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Hablando del tiempo
Al parecer, la información meteorológica es de las cosas que más audiencia tiene en televisión. Y eso a pesar de que los hombres (y mujeres) del tiempo se pasan la mayor parte del ídem hablando del tiempo que hace en ese momento y no del que hará, que es lo que uno diría que interesa al espectador. En todo caso, se trata de una sección en la que es difícil innovar. Un tipo con un croma a sus espaldas va señalando un mapa que en realidad no ve. Y gracias. En algunas televisiones, por aquello de hacerlo más creíble, sacan al hombre del tiempo a la calle. La cosa tiene un divertido punto de castigo: ¿no decías que no iba a llover? Pues ahora te jodes. De todas formas, lo que realmente haría que esta sección fuera más creíble y cercana sería retransmitirla desde un ascensor. Y nada de monólogos: diálogos. --Parece que va a llover, ¿eh? --Pues sí. Es que se acerca una borrasca que viene del centro de Europa. --Ah, por eso han bajado las temperaturas. Y más que lo harán a lo largo de la semana. --Exacto, mañana por la mañana no se llegará a los cinco grados en Barcelona. ¿A qué piso va? Otras secciones podrían hacer algo parecido. Por ejemplo, las tertulias deberían emitirse desde bares y no desde platós. Dependiendo de la hora, con cortados, cervezas, tapitas o directamente cubatas. Y hablando con la boca llena, de pura indignación. Más: los deportes --o sea, el fútbol. Habría que adoptar la típica y tópica figura del seguidor de información y espectáculos deportivos --o sea, del fútbol. Cuando el presentador del informativo dé paso al compañero de deportes --o sea, de fútbol--, que se vea a un tipo en chándal, con un bol de palomitas apoyado contra el barrigón y un par de latas de cerveza bien cerca, una abierta y la otra vacía. Y nada de simular imparcialidad. Que lleve puesta la camiseta de su equipo y celebre las victorias con un "oé, oé, oé". Sin vergüenza ninguna; vamos, como sus compañeros de la sección de política --o sea, de partidos.
El sarrillo de las enciclopedias
Al parecer, internet y sobre todo Google están asesinando a sangre fría y sin contemplaciones las enciclopedias. Entre otras cosas, claro. Poco que objetar. Yo no puedo llevarme una enciclopedia al trabajo, pero sí que puedo consultar un buscador desde la oficina. Y no sólo encontraré una biografía de treinta líneas de Schubert, sino que daré con un millón de páginas que incluyen información de todo tipo, incluidas cosas que desearía no haber descubierto jamás, como una selección de sus obras en midi. Ahora, todo tiene sus desventajas, por pequeñas que sean. No me refiero sólo a los midi, ni a eso tan manido de la posible falta de fiabilidad. Sino más bien a los ratos que uno puede perder con las enciclopedias. Me voy por ejemplo a buscar a Schubert y me encuentro con José Luis Sert. Me detengo por curiosidad y me entero de que este hombre diseñó la embajada de Estados Unidos en Bagdad. Luego tiro para adelante y me llama la atención la foto de un tal Siaka Stevens, que resulta ser uno de tantos dictadores de Sierra Leona. Entonces me doy cuenta de que voy en dirección alfabética contraria, así que doy marcha atrás para dar con la palabra "sarrillo". Aterrado ante la posibilidad de que se trate de una enfermedad que me está matando lentamente sin yo saberlo, me detengo a leer la definición: "Estertor del moribundo". Casi, pero no. Menos mal. Finalmente encuentro a Schubert, que comparte página con Schönberg, quien aquí viene además retratado por Kokoschka. Sin duda, Google es más cómodo y rápido que cualquier enciclopedia. Además, tiene la ventaja de carecer de vendedores como los de la Enciclopèdia Catalana. Pero los que somos algo despistados acabaremos echando de menos estos paseos y estas pérdidas de tiempo durante los que al menos uno no iba tropezando con midis. Sí, una tontería, pero, en fin, podría ser peor; al fin y al cabo, hay gente que lee diccionarios, comenzando por la A y acabando por la Z.
Todo pasa y no pasa nada
En uno de sus Articles amb cua, Josep Pla lamenta la Barcelona de postguerra: imbéciles hablando en castellano para no parecer rojillos, amigos exiliados, editoriales que ya no publican libros en catalán, una economía dirigida hasta el ridículo. Pla concluye con una de las frases optimistas más pesimistas que uno puede leer: "El més curiós és que tot s'arreglarà, més o menys bé i d'una manera o d'altra". Sin duda. Todo acaba pasando. Quizás todo lo bueno se acaba, pero al menos no hay mal que cien años dure. Se acabó la Guerra Civil y se acabó el franquismo. Incluso el Plan Ibarretxe pasará, no sin antes aburrirnos hasta la exageración. Palestinos, iraquíes y turcos terminarán demostrando que se puede ser demócrata y musulmán. Bush dejará de ser presidente, aunque igual para cederle amablemente el puesto a su hermano. Pero a veces no basta con recordar que todo se acaba arreglando más o menos bien. A más de uno le gustaría saber cuándo. Por ejemplo, tengo un amigo que lleva tres años en el mismo trabajo. Y ese trabajo no le gusta. "Ya encontraré otra cosa", dice. Lo más curioso es que la encontrará, más o menos bien y de una manera o de otra. Aunque a este paso lo que igual encuentra es la jubilación. Y para eso le quedan casi cuarenta años. Más o menos los mismos que le quedaban a Franco cuando Pla escribió esa frase.
