es el demonio, a pesar de lo que pueda parecer. Normal: según las encuestas y por extraño que resulte, hay gente que cree en Dios y no en el diablo, pero ¿cuántos hay dispuestos a creer en Satanás y no en Dios?" Más aún: este declive ha obligado al demonio a emprender obras de caridad y algunos milagros, "todo con tal de que vuelva a nuestra sociedad la fe en Dios y, por tanto, la fe en el diablo". Según Sanlucas, "por lo que se ha podido averiguar, son obra del demonio al menos la curación en 1987 de una niña de Florencia enferma de cáncer y la recuperación hace dos años de un tetrapléjico moscovita".


 
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I'm trying to decipher that


Viñeta de Cox & Forkum sobre el día siguiente a las elecciones: John Kerry buscando sus matices en la ya desolada sede del Partido Demócrata. No he seguido tanto la campaña como para poder decir si Kerry tenía un discurso matizado o si simplemente confiaba en la ambigüedad para captar electores. En todo caso, parece que los matices -los de Kerry o los de quien sea- se identifican casi siempre con indecisión y debilidad. Y es que los detalles, los cambios de opinión, las correcciones, no están permitidos en política. Se prefiere a los políticos con visión túnel -que no es lo mismo que una visión clara-, a los que muestran alguna complejidad en sus ideas. Lo único que acaba contando es el botón que se aprieta: sí, no, abstención. Poco importan las enmiendas, los discursos y las declaraciones que puedan servir para explicar o poner condiciones a ese voto. Poco importa que en realidad sea imposible poder contestar a todo con síes, noes y abstenciones. Es extraño, porque todo el mundo -o casi todo el mundo, vaya- prefiere a quien rectifica cuando se equivoca, a quien no lo ve todo en blanco y negro, a quien disfruta con los detalles. A no ser que se hable de políticos: en este caso, se premian la terquedad y la simpleza. Pero también es comprensible. Hay gente que necesita líderes. Especialmente los propios políticos. Y los líderes están para ser seguidos ciegamente. Y, claro, para poder seguirlos con los ojos vendados, el camino tiene que ser en línea recta.


 
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Por un Estado laico, o sea, sin fútbol


Es habitual que los políticos que hacen públicas sus creencias religiosas sean ridiculizados o menospreciados. Al menos en España, donde un político católico se convierte de inmediato en un fanático que quiere prohibir el divorcio y poner todos los colegios en manos de jesuitas pederastas. A mí no me molesta que un político tenga sus creencias, siempre y cuando no quiera imponerlas. Y esto último es tan obvio que me sonrojo al escribirlo. Incluso me gustaría que los políticos manifestaran más abiertamente sus creencias o su ausencia de creencias. Aunque sólo sea porque me tranquilizaría saber que el tipo en quien confío el gobierno del país en el que me ha tocado vivir piensa en algo más que en salir guapo por la tele. En realidad, a mí lo que me preocupa es el fútbol. La importancia que le dan algunos, el tiempo que se pierde hablando de selecciones, banderas y figuras patrias. De entrada, no entiendo esa actitud religiosa hacia veintidós vagos en calzones. No comprendo cómo algunos se gastan tanto dinero para pasar noventa minutos viendo de lejos como alguien le pega un patadón a una pelota. Y me resulta ridículo que algunos malgasten sus vacaciones pintándose la cara con los colores de la selección y yéndose a insultar a un señor que va de negro en un país más o menos lejano. Pero lo peor de todo es que el fútbol es aburrido. Lo más emocionante es cuando el árbitro se equivoca. Recuerdo un episodio de los Simpson en el que se sugería que los espectadores se dedican a soltarse puñetazos y patadas durante los partidos simplemente porque se aburren. No me extrañaría. De los noventa minutos, los futbolistas se pasan ochenta y cinco pasándose el balón en el medio del campo. Apasionante. Es más, cuando se habla de violencia en el deporte, en realidad se está hablando de violencia en el fútbol, con alguna que otra excepción, como quizás algún partido de baloncesto en Grecia o alguna peleílla entre jugadores de hockey sobre hielo. Y para de contar. Pero, claro, cada loco con su tema, si a uno le gusta el fútbol, allá él. Hay cosas peores. Supongo. Lo que me preocupa es el tiempo que malgastan los políticos con el fútbol. Tiempo que en muchas ocasiones deberían usar en trabajar. Que para eso les pagamos. Pero resulta que a casi nadie le parece mal que un político pierda horas yendo a ver partidos puro en boca o recibiendo en el ayuntamiento al equipillo ganador del torneo de turno. Y casi nadie se enfada si el alcalde decide cortar algunas callejuelas para que esos patanes celebren su victoria. Tampoco veo por qué cuando juega el Barça, todo el mundo puede aparcar donde le dé la gana en Les Corts, pero a mí la grúa se me lleva el coche si el parachoques hace sombra en un paso de cebra dos calles más abajo. Ni entiendo por qué a los clubes de fútbol se lo consiente todo incluso Hacienda. Y tampoco sé por qué casi ningún político tiene problemas en dejarse fotografiar con uno de esos presidentes de club de fútbol, cuando casi todos apestan a mafioso. O, peor, no entiendo que durante los partidos de España en la pasada eurocopa, los parlamentarios desaparecieran y los ministros interrumpieran su trabajo. Sin que casi nadie se quejara. Y luego alguno sugiere que igual los sentimientos religiosos de no sé quién no son buenos consejeros para no sé qué puesto. Pues igual. Pero si a mí me dicen que a ese no sé quién no le gusta el fútbol, yo le voto para lo que haga falta. Claro que hoy en día ningún político se puede permitir el lujo de decir tales barbaridades.


