Amos de casa


Esther Vilar publicó en 1971 El varón domado, un polémico libro que le daba una curiosa vuelta de tuerca al feminismo. Según Vilar, en la sociedad occidental y moderna (y en hogares acomodados, habría que añadir), el hombre nunca ha sometido a la mujer, sino que ésta lo usaba a modo de esclavo: "Las mujeres hacen que los varones trabajen para ellas, piensen por ellas, carguen en su lugar con todas las responsabilidades". Vilar llega a decir que el sexo es la cadena que ata al varón y que los hijos no son más que rehenes. En cuanto a las mujeres que trabajan, según Vilar, o lo hacen por pura necesidad, o por conseguir un marido, o simplemente por una moda tonta. La liberación de la mujer, remacha, sólo ha consistido en comportarse como los hombres: fumar, beber cerveza a litros, alistarse en el ejército e ir al fútbol. Grandes éxitos. Vilar, además, elogia el trabajo doméstico. No porque sea especialmente edificante, sino porque es fácil y no ocupa demasiado tiempo. Siempre que se tenga dinero, claro. Gracias a las máquinas modernas, a las guarderías y a las empleadas del hogar, basta con tres o cuatro horitas diarias, tirando a mucho. Y según Vilar, la mayoría de las mujeres ni siquiera sabe cómo emplear el resto del tiempo. Evidentemente, no es plan de estar de acuerdo con la autora, cuya intención es más provocar e incitar a la reflexión que otra cosa. El varón domado no es más que una divertida boutade de 167 páginas. Pero sí que es posible constatar un hecho que, si no le da la razón a Vilar, al menos hace más difícil llevarle la contraria en lo que se refiere al trabajo. Y es que, hoy día, mientras las veinteañeras (la mayoría) buscan un empleo agradable y bien remunerado, que no les impida formar una familia y que les ayude a formarse profesional y personalmente blablablá, está surgiendo toda una generación de varones bartlebianos que sueñan con ser amos de casa mantenidos por profesionales aguerridas e independientes. Dormir hasta las once, tirarse el día en casa y, cómo no, actualizar el blog. Y todo a cambio de poner una lavadora de vez en cuando, cocinar, pasar la aspiradora.
(Texto dedicado a Delia, que no sabe si buscar un cocinero-cocinero o alistarse a las filas de los bartlebys.)
 
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Incorrecciones


Ahora todo el mundo quiere ser políticamente incorrecto. Y como siempre que todo el mundo quiere ser algo, el significado de los términos se estira hasta romperse, se diluye hasta que no queda ni rastro. Cualquier columnista que se precie alardea a la mínima oportunidad de su incorrección política. Ya sea diciendo que Gibraltar es español o que es inglés, que la inmigración es peligrosa o que es necesaria, que habría que acabar con ETA a tiros o dialogando. Da igual lo que se diga y no importa que el nivel de provocación tienda a cero. Porque en definitiva no se trata más que de (intentar) provocar, acompañando cualquier tímida tentativa en este sentido con la apostilla "ya sé que sonará políticamente incorrecto". En definitiva, todos quieren ir a contracorriente. Y al final, claro, nadie se mueve de donde está. Peor aún es el caso de quienes aprovechan esta mala fama de la corrección política para soltar animaladas. Porque los hay que se consideran inteligentes y rompedores por atacar, por ejemplo, a los homosexuales. Y peor que ser políticamente correcto es ser un bruto y un ignorante. No seré yo quien defienda las exageradas memeces de lo p.c. Pero es necesario recordar que sus intenciones son más que razonables. Aunque obviamente, y por ejemplo, la discriminación nunca será positiva: yo no tengo la culpa de las desigualdades provocadas por otros hombres europeos y blancos. Y tampoco está de más recordar que adjetivos como negro y moro no tienen por qué ser peyorativos. Es obvio que lo importante no son las palabras, sino lo que se haga con ellas. Por no hablar de tonterías como intentar ningunear a Shakespeare por ser, cómo no, un hombre blanco y europeo, que además descarga sus iras racistas sobre el moro Otelo y el judío Shylock. Y eso a pesar de que es éste último quien dice aquellas frases de "if you prick us, do we not bleed? If you tickle us, do we not laugh? If you poison us, do we not die?" Igual toda esta tontería sobra y basta con ser correcto. Sin adverbios. Y la corrección, cómo no, puede incluir la provocación. Pero no la estupidez.
 
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¿Qué está pasando?


