junio 2025 | ||||||
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abril |
Viajeros y turistas
Josep Maria Romero decidió dar la vuelta al mundo sin subirse a ningún avión, sin comprar ningún recuerdo y con sólo una mochila a cuestas. Eso está explicando por la radio. Ha tardado catorce meses, a pesar de que Phileas Fogg tardó 80 días en realizar un trayecto parecido usando medios de transporte aún más lentos. También hay que decir que Romero no se había apostado nada. Este hombre tiene derecho a hacer lo que le apetezca, por supuesto. Si hay gente que se impone reglas arbitrarias para comer -beber dos vasos de agua antes de comenzar o dejar para el final las patatas fritas- y nadie dice nada, él también puede viajar como le apetezca. Lo que me molesta -a mí también me puede molestar lo que yo quiera- son esos aires de superioridad que estos viajeros mártires acostumbran a mostrar sobre el clásico turista de agosto. Su forma de viajar es la mejor porque ellos sí que conocen de verdad los países que visitan, y no como esos mamarrachos con cámaras y sandalias, que no hacen más que visitar los lugares más típicos y tópicos, siguiendo a un guía aburrido que repite el mismo discursito cada semana y en cuatro idiomas diferentes. A mí, sinceramente, ambas formas de viajar me parecen en realidad formas de mortificarse. Los snobs que se obligan a sí mismos a subirse a un barco infecto o a dormir en cualquier pensión llena de insectos y arácnidos, en lugar de optar por un avión y un cómodo hotel, parece que sientan remordimientos de conciencia por el placer que supone irse de viaje. Es como si pensaran que algo agradable no puede ser también bueno, que ciertas cosas sólo resultan enriquecedoras si van acompañadas de disgustos e incomodidades. Por su parte, los turistas típicos dan la impresión de que, en realidad, no quieren viajar y sólo lo hacen porque todo el mundo dice que hay que hacerlo. Así, lo mejor es acabar cuanto antes y convencerse a sí mismos de que pasar por cuatro ciudades en tres días es más que suficiente. En ambos casos, eso sí, de lo que se trata es de sufrir moderadamente durante unos días para volver a casa afirmando que viajar enriquece. No sé, pero me da que los primeros sólo regresan con alguna extraña infección y bastante dolor de espalda, mientras que los segundos traen de vuelta una lámpara con forma de Partenón -las hay- y una indigestión de bombones con la cara de Mozart -o peor, de Sisi- en el envoltorio. No veo mucha diferencia entre estos extremos.
Trabajar en casa, vivir en la oficina
El teletrabajo es tentador. Suena bien eso de ponerse a trabajar en pijama, si apetece, con la radio puesta y un buen desayuno delante. Uno incluso puede hacerse la ilusión de que nadie le controla, a pesar de las exigencias de jefes y clientes. Pero trabajar en casa también tiene sus peligros. Y es que, por muy moderno que suene y por mucha internet que se use, en realidad se trata de un retorno a antiguos modos de empleo, que, si nos despistamos, pueden traer de nuevo ciertos abusos. Como se explica en Historia de la vida privada, hasta bien entrado el siglo XX era muy usual trabajar en el propio domicilio, especialmente "en la industria textil, vestido, calzado, guantería, pero también en otros sectores como la óptica, joyería, etc." A destajo, por supuesto, sin sueldos fijos, ni horarios, ni ningún tipo de seguridad social. "Generalmente [estos trabajadores] están muy mal pagados -se explica-, y sus ganancias no alcanzan las de los obreros de fábrica. Además necesitan trabajar desde el alba hasta una hora muy tardía para subsistir miserablemente". De todas formas, el libro explica que este modo de trabajar fue cada vez a menos no sólo por motivos económicos, sino también y especialmente por "el deseo de limitar el tiempo dedicado al trabajo: cuando se trabaja en la fábrica, se sabe cuándo terminará el trabajo. El tiempo que escapa al patrón, y cuya importancia crece a lo largo de todo el siglo, es un tiempo del que se dispone plenamente y del cual se es propietario. Trabajar fuera de la propia casa es también estar plenamente en la casa propia cuando se está en ella. En este sentido, el retroceso del trabajo a domicilio responde a la reivindicación de una vida privada". Evidentemente, desde entonces las cosas han cambiado. Pero no es mala idea tener en cuenta que, aunque no todo pueden ser ventajas en esto del teletrabajo, hay que procurar que los inconvenientes no signifiquen pérdida de derechos. Ni de cordura, por otro lado, que encerrarse en una habitación y hablar con gente sólo a través del messenger y del teléfono no puede ser muy saludable. Aunque, en fin, todo esto no quita que siga resultando agradable la idea de poder hacer una pausita en la jornada laboral para, por ejemplo, darse una buena ducha. Cosa que en la oficina no es fácil de hacer, evidentemente.
