Es habitual la confusión entre presagio y causa. El presagio es irracional, personal, supersticioso. Puede ser incluso irritante. Hoy me he cortado al afeitarme, por lo tanto, no voy a tener un buen día. Me he despertado antes de que suene el despertador, así que me irá bien el trabajo. Nuestros presagios, hay que admitirlo, no suelen acertar, aunque recordemos con alegría los que dan en el clavo.
En cambio, con las causas y sus efectos, hay poco margen de error. Si giro la llave, el coche se pondrá en marcha. Tras contar un buen chiste, se oirán carcajadas. Cuando un presagio falla, lo normal es que nos olvidemos del tema. Si una causa no produce el efecto esperado, nos preocupamos y buscamos una explicación.
Pero las diferencias a veces son difusas. Por ejemplo, estamos convencidos de que hay una relación de causa y efecto en el hecho de apretar un interruptor y que se encienda la luz, a pesar de que no tengamos ni idea de cómo funciona la instalación eléctrica. En cambio, vemos como algo sorprendente estar seguros de que alguien nos va a llamar, suene en seguida el teléfono y sea justo esa persona. Cuando puede que haya por en medio un proceso semejante al de la lámpara, sólo que no hemos sido conscientes ni de cuándo ni de cómo hemos apretado ese interruptor. No hablo de magia, hablo, simplemente, de pequeñas causas que no somos muy hábiles en reconocer.
Era evidente que no estaba ciego. No sólo por el bastón blanco de pega y las tópicas gafas de sol, sino porque es un viejo conocido de todo barcelonés. Antes se paseaba por las Ramblas con una metralleta de juguete, hecha con cartones vacíos de tabaco, y le gritaba a quien quisiera escuchar -es decir, a nadie- que fumar mata. Ahora, por lo que vi ayer por la tarde, se dedica a pasearse por el metro, disfrazado de ciego, con su habitual barba de chivo y un cartel colgado del cuello en el que se puede leer
algo así como: "Ciego y sordo para protegerme del ataque audiovisual". Se coloca en el centro del vagón, se quita un tapón del oído y vocifera, con marcado acento británico.
-¿Me permiten un consejo? Si quieren protegerse de toda esta mierda que nos ponen en el metro, lo mejor son unas gafas de sol y unos tapones... ¡No nos quieren dejar en paz con los malditos anuncios!
Toda esta mierda quiere decir, supongo, los cartelitos de publicidad y los televisores de los andenes con noticias y anuncios. Aunque tampoco se detiene a explicarlo, ya que se dedica a intentar convencer a una veinteañera a la que ha pillado desprevenida. Además, se baja en la siguiente parada, caminando deprisa para llegar a otro vagón antes de que el tren reemprenda el camino, pero sin olvidarse de ir dando golpecitos con su bastón blanco en el suelo.
Supongo que cree ser un bufón shakespeariano y, si alguien lo llama loco, no dudará en asegurar que sólo los locos dicen la verdad. Seguramente está fascinado con su leve enajenación, y olvida que, por mucho que se diga, las enfermedades mentales no son ni creativas ni agradables. Es también posible, por qué no seguir inventando, que esté casado y que de vez en cuando su mujer tenga que bajar a la calle avergonzada, a recogerlo para darle su medicación y pedirle que se tranquilice mientras llama al médico. Sí, doctor, lo ha vuelto a hacer.
A mí, lo siento, no me parece especialmente extravagante. Decir que el tabaco mata o que la publicidad agobia no es original, precisamente. Me da que si realmente estuviera loco, en el mejor de los casos habría que buscar esa "verdad" -si es que hay tal cosa- debajo de alguna forma algo más delirante.
O puede que sea cosa mía. Igual de ver a tanta gente, por ejemplo, hablando sola por la calle -los móviles en la oreja son para disimular que se tiene un amigo invisible-, veo al loco tradicional como al más común de los vecinos. Y no creo ser una excepción. Los bufones tendrán que esforzarse.
Jaime, 13 de octubre de 2002, 16:43:00 CEST
Coelho
Preguntarle a alguien cuál es su disco preferido o su libro de cabecera es algo extremadamente cruel y peligroso. Sobre todo, porque a veces te responden sin ambages y últimamente ciertas personas tienden a decir "Paulo Coelho", sin tener en consideración el estado de shock en el que pueden sumir al inocente que ha preguntado.
