Meter la pata


Han arrestado a un par de tipos por atracar a un mosso d'esquadra vestido de paisano. Es la clásica indiscreción que yo cometería. Porque sí, yo soy el típico que siempre se mete en problemas por hablar demasiado. Por ejemplo, el otro día me crucé por la calle con una señora con barrigota y no pude dejar de gritarle: -¡Gorda! ¡Gorda! ¡Feaca! ¡Gorda! Y luego se giró y me dijo que estaba embarazada. Claro, qué vergüenza. Y además su novio, mosso de esquadra, era aquel señor que casualmente caminaba a su lado. Es mi honestidad, que me mete en líos. Porque yo voy siempre de cara. Con la verdad por delante. Y eso me ha supuesto muchos problemas, claro, porque a veces la gente confunde mi sinceridad con la impertinencia. Como por ejemplo, cuando seguí gritándole a la señora embarazada que sí, que igual estaba esperando un hijo, pero que eso no quitaba que estuviera gorda y fuera poco agraciada. -¡Gordaca! ¡Tía fea! -Caballero, le aviso de que soy mosso de esquadra... -¡Gorda! ¡Gorda! ¡Que pareces un cheetos! Y así seguí desde el suelo, mientras me inmovilizaba aquel tiparraco y hasta que llegó el coche patrulla. He tenido otros momentos similares. Por ejemplo, en una ocasión tenía que tratar un tema muy importante y también incómodo con un conocido: -En fin, como dicen los americanos, deberíamos hablar del elefante que está en la habitación. -Tío, baja la voz. -¿Qué? ¿Qué ocurre? Y entonces me señaló con un gesto al elefante que estaba en la habitación, a uno de verdad, quiero decir, sentado en el sofá y hojeando una revista de decoración. -¿Pero qué hace un...? -Baja la voz, que te va a oír. -¿Pero cómo...? -Que bajes la voz. -¿Pero por qué tienes...? -Basta, que son muy susceptibles. -¿Pero cómo ha entrado aquí, si no cabe por la puerta? ¡Gordo! ¡Feo! ¡Paquidermo! Reconozco que a veces puedo herir los sentimientos de los demás. Es que siempre digo lo que no debo. Como el otro día. Me encontré a un ex compañero de trabajo. Acabamos tomando una cerveza. Nos pusimos a hablar de política (mal tema, lo sé) y le dije que a mí la ley del aborto me parecía bien tal y como estaba. -Eso es porque a ti no te abortaron. Silencio incómodo. -¿Cómo? ¿Quieres decir que... ? Y sí, resultaba que su madre había abortado cuando estaba embarazada de él y lo había matado cuando apenas tenía una decena de semanas. -Lo siento, yo... -Es igual, no tenías por qué saberlo. -De todas formas, para estar muerto... -¿Qué? -Estás muy gordo. ¡Gordo! ¡Obeso! ¡Elefante! -Tío, baja la voz... Y sí, me giré y había otro elefante en la barra, tomándose un refresco y mirándome con cara de pocos amigos.


 
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Los límites del humor los marca mi tiroides