Egoístas
Aunque aún es pronto para juzgar, parece que la iniciativa de cobrar cinco libras a quienes quieran ir en coche por el centro de Londres está reduciendo el caos circulatorio en la ciudad británica. No es extraño que tenga éxito esta resolución, no sólo porque por tal cantidad no serán muchos los que se atrevan a agarrar su vehículo, sino también porque difícilmente encontrará una respuesta negativa mínimamente organizada por parte de los conductores, como explica Zoe Williams en The Guardian. Un ejemplo que pone la propia periodista: la misérrima manifestación de doscientas personas, que ni siquiera llegaron a cortar el tráfico. Williams no duda en asegurar que el motivo de que los usuarios de motocicletas y automóviles no sean capaces de organizarse para protestar contra dicha medida es que éstos son unos bastardos y unos egoístas. Básicamente. Y es que, explica, que un individuo use el coche a pesar de que pueda recurrir al transporte público significa que el tipo en cuestión siente asco ante la posibilidad de viajar cerca de otra persona, que no tiene remordimientos de conciencia por contaminar y que, además, no duda en anteponer las ganas de no mojarse en caso de lluvia a cualquier sentimiento de responsabilidad y civismo. "Si conduces un todoterreno -añade, inmisericorde-, eres todas estas cosas, sólo que diez veces peor". Sin duda, exagerado. Y, en parte, discutible (sólo en parte). Pero pone de manifiesto ciertas actitudes de los conductores, que hace temer a los no londinenses por la posibilidad de que en sus ciudades se tomen resoluciones parecidas. Total, las quejas no van a ser importantes y tocará pagar. O, peor, ir en metro. Eso sí, los políticos barceloneses, con el alcalde Joan Clos a la cabeza, ya han declarado que esta medida es exagerada, que es mejor fomentar el transporte público y que, en todo caso, Londres es una ciudad más grande y con mayores problemas de tráfico que Barcelona. Menos mal que ellos no parecen estar por la labor, porque en Barcelona los conductores son igual de incapaces de unirse para defender sus derechos. O lo que puedan creer que son sus derechos. Y eso a pesar de que Cataluña es un país de asociaciones. De hecho, casi parece que haya más asociaciones que socios. En lo que se refiere al transporte, las hay en defensa del transporte público, de los usuarios de bicicletas, incluso de patinadores. Pero los conductores de automóviles no tienen ni una sola que les defienda de nuevas calles peatonales o de rotondas impracticables, por no hablar ya de posibles tasas por circular por el centro de la ciudad. No me extraña que los conductores no hayan logrado crear tal asociación. Posiblemente ni han pensado en ella. Sobre todo teniendo en cuenta que, como dice la propia Williams, "ni siquiera son capaces de ser amables los unos con los otros", sobre todo, como añade, si perciben cualquier signo de debilidad, como la L que llevan los conductores noveles. Y es que, así las cosas, en caso de formar esta asociación, ¿qué harían en las reuniones? ¿Soltarse bocinazos y cagarse los unos en los muertos de los otros?