Su escritura es una sucesión de máximas de baratillo, pseudofilosofías obvias y moralinas del tres al cuarto. Su estilo está enraizado en los géneros históricamente más demagogos: las parábolas bíblicas, las conversaciones socráticas y las grandes revelaciones de dos líneas de los orientales. Coelho intenta responder a las preguntas vitales de sus lectores por la vía rápida, desvelarles todas las verdades ahorrándose el esfuerzo del razonamiento filosófico o, siquiera, de la novela de ideas. Al final del camino, el caminante encontró un cruce y en el centro del cruce, un buda, meditando. El caminante le dijo al buda "oh gran buda, ¿y a dónde iré ahora?" El buda interrumpió su oración, miró al caminante con su ojo izquierdo, miró al camino con su ojo derecho, y le desveló la verdad: "Un hombre sabio no hace esas preguntas, pues sólo tiene dos senderos" "¿Y cuáles son?" le preguntó el caminante. "Uno, seguir caminando, aunque no haya camino. Y el otro, hacerse rico vendiendo más de 27 millones de ejemplares de tus bestsellers".
Jaime, 10 de octubre de 2002, 12:01:49 CEST
El Corán y Libertad Digital
No sé por qué sigo molestándome en leer
Libertad Digital. Supongo que para suministrarme mi dosis diaria de cabreo. Pero, aunque esta dosis tiene un puntillo agradable, de vez en cuando uno se topa con estupideces excesivas.
La última que he tenido la desgracia de leer la firma un tal Enrique de Diego y se titula
Por qué no prohibimos el Corán. Creo que la tontería se responde sola y lo peor que se puede hacer es seguirle el juego a este soplagaitas, pero no está de más curiosear sus supuestos argumentos.
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Jaime, 8 de octubre de 2002, 12:12:40 CEST
El regalo perfecto
Los amigos y familiares de Silvia creen que es una maleducada que nunca recuerda los cumpleaños. Se equivocan, pero cómo explicárselo.
Todo comenzó cuando cometió el error de comprar un regalo que era realmente bonito y, además, útil: un jersey rojo para una amiga. Pero le gustaba tanto que fue incapaz de dárselo.
Llegó a salir de casa con la bolsa en la mano, pero tuvo que volver a subir. Aquel jersey era para Silvia. Incluso era de su misma talla. No le importó ir a la cena con las manos vacías: ya le compraría otra cosa a su amiga. El mismo jersey, pero de otro color, por ejemplo. Se excusó diciendo que había estado enferma. "Ya te traeré algo", dijo. La homenajeada contestó con un "no te preocupes, eso no es lo importante" de cortesía, que Silvia decidió interpretar literalmente. La verdad era que no parecía molesta.
Para el siguiente cumpleaños, en esta ocasión de un amigo de la infancia, quería volver a comprar algo horrible, como siempre. Para evitarse problemas. Un disco con canciones del verano, una bolsa de viaje de algún color imposible o una camisa que le fuera demasiado grande. Pero no, cómo hacerle eso a un viejo amigo. Vio un libro que hacía tiempo que quería leer y del que le habían hablado muy bien. Lo compró. A él le encantaría. Pero, de nuevo, fue incapaz de regalarlo. Lo había comenzado por curiosidad y no podía dejar de leerlo. Era realmente bueno. Pensó en dárselo después de acabarlo, pero el lomo ya se había agrietado y las páginas se notaban manoseadas. Además, ya había pasado un buen puñado de días y sería incluso de mala educación llevárselo a esas alturas. En su estantería estaba bien.
Los cumpleaños (y las navidades) fueron pasando y repitiéndose, y ella no podía dejar de comprar regalos magníficos de los que no podía desprenderse. El último disco de Beck, unos guantes de cuero, los cuentos completos de Nabokov, velas aromáticas. Claro, cómo llevarles algo feo o cómo comprar dos cosas iguales. Una vez te acostumbras a los regalos perfectos (que para ser perfectos han de ser únicos) no puedes ir por ahí regalando juegos de maquillaje baratos o algún peluche espantoso para el coche.
Al principio a sus amigos y familia no les molestaba mucho que no regalara nada. Al fin y al cabo, un despiste lo tiene cualquiera. Además, confiaban en que acabara dándoles algo, aunque fuera con días -o meses- de retraso. Pero ahora muchos son incapaces de disimular su cabreo. Sí, claro, los regalos son lo menos importante, pero se quejan de que parece que ni piense en ellos. Es el detalle, aseguran, sin demasiado convencimiento, es el detalle.
Silvia, de todas formas, cree que se está comportando de manera intachable, que es una buenísima amiga. Pensando en la gente que quiere compra los regalos ideales. Unos regalos tan bonitos y tan agradables que no puede hacer otra cosa que quedárselos. En cambio, ella no deja de recibir por su aniversario pendientes baratos, libros que ya tiene y que le da vergüenza decir que quiere cambiar, adornos de dudoso gusto para sus estanterías o incluso algún juego de marcos para fotos. Y se ve obligada a sonreír, a dar las gracias y a usar todo aquello, al menos, unos días.