Hay gente que no tiene sentido del humor. El otro día fui a casa de un amigo, tiré la puerta abajo y me comí a su perro. Y se cabreó. Mucho. Muchísimo. Mi amigo, quiero decir. Al perro no le dio tiempo. No se calmó (mi amigo) ni cuando le expliqué, entre carcajadas y mientras me secaba una lagrimilla, que sólo era una broma. Una broma que evidentemente no supo encajar. No es el único caso similar que me he encontrado. Algunos me retiraron la palabra porque no entendieron lo gracioso que resultaba que les secuestrara y apaleara con ayuda de unos conocidos rumanos, o que quemara su coche, o que les echara tres o cuatro pastillas de Viagra en el vino, con cómicas consecuencias. A la gente le falta sentido del humor. Sí, reconozco que a veces mis bromitas pueden resultar un poco incómodas, pero hay que saber apreciar el lado humorístico y ver que no me estoy riendo de ellos, sino con ellos. Bueno, eso en caso de que se rían y no corran a buscar un objeto contundente. Jaja, el del Viagra, jaja, no tardó en encontrarlo. Luego le dio un infarto y se murió. Pero qué dos minutos de risa más fuerte. Casi me da un infarto a mí también, con la tontería. En todo caso, no hay límites para el humor. Por supuesto, con excepción de lo que ya sería falta de respeto. Por poner el primer ejemplo que me viene a la cabeza: no me gustan los comentarios acerca de mi sobrepeso. Porque yo tengo un problema de tiroides. Soy un enfermo. Uno no se ríe de los enfermos. De los de verdad. Eva tiene cáncer, pero no es lo mismo: ella necesita afrontar su situación con algo de humor negro, que yo eso lo leí no recuerdo dónde; en Tele Cinco, creo. Lo mío es diferente. No estoy gordo porque quiera. De hecho, si exceptuamos este problema de tiroides yo apenas tengo tendencia a engordar. Podría comer los seis phoskitos que de cada desayuno sin apenas notarlos. De hecho, no los noto incluso a pesar de mi condición médica: me mantengo estable en mis ciento quince kilos. Veinte. Treinta. Es igual, no es una cuestión de cifras. En todo caso, lo importante es que se puede hacer broma con todo, siempre que no se me falte al respeto. Pero es un problema médico de verdad. Insisto porque mucha gente no me cree y yo lo paso mal, verdaderamente mal. Es muy irritante avisar a un amiguete de que vas a pasar a saludar por su casa, omitiendo -porque yo sí que tengo sentido del humor- la hilarante orden de alejamiento claramente falsa, y llegar y que no haya comprado chocolate. Necesito ingerir azúcar cada media hora, más o menos, porque si no, me vuelvo muy irritable y ya no es culpa mía que tire los jarrones y vuelque las mesas, que es todo cosa de la tiroides, como les intenté explicar a aquellos policías que se empeñaron en llevarme al cuartelillo sin dejarme pasar antes por la pastelería. En fin, que me dio una terrible bajada de tensión que me nubló el pensamiento y que apenas pude calmar mordiendo a uno de los guardias. Aproveché la confusión resultante para salir más o menos corriendo, de forma lenta y bamboleante. Los dos policías no tardaron en darme alcance, pero me dio tiempo a sacar el móvil y decirle cuatro cosas bien dichas a mi supuesto amigo, mientras intentaba recobrar el aliento. -¿Qué parte de "quiero chocolate" no entiendes, hijo de puta insensible? Apenas pude acabar la frase. Me agarraron y me llevaron a comisaría, donde me metieron en un calabozo que tuve que compartir con unos señores que no parecían muy de fiar. Uno de ellos, consejero delegado de un banco, me ofreció una interesante cuenta corriente, todo hay que decirlo, con unas condiciones inmejorables: yo les daba mi dinero para que hicieran lo que quisieran con él, y ellos a cambio sólo me cobraban un litro de sangre al mes, además de poder contar libremente con mis órganos en caso de que algún miembro del consejo de administración necesitara un trasplante. Acepté encantado. Los bancos lo están pasando mal y todos tenemos que arrimar el hombro para echarles una mano.


