Casi tópicos


Volvió a casa antes de lo acostumbrado y se encontró con que su mujer le era fiel.
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No creo en el amor a distancia. A corta distancia, quiero decir.
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Cuando un relato comienza diciendo que era un día lluvioso es un mal relato. Y un peor día.
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Qué ilusión, porque yo nunca he ganado nada en un concurso. A excepción de un apartamento en la playa, un coche rojo, cinco mil euros, un fin de semana en Mallorca y esta bonita lavadora.
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Es mejor dar que recibir. Bueno, depende de lo que se reciba, claro.
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Javi no puede ser tan malo si le gustan los animales. Aunque sea al horno.
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Estoy indignado. Hoy he visto a una albañil y no me ha gritado nada.
 
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Un gemelo


Los gemelos suelen venir de dos en dos. Quiero decir que acostumbramos a conocerlos en pareja, aunque no seamos su madre. Pero, a veces, alguien a quien has conocido de manera, digamos, individual, te dice que tiene un hermano gemelo. A modo de comentario, sin darle importancia. Claro, no la tiene... Pero en seguida te viene la imagen a la cabeza: ese tipo (o esa muchacha) tiene por ahí un doble dando vueltas; con un tono de voz parecido, la cara algo más alargada o algo más redonda, quizás con algunos quilos más (o algunos menos). Les han confundido desde niños. Y ellos han aprovechado esas confusiones. Les han vestido igual, cambiando sólo el color de la ropa. Les han visto siempre como a una pareja de hermanos y no como a un hermano y a otro hermano. Empiezas a preocuparte: sabes que es absurdo, pero te da la impresión de que ahí delante sólo tienes la mitad de una cosa. Una gafa, una tijera, un alicate, un gemelo. Te inquieta el hecho de que un día te los puedas encontrar a los dos por la calle. Paseando cada uno del brazo de su novia. Otras dos hermanas gemelas. Supongo que es absurdo, pero la imagen de un gemelo me asusta. Tanto como la idea de asomarme a un espejo y no verme reflejado. ¿Exagero? Quizás. En todo caso y para evitar suspicacias de mellizos vengativos, diré que la culpa es de Cronenberg. Las reclamaciones, a él.
 
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Delirio que será, cómo no, convenientemente reciclado (es decir, arrojado a la papelera)



X saldrá vestido de blanco impoluto: pantalones, camiseta y zapatillas de tela. No llevará calcetines. Pelo corto, despeinado. Sexo, indiferente. Mirada perdida. Tiene que hablar muy rápido, en tono bajo, aunque con cambios bruscos de velocidad y volumen. Las manos por debajo del pecho; juguetea con los dedos. Puede llevárselas a la cara y a la cabeza.
X: No me gusta reciclar, ¿sabes? Porque, cuando reciclas, luego reaprovechan lo reciclado, ¿entiendes? No sé si me explico. O sea, que se vuelve a usar. Tiras, por ejemplo, una botella de cristal y cuatro diarios viejos a sus contenedores, cada uno al suyo, cristal por un lado, papel por el otro, y, al día siguiente abres la puerta y te encuentras en el rellano la botella limpia; sin etiqueta, eso sí, pero limpia y con el tapón de corcho entero. Y los periódicos al lado, en un montoncito. Las hojas son algo más grises, pero están como nuevas, bien plegadas y ordenadas, con las noticias de aquellos días oliendo a fresco y con el crucigrama que casi acabaste en blanco. Y no puedes tirar todo eso, porque para algo lo has reciclado, ¿no? ¿Qué sentido tendría? Así que lo guardas. Y otro día tiras, no sé, un tetra brick, por ejemplo, y vacías la papelera de tu habitación. Entonces te devuelven el tetra brick, cerrado y casi reluciente, como cuando lo compraste en el super. Sólo que vacío, claro. Y al lado, pongamos, unos veinticinco folios que usarás de nuevo, reciclarás otra vez y te volverán a devolver. Y eso por no hablar de la ropa. La ropa vieja también se puede reciclar. Se ha de reciclar. Al principio está bien, porque te devuelven las camisas y los pantalones bien planchados y reteñidos, pero, claro, en seguida se pasan de moda y no es verdad que las modas vuelvan: no es lo mismo una camisa estilo años 70 del Zara que la camisa vieja de tu padre. Al final toda la casa se llena de botellas de vino vacías, de tetra bricks de aire, ropa anticuada, periódicos atrasados y bien plegados. Todo se amontona en los armarios, sobre los sofás, encima y debajo de la cama. Acabas caminando entre los vasos que rompiste, entre los muebles que tiraste, sobre los cuentos que acabaron en la papelera y las cajas de cartón en las que venían aquellas cosas que compraste y ahora no eres capaz de encontrar. ¿Y que se puede hacer con todo eso? Está ya reciclado, no tendría sentido volverlo a tirar, o sea, a reciclar, porque lo volverías a recibir al día siguiente en tu casa; lo dejarían en el rellano. Y hay que reciclar, todo el mundo tiene que hacerlo y todo el mundo, el planeta, quiero decir ahora, acabará rebosando basura limpia que nadie sabrá cómo usar. Bueno, algunas cosas sí, como los folios, pero nadie se atreverá a usarlos, porque luego habría que volverlos a reciclar y no sabes lo espantoso que es tirar algo viejo y encontrártelo de nuevo en el rellano, reciclado, algo más gris, algo más apagado, pero como antes de que tú lo destrozaras. Y la culpa es de los lecheros ingleses, pero ése es otro tema, que ahora se trata de reciclar y ¿entiendes ya por qué no me gusta reciclar?
 