Deja que consulte mi agenda
Las agendas tienen bastantes ventajas. Por ejemplo, uno las estrena con relativa frecuencia. En un año hay tiempo para tomarles cariño, pero también para, finalmente, aborrecerlas. Además, ayudan a desarrollar la imaginación. Uno las llena de tareas que no hará y para las que, por tanto, tendrá que inventarse una buena excusa. Siempre uso una pequeñita, de bolsillo, de estas en las que viene toda la semana en dos páginas. Sólo que esta vez es una Moleskine. Como cuesta el doble de lo normal, espero que el año me vaya el doble de mejor. Es decir, que el doble de gente se crea mis excusas. Pero lo mejor de las agendas es toda esa información absurda con la que los impresores rellenan páginas y páginas. Aparte de los datos personales en los que uno puede anotar hasta el nombre y el teléfono del médico de cabecera, esta agenda dispone de un planning de viajes, un calendario de festivos internacionales, la media de temperaturas máximas y mínimas de enero, abril, julio y octubre de una treintena de ciudades de los cinco continentes, distancias entre otra docena de ciudades, prefijos telefónicos de 120 países, una tabla con equivalencias de medidas (incluidos grados celsius y fahrenheit) y de tallas (hasta las de calcetines). Recuerdo otra agenda que tenía una lista de tipos de vinos, años y calidad de las cosechas. Por no hablar de una que mostraba mapas de los cinco continentes y la población de cada país (en mills. de habs.) Insisto: las agendas cabían en un bolsillo. En todo caso, se trata de información absolutamente inútil incluso antes de que existiera Google. Pero qué mejor que comenzar el año sabiendo que Londres está más cerca de México que de Hong Kong. O que un galón imperial (británico) es más grande que un galón a secas (americano). Además, ahora que sé que mi talla estadounidense de camisas es una 14, ya puedo ir tranquilo por el mundo. ¿Probarme la camisa? ¿Para qué? Déme la catorce, que no tengo tiempo, fíjese en mi agenda: llena de tonterías por no hacer.
¡Se sienten, recórcholis!
Me parecería demasiado cruel escribir sobre las cenas de Navidad organizadas por la empresa. Es más, creo que es más agradable darse un martillazo en el dedo gordo del pie que acudir a una o hablar sobre ellas. Pero sí que comentaré una curiosa manía de estas cenas y otras similares que consiste en decirle a cada uno donde se tiene que sentar, como si se tratase con niños pequeños. La excusa que se suele aducir es que así se conoce a gente de otros departamentos e incluso de otros pisos. No sirve para nada explicar que uno ya conoce a la gente de otros departamentos que le interesa. No sirve porque en seguida se añade que siempre queda gente que uno no trata y que también le podría caer de maravilla. Y digo yo, puestos a cenar con desconocidos que podrían llegar a ser nuestros mejores amigos con independencia de que yo al menos ya tengo amigos, ¿por qué limitarlo a la empresa de cada uno? ¿Por qué no hacer intercambios entre las empresas? Al fin y al cabo, hay gente de otras compañías que uno no conoce de nada y que podrían llegar a ser, no sé, nuestra esposa. Además, de estas cenas podrían surgir magníficas posibilidades de negocio. -¡Rubio! -Diga, amo. -Este año le toca ir a la cena de Tutiplén, S.A. No haga como el año pasado, que estos señores comercializan unos magníficos cepillos para cejas que podríamos vender en nuestras tiendas. -Señor, sí, señor. -Nada de vomitarle a nadie encima. -Señor, no, señor. -Ni de desnudarse. -Señor, no, señor. -Ni de hacerle proposiciones indecentes a ninguna camarera. -Señor, no, señor. -Ni a ningún camarero. -Señor, no, señor. -Ni a ambos a la vez. Es más, ya puestos, creo que se podría aprovechar la experiencia de la administración pública en el tema de la lotería y sortear a nivel nacional dónde y con quién celebra cada cual la cena de empresa. Así, a principios de diciembre nos llegaría una carta en la que se diría algo así como: "Señor Rubio, queda usted invitado por la Subsecretaría de Estado de Comuniones, Bodas y Bautizos a la Cena Nacional de Empresas, que en su caso se celebrará en el Hotel Palmeras de Valladolid. Rogamos confirme asistencia o envíe justificante médico". Quizás sea lo mejor porque, evidentemente, ninguno de nosotros ha tenido jamás el criterio suficiente como para saber junto a quién quiere sentarse.