 
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Acerca de la credulidad


A: Mi principal problema es que soy muy crédulo. B: Yo también me lo trago todo. Fíjate por ejemplo en este sable. A: Joder. B: Ya ves... A: ¿Eso no te ha dolido? B: Bah, alguna hemorragia interna. Probablemente no sobreviviré a esta conversación. Pero bah. Es que yo soy así. Me lo trago todo. A: Bueno, lo que te decía antes de que me interrumpieras: soy demasiado crédulo. B: ¿Qué tragas? ¿Fuego? ¿Cristales? Yo me lo trago todo. TODO. A: No, ideas en general. B: Pero eso no duele. A: Vale, no, pero puede ser muy molesto. Que es lo que te quería contar: una vez me desperté, fui a hacerme un café y había un veintañero en la cocina, comiendo cereales. Me saludó con un "hola, papá". B: Y no era tu hijo. A: No lo sé. Creo que no, porque no le había visto nunca antes, pero sonó muy convincente. Y por eso le creí. Aunque tengo dudas. B: ¿Y no le preguntaste de dónde ha salido? ¿Quién es su madre? ¿Por qué no sabías nada de él hasta ahora? A: No me pareció buena idea. Imagina que sí que es mi hijo, cosa que podría ser cierta dada la seguridad con la que uso la palabra "papá", ¿cómo podría hacerle ese tipo de preguntas? ¿Qué clase de padre demostraría ser, si ni siquiera recordara a su madre, si no me hubiera interesado nunca por él? B: ¿Y entonces qué has hecho? A: Le he observado durante todos estos años. B: ¿Años? A: Sí, ahora tiene 32. Se casa el mes que viene. Con una holandesa. Es que es muy del Barça. B: ¿Y todavía no sabes si es tu hijo? A: No, todavía no. Tiene algunos gestos míos, como cuando hago así con las cejas, e incluso tenemos los pies exactamente iguales: el derecho a la derecha y el izquierdo a la izquierda. En lo demás no nos parecemos tanto, pero claro, igual ha salido a su madre. Espero que su madre sea china, por cierto. B: A lo mejor se parece a su verdadero padre. Un señor chino. A: Sí, bueno, pero tampoco hacía falta decir eso. B: Pero es una posibilidad que est... Oh, mierda. A: ¿Qué ocurre? B: Nada, nada, lo del sable. Se me está... Abriendo la garganta... Por dentro... Entonces, tu... Tu hijo... ¿Tu hijo es chino...? A: Sí. B: Me parece... Muy racista por tu parte... A: Esa es otra cosa que me sorprende. Con lo correcto que soy, jamás tendría un hijo chino. Ni se me pasaría por la cabeza tal afrenta a la comunidad asiática. B: Creo que... Creo que... A: Además, si yo tuviera un hijo, sería géminis, que se lleva muy bien con mi signo, ofiuco. Él es virgo. ¡Virgo! ¿Estamos locos o qué? B: Creo que... Me muero... A: Vale, vale, ya lo he pillado. Lo que te decía, que soy muy crédulo, y no sé si este chico en realidad se está aprovechando de mí. B: Pero si eres pobre como una rata. A: Ya, pero también tengo cereales en casa. Siempre. B: Odio los cereales. Me gustan más las bombillas. Ah... A: Me has escupido sangre en los zapatos. B: Ya... Perdona... A: En fin, que no sé si ha pasado estos años conmigo porque soy su padre o por los cereales. B: Podrías pedirle el teléfono de su madre con cualquier excusa y... Au... Preguntarle... A: Lo hice. Le pedí su teléfono. Y me lo trajo. Mira, es este. B: Anda, es un Sony Ericsson. A: Y un chiste muy malo. B: Oh, mierda... Escuece... A: Sí, bueno, lo que tú digas. Es que soy tan crédulo que incluso me dijo que me había hecho una prueba de paternidad y que había salido positiva, y me lo creí. B: Adj... A: Y eso que el informe era un postit en el que ponía "SÍ". B: Entonces él sabe que... A veces... Dudas. A: Más de una vez me ha sorprendido mirándolo así: ¬¬ B: Au... A: Lo que más me hace sospechar es que yo soy una mujer. Y bueno, recordaría mi embarazo. Y lo suyo sería que me llamara mamá. B: Agf... A: Pero mamá no me llama. Siempre tengo que llamar yo. B: Rrfg... A: ¿Quieres parar con esos grititos ya? B: Duele... A: Eso va a ser del sable. Míratelo luego cuando llegues a casa. En fin. ¿Tú qué harías? B: … A: ¿Quieres dejar de retorcerte de dolor y contestar a mi pregunta? B: … A: Odio que siempre quieras ser el centro de atención. B: Llama... A una ambulancia... A: Sí, con lo caro que me sale llamar a un fijo. Mejor envío un whatsapp y ya está. Tanto gasto, tanto gasto... Que no soy millonario. O millonaria. No lo sé. Estoy hecho un lío. O una lía. B: Socorro... A: Tengo un hijo que mantener, ¿sabes? Y un elefante al que cuidar. B: Grgggh... A: Ah, mi precioso Ceferino. Casi no cabe en mi piso de cincuenta metros cuadrados, pero me hace compañía. Y ahuyenta a los ladrones. Más que nada porque no pasan por la puerta. B: Gñggg... A: Ceferino es mi hijo. También está muy gordo. Yo duermo en el descansillo desde hace años. Sólo entro para usar el lavabo. Es un follón. Me tengo que engrasar todo el cuerpo para ir deslizándome hasta lo que a veces es la taza y a veces no quiero saber lo que es, pero incluso se oyen quejas. B: Grghhh... A: En fin. Te dejo. No me has sido de mucha ayuda. B: … A: Tengo un elefante al que mantener y cereales que comprar. B: ...


