Toda la verdad acerca de Pilar Rubio (no, no somos familia)
Dicen que la tele engorda. Incluso las de pantalla plana. Que ganas hasta siete quilos. Supongo que eso será cierto si te la comes. En todo caso, lo que yo no sabía era que cambiara tanto a la gente. En todos los sentidos, no sólo a lo ancho. Claro, supongo que no es lo mismo ver a alguien en dos dimensiones que en tres. Pero tanto. Demasiado. No me lo esperaba. Es que el otro día vi a Pilar Rubio en un bar. Y en persona pierde. A ver, por la tele tiene un físico tan impresionante como el que compartimos todos los que nos apellidamos Rubio: es alta, tiene unos ojazos preciosos, unos ojazos preciosos, una boca encantadora, unas piernas tan largas que uno termina de mirarlas el miércoles y, en definitiva, una figura que podría haber diseñado… Er… No sé, un diseñador de cosas… De cosas bonitas. De mujeres guapas. Eso, una figura que podría haber diseñado uno de los tres mejores diseñadores de mujeres guapas del mundo. Y además parece simpática. En fin, no sé si será por la falta de maquillaje o por la iluminación o simplemente por ese carisma que tienen los que salen por la tele, pero allí en el bar se me cayó el mito a los pies. Pilar Rubio en persona es un señor de Burgos que mide metro cincuenta y cuatro, aparenta unos cincuenta y cinco o incluso sesenta años, conserva un total de doce dientes, viste pantalones de pana en verano, fuma tabaco de liar y tiene la odiosa costumbre de llevar siempre un palillo en la boca. Aun así y aunque no soy el típico que ve a un famoso y pierde el culo por ir a saludarle, decidí entablar conversación con ella. Era Pilar Rubio, al fin y al cabo; una oportunidad de hablar con una chica así no se tiene todos los días. Y ahí vino lo peor: además de no ser tan guapa como en la tele, ni siquiera se mostró agradable. Vale, tiene que ser un coñazo no poder salir a tomarte una cervecita en paz, pero creo que lo menos es mostrar un mínimo de educación. Que si se confunde, que si me llamo Ramón, que si me quiere dejar tranquilo, que si no me bese, que si está usted mal de la cabeza… Sí. Una maleducada. Y luego salió a la calle y me hizo correr detrás suyo. Ella gritaba: “¡Policía!” Y yo: “¡Me da igual que detrás de las cámaras te llames Ramón y seas de Burgos! ¡Te quiero tal y como eres! ¡Acepta este anillo que llevo en el bolsillo de la chaqueta desde que lo compré para ti hace dos años y medio con la esperanza de encontrarte en un bar, pedirte que te casaras conmigo y formar juntos una familia! ¡No me gustan los niños, pero por ti estoy dispuesto a comprar un perro! ¡Pero de los pequeños, eh!” Subidísima. Como si fuera, no sé, Audrey Hepburn. Si sólo hace tonterías por la tele. Bueno, mira, ella se lo pierde. Total, a mí siempre me ha gustado más Patricia Conde.
