El fútbol es así


Anoche vi seis o siete minutos del partido del Barça contra el Chelsea. Me levanté del sillón justo después de que un tal Belleti marcara un gol en propia puerta. ¿Es que antes de salir a jugar no les dicen cuál es su portería? El caso es que hasta ayer había algo que no tenía claro: si a todo el mundo le gusta el fútbol menos a unos pocos entre los que me cuento, igual es cosa mía y soy yo el que no entiende un deporte inteligente y atractivo. Ahora ya no dudo. Ni siquiera se trata de una cuestión de gustos: el fútbol es aburrido. Igual que el césped es verde y el cielo azul. Y a uno sólo le puede gustar por culpa de alguna malformación genética, quiero pensar que leve. Eso sí, hablo del fútbol como espectáculo. Jugar está bien. De delantero, claro. Imagino que ahora alguno aducirá que se trataba de un partido duro y defensivo, o que pillé los únicos seis minutos aburridos, que también es mala suerte. Pues no. Con lo que cobran los futbolistas y con lo que cuesta una entrada, lo mínimo es no aburrir. Ni seis minutos. Si es necesario, que canten, que cuenten chistes o incluso que corran. Me alegro de que al menos durante esos seis minutos no se oyeran gritos racistas. Aunque diez seguidores del Chelsea acabaron en el cuartelillo por robar y liarse a tortas. Por desgracia, no entre ellos. Es curioso que, salvo contadísimas excepciones, estas cosas sólo pasen en el fútbol.


 
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Fuma, fuma, pero lejos, gracias


En Cataluña se va a prohibir fumar en bares y restaurantes pequeños. Los grandes deberán contar con espacios diferenciados para fumadores y no fumadores. Obviamente, los dueños de estos locales ya están llorando sólo de pensar en el dinero que van a perder, por mucho que no se sepa de nadie que se haya arruinado en los países en los que se han aplicado normativas similares. Por cierto, yo he estado en alguno y es fantástico: uno no tiene que soportar el apestoso puro que se enciende el viejo de turno después de almorzar, o sale de la cafetería sin necesidad de llevar la chaqueta al tinte para que la desinfecten. Claro que yo no soy fumador. Y comprendo que algunos se vean fastidiados por no poder aliviar uno de sus vicios de la misma manera en que lo han hecho toda la vida: destrozando su salud a costa --como mínimo-- de la comodidad de los demás. Además, tampoco soy el dueño de un bar que cree tener derecho a dejar fumar si lo considera conveniente. De todas formas, creo que los únicos responsables de haber llegado a estas prohibiciones son los propios fumadores. Un indicio: que en los hospitales se hayan visto obligados a colgar carteles de no fumar. ¿A quién se le ocurre encender un cigarro en un edificio lleno de enfermos? Obviamente, no todos los fumadores son unos egoístas maleducados. Pero son muy pocos quienes preguntan si a alguien de la mesa le molestaría que encendieran un cigarrillo. Y menos aún los que encajan con elegancia un "no", por muy educado que sea y por mucho que uno explique casi como confesando un delito que el tabaco le molesta. Claro que yo odio el tabaco y nunca contesto que no a los pocos que me piden permiso para fumar. Por la sencilla razón de que ya no viene de aquí: los bares suelen estar tan llenos de humo que el aire se podría untar. Más: en tu propia casa, algunos no piden permiso, sino que preguntan directamente por el cenicero. En las discotecas bailan con los cigarrillos a modo de antorcha, sin preocuparse por si lo apagarán accidentalmente en el brazo de alguien. Otros incluso se meten en el ascensor dando caladas, sin que les importe si hay alguien dentro y si ese alguien es tan caprichoso que quiere, no sé, respirar. En resumen, si estos fumadores que ahora lloran tanto hubieran sido conscientes de que su humo molesta, nadie les hubiera prohibido nada. Porque no hubiera hecho falta. Pero, en fin, se han pasado décadas ignorando a los no fumadores, así que creo que no nos vendrá nada mal un respiro. Claro que reconozco que a alguien igual le molesta el olor de mi colonia, o el niño de esa otra pareja que no para de llorar, o esa señora que habla a gritos. Y a nadie --espero-- se le ocurrirá prohibir hablar en un tono de voz demasiado alto. Pero creo que no hay sospechas razonables de que los gritos ajenos produzcan cáncer. Que yo sepa.