 
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La violencia en el cine


Yo no soy de esos que van por ahí diciendo que no les gusta el cine para hacerse los interesantes. Disfruto con una buena película, aunque en casa y por la tele, que se ve mejor y más tranquilo. Antes me gustaba ir a alguna sala de cine y disfrutar del ambiente, pero ya no, eso ya se acabó. Y es que ya no se puede ir al cine por culpa de los extremistas. Hace un par de semanas fui a ver la última de Woody Allen, Midnight en Paris, y pasé verdadero miedo. Estaba rodeado de hooligans de estos, sobre todo señoras de sesenta años, que se carcajeaban a risotadas y aplaudían cada vez que se hacía mención del psicoanálisis o el personaje de Owen Wilson tartamudeaba. Lo peor fue al final. Claro, el entusiasmo iba creciendo y cuando salieron los títulos de crédito, toda esa gente quiso salir a celebrar el que (no se puede negar) había sido el mejor trabajo de Allen en años. Y aquí comenzó lo malo. Yo comprendo lo de sentirse identificado con el estudio de las relaciones y de las inseguridades que hace Woody Allen, pero me parece excesivo salir gritando como locos, coreando "Allen, Allen, Allen es cojonudo, como Allen no hay ninguno" y "vamos a ganar el Oscar", como si ellos fueran coproductores o algo parecido. Sobre todo porque me arrastraron en sus celebraciones, sin dejar que me escabullera, dando saltos, soplando cornetas, salpicándome cerveza que no sé de dónde habría salido y además, ¿qué hace una señora de sesenta años bebiendo cerveza a morro de una botella de litro? Eso está feo. Por supuesto, no tardó en aparecer un grupito de admiradores de los hermanos Coen en una esquina, con sus gafas de pasta y sus barbas de tres días, buscando follón. Unos acusaron a los otros de aburridos, los otros llamaron a los primeros repetitivos y así hasta que se llegó a usar por ambas partes el adjetivo. Sí, el adjetivo. "Sobrevalorado". Entonces comenzaron las patadas, los puñetazos, los lanzamientos de botellas, el incendio de papeleras, los coches volcados, los elefantes furibundos aplastando cabezas. Yo seguía allí, lo recuerdo, atrapado entre los que aseguraban que Woody Allen sólo sabía juntar dos frases ingeniosas por película y los que soltaban que El gran Lebowski no era más que una peli para frikis. Y de paso me llevaba algún empujón y unas cuantas patadas de algunos y de otros, mientras intentaba huir. Por supuesto, acabó apareciendo la policía. Cosa que tampoco acabó con mi sufrimiento: comenzaron los porrazos, los balazos de goma y las bombas lacrimógenas. A mí me dio todo de pleno. Cuando me quise dar cuenta, estaba en una celda con dos costillas rotas, la pierna derecha llena de hematomas y los ojos rojos y llorosos. Estos son los ejemplos que dan los cinéfilos. No saben disfrutar de una película sin ponerse a gritar y a insultar a los demás, ni siquiera cuando la película es buena. Y esta gente hace mucho daño al cine, porque estamos hablando de cuatro grupitos de las filas de atrás, una fracción ciertamente minoritaria, pero al final es la que se ve y la que sale por la tele y la que ha dado, por ejemplo, a las películas de Woody Allen esta fama de incitadoras de disturbios. Las academias del cine tendrían que tomar medidas contra la violencia de una vez por todas. Pero claro, no pueden tomar decisiones contundentes porque eso va en contra de una parte importante de su público, y todos sabemos los trapicheos que hay por ahí de entradas gratuitas, críticas favorables e incluso drogas. Es lo que hay. Es una pena, pero es lo que hay. En todo caso, yo no vuelvo al cine: ya veré las películas desde mi inofensivo sofá.