La Tercera República
Jeb Bush, todo un gobernador de Florida y hermano del presidente de Estados Unidos (¿de tal astilla tal astilla?), soltó ayer que Aznar era el <a href=www.elperiodico.com>presidente de la República de España. Para espanto de muchos, imagino, ya que después de las manifestaciones del sábado, los más asustadizos igual ven al coco en todas las esquinas. Aunque, por supuesto, otros tantos ya estarán sonriendo maliciosamente ante un nuevo ejemplo de la supuesta incultura norteamericana, como si no encontráramos ejemplos de pifias de políticos en el resto de países del mundo. Sin ir más lejos, en el nuestro. Y es que esta metedura de pata de Jeb Bush me recuerda a las piquiponadas de las que habla Màrius Serra en su Verbàlia. Piquiponadas en honor a Joan Pich i Pon, que fundó dos diarios, llegó a alcalde de Barcelona (impuesto por Madrid en 1934, durante la Segunda República, justamente) y que hablaba sin vergüenza ninguna de la batalla de Waterpolo o del conflicto nipojaponés. Las piquiponadas, claro, son abundantes. En una ocasión, en el mismo balcón del Ayuntamiento, Pich expresó su satisfacción por cierto reconocimiento público, asegurando: "Por fin me han ajusticiado". En otra, en la que agarró y alzó una espada, preguntó si parecía un radiador romano. Pich, eso sí, usaba una lógica aplastante en sus lapsus linguae, como es evidente en este otro ejemplo que recoge Serra: "Lo necesario es que cada uno viviera (sic) en nuestra propia tierra. Entonces seguramente comenzaríamos a estar bien. Los franceses, en Francia; los ingleses en Inglaterra; los murcianos, en Murcia; los belgas, en Belgrado". Y es que en cuestiones geográficas no le ganaba nadie. No lo encuentro en este libro, pero creo que fue también el propio Pich el que aseguró que si las cosas se ponían negras, metía todos sus dineros en un barco y, hala, hacia Suiza.
Tener mal café
No me gustan las conversaciones ni los textos sobre comida. Tienden a caer, no ya en el sermón, sino incluso en la reprimenda. Y es que a los gastrónomos les acostumbra a parecer pecado mortal que no se coma siguiendo estrictamente todos sus consejos. O, más bien, todos sus mandatos divinos. Además, el tema es aburrido. Comer bien es estupendo, eso está claro. Ahora, no creo que hablar sobre comida sea tan maravilloso. De hecho, me horroriza especialmente verme envuelto en una conversación sobre gastronomía -o sobre vinos, horror- en mitad de una cena. Se entiende que cuando digo "conversación" no me refiero a alabar breve y simplemente el plato que se tiene delante. De todas formas, no puedo evitar lamentar que en cualquier restaurante de Barcelona -y de España, por lo visto- sea imposible tomar un buen café después de un almuerzo o de una cena. Uno acaba tragando un liquiducho amargo y arenoso, coronado por una espumilla color tierra, en lugar de por una capita cremosa. Por prevención, ya me he acostumbrado a pedir un cortado, confiando en que la leche disimule el mal sabor del café. Pero lo que acaba ocurriendo es que el mal sabor del café disimula el de la leche. En definitiva, es una pena no poder culminar el buen rato pasado en el restaurante con una agradable despedida en forma de tacita. Y es que, por muy rico que esté todo, siempre parece que camareros y cocineros acaben por cansarse, que lleguen agotados -o peor, despreocupados, confiados- al momento de preparar el café y no sean capaces de servirle a uno más que cuatro gotas de agua de fregar. Claro que hablo de restaurantes asequibles (para mí). No sé, por ejemplo, si en el Drolma trabajan un poco mejor el tema, aunque no me extrañaría que lo descuidaran del mismo modo, sin preocuparse por el hecho de que dejemos la mesa con mal sabor de boca, de que el penúltimo rito -el último es el de pagar y ese no tiene remedio- sea, simplemente, desagradable. Claro que más de uno me propondrá que no tome café o que lo tome un poco más tarde en cualquier cafetería decente. La primera opción la descarto ya de entrada: para mí ese café después de comer es indispensable; la segunda la he llevado a cabo alguna vez. Pero no me parece más que un mal menor: del mismo modo que no tomaría el primer plato en un local y el segundo en otro, yo quiero beber un café más o menos digno en el mismo lugar en el que disfruto del resto de mi comida. Al fin y al cabo, no es tanto pedir.