 
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¡Mec!


Hace unos días a Alber le indignaron los claxonazos con los que un cretino obsequiaba a una ambulancia. No creo que estos bocinazos sorprendan a alguno, a pesar de que los conductores eternamente cabreados no son más que una ruidosa minoría. O eso quiero pensar. En todo caso y según la normativa, el claxon sólo ha de usarse para advertir de peligros y evitar accidentes. Pero lo cierto es que se usa más bien para desahogarse. En un semáforo el primero de la fila tarda más de cinco segundos en darle al acelerador una vez se enciende la luz verde y mec. O igual a otro no le ha gustado que un tercero se haya parado en un stop y mec. O el que tiene delante tarda más de lo que le gustaría en incorporarse a la ronda y mec. Lo más divertido --es un decir-- es cuando uno oye decenas de mecs y marramecs en un atasco. Ah, genial. El claxon desintegra coches, por eso se usa tanto cuando el tráfico está imposible. Dos toques de bocina y uno puede circular sin problemas. Y a casi todo el mundo le parece supernormalísimo. Mucha campaña de civismo en el metro para que la gente no se cuele, mucha grúa recogiendo coches, mucho no hagas ruido si es tarde que a los vecinos les molesta, pero no sé de nadie a quien le hayan puesto una multa, cortado un dedo o al menos llamado la atención por aporrear el claxon. Oiga, usted, ¿a qué viene tanto mec? Disculpe agente, es que tengo un mal siglo. Por cierto, casi igual de molesto que lo de oír bocinazos mientras uno se dirige al metro a las ocho de la mañana y aún intenta despertarse, es que algún anormal le haga luces en la autopista. De todas formas, con esto de las luces a veces me doy cuenta de que el excesivamente cabreado soy yo. No siempre acierto a agradecer esta advertencia como es debido. Porque al fin y al cabo el rey del tunning o el señor del Audi que tengo detrás simplemente intenta hacerme ver lo revolucionado que voy: me recuerda que no puedo circular a más de ciento veinte aunque vaya por el carril de la izquierda. Por tanto, levanto el pie del acelerador hasta reducir los veinte o treinta kilómetros por hora que marca de más mi Seat Cafetera. Una vez he reducido suavemente y después de mirar bien por el retrovisor --al menos dos o tres veces--, me pongo a la derecha, como todo conductor responsable. Con mucha tranquilidad, sin precipitarme. Y si, como ocurre a menudo, veo que el amable conductor que tenía detrás se embala y va a una velocidad excesiva, no dudo en ponerme detrás suyo a una distancia razonable y devolverle el favor haciéndole las mismas luces que él me ha hecho a mí. De nada.