 
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Muy en contra de los semáforos


Los políticos de hoy en día nos tratan como si fuéramos niños: no hacen más que coartar nuestras libertades e imponer prohibiciones absurdas que en ningún momento hacían falta. Han prohibido los toros, por ejemplo, sin ni siquiera preguntarles a los animales su opinión al respecto. Igual se llevarían una sorpresa. Y el otro día salí a la calle --por primera vez en mucho tiempo, ya que me alimento de patatas y de los gatos que se le escapan al vecino-- y me encontré con que la ciudad está plagada de unos extraños postes con luces arriba del todo. Pregunté a un tipo que había por allí, que insistió en mirarme raro y largarse corriendo, igual que los otros cinco siguientes, pero finalmente logré retener a una señora, que después de darse cuenta de que no quería matarla, contestó a mi pregunta. Al parecer, esos postes se llaman "semáforos" y cumplen una función que sin duda resulta humillante para cualquier persona adulta: nos informan de cuándo podemos cruzar. Ojo: no se trata de que nos aconsejen acerca de cuándo resulta conveniente o no hacerlo, cosa que sería más o menos útil para niños, ancianos e hinchas futboleros. No. Son de obligado cumplimiento. Es más, la mujer me explicó que la policía podría incluso multar a conductores y peatones por no detenerse en uno en rojo. Lo que se llama "saltárselo". A pesar de eso, cabe señalar que hay héroes de la libertad individual que no dudan en "saltarse" un semáforo cuando lo creen conveniente, demostrando que estas imposiciones liberticidas no vienen a cuento cuando estamos hablando de adultos responsables y en su mayoría sobrios. Dicho lo cual, me puse a buscar a un guardia para manifestarle mi inconformidad con el asunto y para ver qué pasos podía seguir para denunciar al ayuntamiento y quizás ponerme en huelga de hambre para reclamar la pronta retirada de estos instrumentos borreguiles y esclaveros. Después de caminar durante horas gritando "¡policía!", logré dar con un agente, que intentó razonar acerca de la utilidad de estos semáforos. Razonar. Ja. No hacía más que repetir consignas sin plantearse si realmente significaban algo. --Piense que ordenan el tráfico. --¡No hay nada como el libre mercado para ordenar las cosas! ¿No se da cuenta de que si un coche ve que no puede girar porque hay coches que vienen de otra calle, no girará? ¿Que la ausencia de semáforos no implica la obligatoriedad de seguir adelante? --Además, evitan atropellos. --¿Pero es que acaso estoy ciego? ¿No voy a ver a un coche que se acerca? ¿O a una furgoneta? --Igual está despistado. --¿Y si estoy despistado voy a prestar más atención a una lucecita que a un Seat Córdoba? ¿Estamos tontos o qué? Aquello era increíble. Ese hombre no era más que otro engranaje del sistema, otro siervo encantado con que le dijeran lo que tenía que que pensar. Pues desde luego a mí nadie me iba a decir lo que tenía que hacer. ¡Y menos un semáforo, que no es más que un palo con luces! De la indignación, le di la espalda y me fui, sin darme cuenta de que me metía en medio del tráfico. Noté un golpe por encima de las rodillas y caí al suelo, dándome en la cabeza. --Lo siento, lo siento --era el conductor--. No he visto el semáforo. --¿Se lo ha saltado? --Sí, lo siento. --Es usted un héroe... ¡Un héroe! Mantengo una grata amistad con mi atropellador. Juntos vamos a iniciar una plataforma que recogerá firmas para arrancar los semáforos y respetar así las libertades individuales, cada vez más asfixiadas por este estado opresor, liberticida, socialista y titiritero. Y es que además no sirven para nada. Tanto semáforo y a mí me atropellaron igual. Sólo de pensarlo me indigno tanto que las orejas se me ponen rojas. Gñ.


 
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