8:34
Sebastián Rodríguez suele mirar el despertador mientras se pone la chaqueta antes de salir a trabajar y, casi siempre, el reloj marca las 8:31. A veces, claro, son las 8:32 o las 8:28 o incluso puede que las 8:45, por qué no, al fin y al cabo Sebastián no es particularmente metódico y lo único que le interesa es llegar a eso de las nueve a la oficina. Como más o menos todo el mundo hace igual y más o menos todo el mundo sale de casa más o menos a la misma hora, Sebastián se cruza cada día con más o menos los mismos desconocidos. De su casa al metro, por ejemplo, siempre se encuentra con un tipo alto y con pinta de fortachón, cargado con una bolsa de deporte, y con una chica de veintitantos, de cara simpática y zapatos de colores quizás demasiado vivos para esas horas de la mañana. Sebastián se topa con el posible monitor de gimnasio a las 8:32 (más o menos) en el primer cruce en dirección al metro. A la chica no se la encuentra hasta unos dos minutos más tarde (más o menos), por la misma acera que él, pero en dirección contraria y saliendo de una panadería. Los usa como relojes. Si por ejemplo se cruza con la chica más cerca de su casa, Sebastián sabe que va un poco más retrasado de lo normal, sin necesidad de alzar la muñeca, retirar la manga de la camisa y mirar la hora en el reloj. Como es natural, no siempre es él quien se retrasa, a veces son ellos. También a veces ni los ve, pero Sebastián no es un tipo particularmente obsesivo y comprende que ellos también pueden quedarse dormidos o incluso ponerse enfermos, y que él no es nadie para pedirles explicaciones, sólo faltaría. Pero un día se da cuenta de que la chica hace tiempo que no aparece. Más de lo normal, no puede ser una gripe y es un mes un poco raro para coger vacaciones. Pasan un par de semanas y Sebastián comienza a preocuparse. Claro, puede que haya cambiado de trabajo o que se haya mudado y que, por tanto, su ruta y su horario se hayan visto modificados. Pero Sebastián no puede evitar sentirse intranquilo. Se siente un poco perdido cuando sube su calle; a veces incluso ha de mirar el reloj. Y lo tiene que reconocer: está preocupado, la gente no desaparece así por las buenas. Un día decide que tiene que saber qué ha ocurrido. Por muy sencilla que sea la explicación. Para poder pasar página. Para poder buscar otro reloj. Y la mañana siguiente entra en la panadería y pregunta por la chica, sin más. No sabe si trabaja ahí, si sólo compra algo o si es la hija de la dueña. Pero es la única pista que tiene. Resulta que la veinteañera compra allí un zumo y una pasta cada día, para comer algo a media mañana. Pero además la dueña la conoce de toda la vida: vive en ese mismo edificio, como ella y su marido, desde hace años. La mujer la tiene muy presente porque ella también la echa de menos. Por qué, pregunta Sebastián, ¿se ha mudado? ¿No se ha enterado? Pensaba que por eso preguntaba. Y le explica que la han asesinado. No se sabe quién, se la encontraron un viernes por la noche cerca de casa. Regresaba de cenar con los amigos y alguien, puede que un ladrón, le clavó una navaja en el cuello. Sebastián vuelve a casa, no puede ir a trabajar, está prácticamente en estado de shock. Sí, de acuerdo, no la conocía. Pero la veía cada día. Podría haberla saludado y tampoco hubiera sido tan raro. Era una cría. Veintipocos. Si aún vivía con sus padres. Está indignado. Es un crimen que no puede quedar impune. Tiene que hacer algo. Decide volver al día siguiente a la panadería. Le dice a la dueña que no ha sido del todo honesto. Soy un periodista, dice, estoy investigando el asesinato del que hablábamos ayer. La dueña le cree y le presenta a los padres de su reloj, quienes le presentan a sus amigos e incluso le comentan todo lo que la policía les ha dicho. Después de apenas cinco días de entrevistas, días que tiene que descontar de sus vacaciones, llega a una conclusión absolutamente irrefutable. Sabe quién es el asesino. No es un ladrón cualquiera, es alguien que la conocía, uno de sus amigos. Sebastián se enfrenta al culpable. Sé que has sido tú. Él otro le contesta con una frase que probablemente ha ensayado mucho antes de dormir, si es que puede dormir: no sé de qué me habla. Pero Sebastián sigue hablando, ignorando su débil protesta. Mira, le dice, sé que fuiste tú, no tengo ninguna duda. Asesinaste a una chica que tenía toda la vida por delante, que estaba llena de ilusiones, que tenía ambiciones y proyectos. Fue un crimen horrendo. Y hace una pausa, antes de seguir. Claro que no se puede volver atrás en el tiempo, ¿no? Nada le va a devolver la vida, ¿no? Y los demás tenemos que ir a trabajar cada día, ¿no? Pues verás, tengo un problema. Resulta que yo siempre me la cruzaba a las 8:34, cuando ella salía de la panadería de su edificio. Necesito que alguien me haga de reloj, no sé si me explico, que alguien ocupe su puesto. Necesito puntos de referencia. Si no, me siento perdido. ¿Lo harás? Por favor. Por favor. ¿Lo harás? Tú la mataste, es lo menos que puedes hacer. A las 8:34. Más o menos. Cada día. No soy particularmente maniático, si son las 8:35 no pasa nada. Pero inténtalo. ¿Lo harás? ¿Lo harás?
¿Qué es ese ruido?