Pero bueno, ¿cómo es posible? ¿Dónde iremos a parar? Esto ya es lo último. No, si resulta que ahora hasta la gente con dinero, como el pobre Mario Conde, va a la cárcel. Y veinte añitos, nada menos. Esto en mis tiempos no pasaba. Si uno podía pagarse un abogado caro -nótese que el adjetivo siempre es "caro", nunca "bueno"-, no dormía más de dos noches fuera de casa. Lo peor que podía pasarle a uno era tener que disfrazarse de Superman y sacudirles coscorrones a ex ministros. En fin, la sociedad cada vez va a peor: se convocan huelgas, se desprotegen islotes mediterráneos y cada vez más gente se cuela en el metro. Encima va a ser verdad que todos -o casi todos- somos iguales -o cada vez más iguales- ante la justicia. ¿Qué será lo próximo? ¿Juicios rápidos? ¿Empleos dignos?
 
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A veces


No quiero ponerme melodramático, pero es que a veces, sólo a veces, me da la impresión de que la literatura se ocupa -permitidme expresarlo así- de pijaditas. Las dudas existenciales de Hamlet, las reflexiones en torno al origen del mal de Poderes terrenales, las oníricas angustias de Josef K., el paseo dublinés de Leopold Bloom, las confesiones de algún que otro comedor de opio, los pusilánimes adulterios de Madame Bovary e incluso el incesto de Edipo a veces, sólo a veces, me resultan casi insignificantes. Incluso me parece mentira que en otro momento (ayer, mañana) me resultaran poco menos que fundamentales. Y eso por no hablar de la filosofía: los debatitos acerca del amor y del bien de Platón, el armonioso mundo de Spinoza, las espesas -y fatal escritas- disquisiciones de Kant sobre el tiempo y el espacio, las parrafadas de Schopenhauer acerca de una voluntad que incluso guía el crecimiento de las plantas y los cientos de libros acerca de cualquier cosa que escribió Bertrand Russell. También, directamente, toda la filosofía de la ciencia: Lakatos, Kuhn, Feyerabend, el limitado Popper o -lo pondré en este grupo, aunque merece grupo aparte- Wittgenstein. Y es que a veces, sólo a veces, cuando delante de mis narices hay gente que lo está pasando realmente mal, me da la impresión de que los libros, por muy bien escritos que estén, por mucho que me hayan hecho pensar y disfrutar, no son más que un pasatiempo, un jueguecito. Y eso a pesar de que soy de los que piensan que no hay nada más serio que un juego, que una broma. Ni recordar Las uvas de la ira o las mejores novelas de Dickens me quita esa incómoda, pasajera y supongo que exagerada impresión. Al menos soy consciente de que, en realidad, esto no es así. De que la literatura, sea comprometida -si es que eso existe- o no, es bastante más útil de lo que me parece ahora mismo. Incluso soy consciente de que los juegos no sólo son útiles -¿pero hay algo útil, en realidad?- sino sencillamente imprescindibles. Aunque sólo sea para ver más claro que hay cosas que, sencillamente, están mal. Pero, en fin, esto sólo me pasa a veces.
 
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En el metro


No es broma, lo juro. Está en el andén del metro, parada Universitat. Al lado de la máquina de refrescos y de la de aperitivos (o sea, cochinadas): una máquina expendedora de libros. Es una expendedora clásica, normal, vulgar: metes las monedas, le das al número que tenga el libro y la máquina lo deja caer. Para evitar páginas dobladas y arrugadas, los libros, de la colección de bolsillo Punto de lectura, están plastificados. De la docena de títulos que había, la mayoría eran bestsellers tipo Memorias de una geisha, aunque también estaban por ahí La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Resumiendo: venden libros en el metro. Es decir, a pesar de las encuestas y de algunos columnistas de diario, hay gente que lee y que compra novelas, ensayos y poesía. Y de este modo, es tan fácil y tan normal comprar un libro como una lata de Coca-cola. Sólo hay que subir al metro y tener monedas a mano. Igual la aportación a la cultura que hace el libro es mayor que la de la lata -siempre que no venga firmado por Lucía Etxeberría, por ejemplo-, pero me parece simplemente fantástico que alguien pueda decir "hoy me he comprado un par de libros" y que en lugar de mirarle raro -ya sea admirando a ese gran lector o riéndose de esa rata de biblioteca- uno pueda contestar "y yo unos caramelos de menta, ¿quieres?"
 
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