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Lo normal


Una vez fui de convivencias con mi clase. La cosa consistía en llevarnos a una especie de espantosa residencia durante un par de días para hablar de Dios, de la amistad, del futuro y de ese tipo de cosas de las que es mejor no hablar. Aunque sólo sea por una cuestión de elegancia. Mis primeras (y últimas) convivencias. Tenía 15 años. Sí, suena horrible, pero tengo una buena excusa: las opciones eran ir allí o hacer un examen de física. Ahora, como es natural, sé que debería haber escogido el examen ya que, en todo caso, sólo duraba una hora. Pero con 15 años resulta difícil acertar en la toma de decisiones. Al menos, y a pesar de esos dos días, no me volví ateo. No fue especialmente divertido. Pasamos largos ratos sentados en círculo, contestando por turnos a las preguntas propuestas por el profe e intentando establecer algo más o menos parecido a un debate. Una de las preguntas venía a ser algo así como: "¿Qué esperas de la vida?". Lo sé, la de los salesianos es la orden religiosa más cursi. El caso es que uno de mis compañeros, al que llamaremos Fernando, contestó: "Una vida normal". Se armó cierto revuelo. ¿Cómo podía alguien desear una vida "normal"? Otro compañero, por desgracia sentado a mi lado, puso cara creo que trascendental, y me dijo: "Una vida normal, qué aburrido". Hace unas semanas me dijeron que Fernando se había hecho sacerdote. El que quería una vida normal ha escogido una opción que siguen sólo 19.500 personas en España, un 0.05 por ciento de la población, más o menos. El resto de mis compañeros respondió con frases más románticas y sueños más excitantes. Allí había futuros actores, escritores, viajeros empedernidos, algún músico, famosos arquitectos y un odontólogo millonario. Sin embargo, todos -o casi- acabarán -¿acabaremos?- con un trabajo aburrido, dos niños malcriados (Kevin y Jennifer), un perro sucio y una hermosa hipoteca. El que quería una vida normal se hace cura: toda una extravagancia hoy día. El resto seremos empleaduchos de traje gris y corbata fantasía en planta de caballeros, dos por 19.95. Es también curioso que -en su momento y todavía ahora- el deseo de normalidad resultara provocativo. Es extraño que extrañe lo normal, que lo cotidiano resulte excéntrico. Hoy por hoy, la sensatez es una frivolidad y el realismo, un delirio.
 
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Preferiría no hacerlo


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