¡Oigo a un montón de gente gritar! ¡Imagino que habrán sido contagiados por algún virus que les ha convertido en peligrosos zombies caníbales! ¡No, listo, no; eso no es una película! Suerte que tengo un rifle, ya que yo soy liberal y creo que las armas no matan. Voy a apostarme en la ventana y liarme a tiros con todos esos muertos vivientes. No me deis las gracias. Sólo hago lo que creo que debo hacer. Ah, oigo sirenas, petardos, cláxons... Cláxones... ¿Cómo es el plural? ¡Bocinazos! ¡Estoy rodeado! ¡Si al amanecer no he regresado, dile a Mary Lou que jamás la quise y que sólo le dije que me casaría con ella para que me dejara en paz! ¡Dale este reloj a mi hijo, y si no tengo hijos, dáselo a... No sé, a un niño! No, espera, que el reloj es bueno. Quédatelo tú y cámbialo por un par de jamones. Me queda un consuelo: me llevaré a unos cuantos zombies caníbales por delante. No, no me llaméis héroe. Llamadme Sebastián. Siempre me ha gustado cómo suena ese nombre. Sebastián. Sebas. El Sebas. No, es igual, llamadme héroe.
¿Te apetece un café?
A: Mi primer impulso fue estrangularle con el cable del teléfono. B: ¿Pero...? A: Mi teléfono es inalámbrico. B: Ah, los odio. Donde esté un buen cable. A: Así que decidí quitarme el cordón de uno de los zapatos. B: ¿Pero...? A: Pero le dio tiempo a huir, claro. Bueno, en realidad no huyó. O huyó de forma bastante tranquila. Teminó el café, bostezó durante mucho rato y salió a la calle silbando. B: Ah, cómo odio a esa gente que sabe silbar y te lo restriega por la cara. A: Cuando acabé de quitarme el maldito cordón salí a la calle tras él, pero el zapato se me caía todo el rato. Le dio tiempo a escaparse calle arriba. Caminando. Parándose a mirar en un escaparate. B: Calle arriba. Encima estaba en buena forma. A: Entonces volví a poner el cordón en el zapato, para recobrar velocidad y, por qué no, elegancia, y corrí también calle arriba. B: Así que tú también estás en buena forma. A: No. De hecho, de ahí viene el infarto. B: Oh. Vaya. Cierto. Ahora entiendo por qué nos rodea este hospital y por qué traigo un ramo de flores. A: Gracias. B: No, si no son para ti. A: Oh. Vaya. B: Tengo una cita. A: Anda. ¿Y está buena? B: No lo sé. Es la primera vez que voy. A: Es una cita a ciegas. B: Supongo que la puedes llamar así, pero en realidad es una cita con un o una dentista. Lo que pasa es que yo soy un romántico y siempre llevo flores a todas mis citas. A: Por eso te trataron tan bien en hacienda. B: Y tan mal en el taller mecánico. A: Y tan bien en la sastrería. B: Y tan mal en aquella cena con aquella morena. A: ¿Y eso? B: Alergia. A: Yo también tengo alergia, pero a los gatos. B: Lo tendré presente. Si alguna vez vamos a cenar juntos, no traeré ninguno conmigo. A: Gracias. B: ¿Y qué piensas hacer? A: Las alergias no se curan, así que me tendré que aguantar. Supongo que si me ataca un gato iré al médico para que me recete algo. B: Me refiero a ese asesinato frustrado. A: Ah. No sé. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Claro que durante todo este tiempo he querido estrangularle. De hecho, le invité a tomar café con esa única intención. No lo sé, la verdad, no lo sé. B: Igual es demasiado astuto para ti. La horma de tu zapato. A: Sí, algo tendrá que ver con los zapatos porque tuve muchos problemas para quitar el cordón. B: Deberías buscarte una víctima más... fácil. A: Igual sí. ¿Te apetece un café? B: Uhm. ¿No querrás... matarme? A: No, no. No. No, por favor. ¿De dónde habrás sacado esa idea? No. Ja, ja. No, no. No. B: Ya. A: Aunque no sería mala idea. Como entrenamiento. Pero no. No, no. Ja, ja. No. Nos conocemos desde hace mucho tiempo y... Vamos, que no. B: Ya. Bueno. A: No, no. Ja, ja. No. Qué idea tan absurda. B: De todas formas, creo que voy a pasar del café. A: Como quieras. Pero no lo hagas porque tenía