 
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Cuidado, que viene el Ave


El Ave no irá muy rápido, pero lo cierto es que va dejando boquetes por donde quiera que pasa. Primero en Zaragoza y ahora en Barcelona: nada menos que veintisiete personas del barrio del Carmel se han quedado sin casa por aquello de que, vaya, habíamos calculado mal, coño, es que aquí te tendrías que haber llevado tres, ah, vale, es verdad, entonces da negativo. Un pequeño error de cálculo que todos los afectados comprenden y sin duda recordarán entre risas dentro de unos meses, cuando ya estén esparcidos por la ciudad en sus nuevas casas con veinte metros cuadrados menos, esperando que reconstruyan el edificio que, vaya, se ha roto. Yo pasé mi primer año de vida en el Carmel. Lo único que casi recuerdo al respecto fue una visita que hice con mi madre años más tarde. Ella iba a ver a una amiga suya y yo creo que estuve un rato jugando con la hija o el hijo de aquella amiga. Vale, no recuerdo con quién jugué, si es que jugué con alguien y si es que ese alguien existía. De hecho, lo único que recuerdo del barrio es una montaña altísima que creo que imaginé la noche antes, cuando me dijo mi madre que íbamos al Monte Carmelo. Lo que estoy seguro de no haber soñado es la mala jugada que me hizo mi madre con el bocadillo que comí a media tarde, o a media mañana, o cuando fuera que me lo comiera, que eso tampoco lo recuerdo. El caso es que a mí no me gusta el tomate. Y por tanto no quería que mi madre me untara el pan del bocadillo con esa maldita cosa roja que se supone que es una fruta, pero sabe tan mal como una verdura. A mi madre, como a todas las madres, le bastaba que yo dijera que algo no me gustaba para obligarme a comerlo. Ya lo había intentado con el plátano, y el tomate no iba a ser menos. Así, en un gesto de crueldad inaudita, me untó el pan del bocadillo con esa porquería, creyendo que yo no tenía ni ojos ni lengua y que, por tanto, no me daría cuenta. Había puesto además muy poco, de modo que casi no se advertían ni el color ni el sabor. Mordí, mastiqué, qué es esto, incluso tragué, ¿no me habrás puesto tomate? No, no... ¿Y esto rojo que sabe tan mal qué es? También recuerdo que yo no me comí esa cosa. Imagino que yo cogería una más que justificada rabieta. Ignoro si mi madre me compró otro bocadillo o mantuvo su indignado convencimiento de que a mí me gustaba el tomate y lo único que quería era fastidiar. ¿Qué tiene que ver esto con las obras del Ave? Pues nada, simplemente me ha venido este recuerdo a la memoria, y mi odio al tomate y al pan con ídem ha renacido en mí con una especial virulencia. ¿Qué habrá hecho de malo el pan para que lo embadurnen con esa cosa?

(Sí, ahora ya sé que fue el metro y no el Ave. Perdón por las prisas.)


 
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¿Dónde está ese progreso del que tanto nos hablaban?


Junto con la política y el tiempo, hay otro tema de conversación digno de las peores mesas de las bodas: los coches. Aclaremos algo antes de continuar: yo no sé nada de automóviles, a pesar de que me gusta la Fórmula 1. En lo único en que me fijo es en el diseño. Y en el compact que pueda haber puesto. Eso sí, yo tengo un coche. Un clásico, casi: un Seat Ibiza que este año alcanzará la mayoría de edad. Lo gracioso es que se trata de un Ibiza Junior. Todo un sarcasmo. Imagino que no le faltará mucho para llegar a ser Senior. Al menos, el coche aún tira. Cuando arranca, que en invierno le cuesta. El caso es que, por lo que veo, los coches siguen todos muy atrasados. Los de ahora son más bonitos, más rápidos, más seguros y algo más fáciles de conducir, pero siguen funcionando más o menos igual: con pedales, palancas, un volante y gasolina. Una maquinaria digna de una locomotora a vapor o de un submarino de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de los progresos, faltan botones, pantallas y lucecitas para que podamos considerar al automóvil un utensilio del siglo 21. Gran parte de la culpa es de los conductores. Da igual lo rojillos que seamos: cuando nos subimos a un coche despierta ese facha conservador que llevamos dentro. Aparta de ahí, la carretera es mía, mira por dónde vas, no ves que soy yo yo yo YO YO MALDITA SEA YO quien quiere pasar, so cretino. De hecho, cualquier innovación que haga sentir pérdida de poder a los conductores se rechaza de plano. Y los diseños más o menos vanguardistas sólo se aceptan una vez han pasado de moda. Es más, creo que esto es lo único que explica convincentemente que en Europa sigamos empeñados en conservar el cambio de marcha manual y la tontería ésa del embrague. Todo es cuestión de tiempo, claro, pero en este caso se trata de más tiempo de la cuenta: si los conductores fueran (fuéramos) algo más atrevidos (y no hablo de conducir a doscientos veinte por una comarcal) igual ya tendríamos esos coches voladores que de niños dábamos por hecho que conduciríamos. Gasolina y embragues, qué vigesímico.


 
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