Pero bueno, ¿cómo es posible? ¿Dónde iremos a parar? Esto ya es lo último. No, si resulta que ahora hasta la gente con dinero, como el pobre
, va a la cárcel. Y veinte añitos, nada menos.
Esto en mis tiempos no pasaba. Si uno podía pagarse un abogado caro -nótese que el adjetivo siempre es "caro", nunca "bueno"-, no dormía más de dos noches fuera de casa. Lo peor que podía pasarle a uno era tener que disfrazarse de
y sacudirles coscorrones a ex ministros.
En fin, la sociedad cada vez va a peor: se convocan huelgas, se desprotegen islotes mediterráneos y cada vez más gente se cuela en el metro. Encima va a ser verdad que todos -o casi todos- somos iguales -o cada vez más iguales- ante la justicia. ¿Qué será lo próximo? ¿Juicios rápidos? ¿Empleos dignos?
No quiero ponerme melodramático, pero es que a veces, sólo a veces, me da la impresión de que la literatura se ocupa -permitidme expresarlo así- de pijaditas.
Las dudas existenciales de Hamlet, las reflexiones en torno al origen del mal de
Poderes terrenales, las oníricas angustias de Josef K., el paseo dublinés de Leopold Bloom, las confesiones de algún que otro comedor de opio, los pusilánimes adulterios de Madame Bovary e incluso el incesto de Edipo a veces, sólo a veces, me resultan casi insignificantes. Incluso me parece mentira que en otro momento (ayer, mañana) me resultaran poco menos que fundamentales.
Y eso por no hablar de la filosofía: los debatitos acerca del amor y del bien de Platón, el armonioso mundo de Spinoza, las espesas -y fatal escritas- disquisiciones de Kant sobre el tiempo y el espacio, las parrafadas de Schopenhauer acerca de una voluntad que incluso guía el crecimiento de las plantas y los cientos de libros acerca de cualquier cosa que escribió Bertrand Russell. También, directamente, toda la filosofía de la ciencia: Lakatos, Kuhn, Feyerabend, el limitado Popper o -lo pondré en este grupo, aunque merece grupo aparte- Wittgenstein.
Y es que a veces, sólo a veces, cuando delante de mis narices hay gente que lo está pasando realmente mal, me da la impresión de que los libros, por muy bien escritos que estén, por mucho que me hayan hecho pensar y disfrutar, no son más que un pasatiempo, un jueguecito. Y eso a pesar de que soy de los que piensan que no hay nada más serio que un juego, que una broma. Ni recordar
Las uvas de la ira o las mejores novelas de Dickens me quita esa incómoda, pasajera y supongo que exagerada impresión.
Al menos soy consciente de que, en realidad, esto no es así. De que la literatura, sea comprometida -si es que eso existe- o no, es bastante más útil de lo que me parece
ahora mismo. Incluso soy consciente de que los juegos no sólo son útiles -¿pero hay algo
útil, en realidad?- sino sencillamente imprescindibles.
Aunque sólo sea para ver más claro que hay cosas que, sencillamente, están mal.
Pero, en fin, esto sólo me pasa a veces.
Jaime, 25 de julio de 2002, 16:22:36 CEST
En el metro
No es broma, lo juro. Está en el andén del metro, parada Universitat. Al lado de la máquina de refrescos y de la de aperitivos (o sea, cochinadas): una máquina expendedora de libros.
Es una expendedora clásica, normal, vulgar: metes las monedas, le das al número que tenga el libro y la máquina lo deja caer. Para evitar páginas dobladas y arrugadas, los libros, de la colección de bolsillo
Punto de lectura, están plastificados. De la docena de títulos que había, la mayoría eran bestsellers tipo
Memorias de una geisha, aunque también estaban por ahí
La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y
Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago.
Resumiendo:
venden libros en el metro. Es decir, a pesar de las encuestas y de algunos columnistas de diario, hay gente que lee y que compra novelas, ensayos y poesía. Y de este modo, es tan fácil y tan normal comprar un libro como una lata de Coca-cola. Sólo hay que subir al metro y tener monedas a mano.
Igual la aportación a la cultura que hace el libro es mayor que la de la lata -siempre que no venga firmado por Lucía Etxeberría, por ejemplo-, pero me parece simplemente fantástico que alguien pueda decir "hoy me he comprado un par de libros" y que en lugar de mirarle
raro -ya sea admirando a ese gran lector o riéndose de esa rata de biblioteca- uno pueda contestar "y yo unos caramelos de menta, ¿quieres?"