 
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Simples


No voy a negar el simplismo y la ingenuidad de aquel discurso de José Luis Rodríguez Zapatero frente a la Onu, en el que proponía luchar contra el terrorismo mediante una difusa alianza de civilizaciones. Es decir, y simplificando la simplificación del presidente, darle la mano a los dictadores que, además de hacerles la vida imposible a sus ciudadanos, financian -supuestamente- ese terrorismo contra el que se pretende luchar. El discurso de Zapatero tuvo un nivel justito. Buenas intenciones para quedar bien con los votantes. Ahora, al otro lado -por ejemplo, en los discursos electorales de Bush o a veces del propio Kerry- tampoco hay mucho más: malas intenciones para quedar bien con los votantes. Y es que me parece grotesco suponer que si el discurso de Zapatero es ingenuo, el de sus antagonistas es un conjunto de razonamientos certeros y hábilmente enlazados, sólo porque dice lo contrario. Me parece igual de simplista el plan ZP de reconciliación mundial, que suponer que la democracia se instaura a cañonazo limpio y que el terrorismo se revienta a bombazos. Sobre todo teniendo en cuenta que los terroristas evitan en lo posible colocarse debajo de las bombas. Por supuesto, tampoco encontramos reyes de los matices entre los teóricos neoconservadores: ¿Huntington, que parece que quiere jugar al Risk cambiando imperios por civilizaciones? ¿Kagan, que viene a decir que ya que tenemos la fuerza, usémosla? ¿Cox and Forkum y sus panfletillos a tinta china? Sí, claro, todos ellos son nuevos Nabokovs, que ponen su fina pluma rebosante de detalles al servicio de unas ideas políticas de peso. Más: aunque suponga caer en un maniqueísmo tan simplista como los simplismos antes mencionados, prefiero la utopía del amor mundial a la distopía de la guerra eterna contra el terrorismo. Y eso a pesar de que me revienten las utopías, que sólo son paradisiacas en las mentes de quienes las maquinan; para los demás, son o acaban siendo infiernos. De todas formas y ya casi al margen, hay que reconocer una cosa: los esfuerzos de muchos por justificar los pretextos para invadir Iraq son dignos de elogio. Como esforzados ejercicios de retórica, claro.


 
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Octubre es un buen mes para conquistar el mundo


Mi bolsillo me informa de que nos acercamos a fin de mes, cosa que me sorprende, teniendo en cuenta que aún no hay noticias de la sorpresa de octubre. ¿Arrestarán a Bin Laden? ¿Aparecerá muerto? ¿Aparecerá vivo? ¿Se publicarán fotos de John Edwards, el Artur Mas estadounidense, sin maquillaje? ¿Nos invadirán los extraterrestres? ¿Nos invadirá un ejército de extraterrestres con un parecido asombroso a Edwards? Curioso lo de estas teorías de la conspiración. Siempre requieren de la intervención de los servicios secretos de Estados Unidos, aunque últimamente están de moda los marroquíes y creo que no falta mucho para que se recupere a los supuestamente desempleados espías del bloque soviético. En especial los búlgaros. Estos agentes secretos actúan de acuerdo con las multinacionales del petróleo y de la industria del armamento. El objetivo: ponernos a todos al servicio de la banca internacional. El resultado final es que acabamos conduciendo todoterrenos -que consumen doce litros de gasolina cada tres quilómetros- hasta el McDonald's más cercano, donde compramos -¡sin bajarnos del coche!- una hamburguesa, acompañada, por supuesto, de patatas y de una coca-cola. De las grandes. Llena de cafeína y de otros aditivos que nos hacen cada vez más adictos y dóciles. Normalmente, estos planes tienen fisuras. Algunos periodistas intrépidos se dan cuenta de estos errores y escriben libros llenos de complots. Así hemos llegado a saber que no se estrelló ningún avión en el Pentágono, que <a href=www.google.com>la Cia asesinó a Kennedy y, por supuesto, que el mes de octubre antes de las elecciones a la presidencia de Estados Unidos siempre ocurren cosas. Cosas curiosas. A quienes publican estos libros no les pasa nada, ya que el plan de las maquiavélicas multinacionales es que nosotros creamos que mienten justamente porque se les deja hablar. Y eso que en sus superventas suele aparecer al menos un cadáver que sabía demasiado. Bien, creo que ha quedado suficientemente claro el poco aprecio que siento por las teorías de la conspiración. Y esta es la razón por la que creo que en lo que queda de octubre lo más fácil es que nos invada un ejército de alienígenas. Y que todos ellos tengan el mismo rostro: el de John Edwards, el Artur Mas estadounidense. Al fin y al cabo, y por lo que sé, los extraterrestres no son de la Cia. Ni del Mossad. Claro que esto no quita que puedan pasar otras cosas, etcétera, etcétera, y aquí un bostezo incrédulo y después gloria.


 
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