pensado asesinarte. B: No, no. Bueno, en realidad es por eso. Pero. Bueno. Además tengo que ir al dentista. A: Claro, claro, ningún problema. Déjame a solas en este sucio hospital. B: Tengo la cita programada desde hace más de un mes. No es una excusa. A: Yo no he dicho que fuera una excusa. B: Mira: traigo flores. Y me he puesto colonia. A: Yo no digo nada. B: Sí que lo dices. Me estás reprochando que te... A: Yo no te estoy reprochando nada. B: No, ya veo. Te recuerdo que tú querías asesinarme. A: No mezcles cosas que no tienen nada que ver. B: Mira, lo siento, pero tengo que ir al dentista. A: Podrías llamar y decir que vas otro día. B: Y qué hago con las flores. A: Eso, vete, que te has gastado quince euros en un ramo de mierda. B: Oye... A: Así valoras nuestra amistad. En quince euros. B: Insisto en que querías asesinarme. A: Eso, no soy capaz de matar a nadie y no me quieres echar una mano. B: Mira, lo siento, pero me voy. Tengo prisa. A: Vete, vete. No te necesito para nada. Ni a ti ni a nadie. B: Oh, vale, me quedo. Pero sólo un rato. A: ¿En serio? B: Sí, es igual. Puedo quedarme un rato más y pillar un taxi. Llegaré diez minutos tarde y en paz. A: Guay. B: Total, los dentistas siempre le hacen esperar a uno. A: Y no sólo los dentistas: también los peluqueros. B: Y los abogados. A: Sí. B: Uhm. A: Bueeeno. B: Sí. A: Ehm... B: Hace calor, ¿eh? A: Sí. En la calle no tanto. B: Ya. A: Uhm... ¿Un café? B: Me voy. A: No, espera. B: Te odio. A: No digas eso. B: Te odio. A: Oh, últimamente todo me sale mal. B: Ya, bueno, será por algo.
Diario de la guerra del perro
No acabo de entender cómo es posible que haya gente que insista en que los perros son inteligentes porque reconocen a sus dueños, encuentran sus huesos de goma, le traen a uno las zapatillas o se sientan cuándo se lo piden. Lo digo porque yo reconozco a una parte no poco sustancial de las personas a las que se supone que me han presentado, a veces encuentro mis llaves, siempre tengo a mano al menos una de mis zapatillas, sé sentarme, me lo pidan o no, y nadie me dice lo listo que soy cuando hago alguna de esas cosas. Este doble rasero es injusto e hipócrita. Es más, creo que gran parte de mi vida se explica por los escasos ánimos que he recibido por parte de mi entorno, en comparación con los constantes elogios hacia ciertas mascotas. Por ejemplo: una vez en un parque intenté impresionar a una pelirroja que paseaba a su perro. No sé qué raza sería. Una de las no comestibles, imagino. Me refiero al perro, no a la pelirroja. La pelirroja era comestible, como casi todos los humanos. El caso es que la señorita arrojaba una pelota de tenis y su chucho trotaba alegremente hasta recoger la bola con sus dientes y tráersela a su ama. No era una tarea en absoluto difícil: la chica no arrojaba la pelota muy lejos y, dado su color amarillo, resultaba muy fácil no perderla de vista. Encima, el perro ni siquiera se esforzaba en cogerla antes de que tocara el suelo o después del primer bote o algo parecido. Nada, simplemente la iba a buscar y la traía de vuelta, una vez tras otra, sin virguerías y sin ni siquiera preguntarse a qué venía aquella repetición constante del ejercicio. ¿Y qué recibía a cambio de una tarea tan anodina, el chucho de las narices? Caricias, elogios al estilo "perro bonito" y algún que otro escasamente higiénico beso. Eso me hizo pensar: si aquella pelirroja era tan cariñosa con un perro, ¿cómo no iba a serlo también con una persona? Al fin y al cabo, las muestras de cariño que yo recibiera no irían en contra de las leyes del hombre, de la naturaleza y de Dios. Así pues, no creo que le extrañe a nadie que la siguiente vez que lanzó la pelota, yo corriera tras ella, en duro lance con el perro. Por desgracia, yo no tenía tanto entrenamiento como el animal, por lo que éste me cogió cierta ventaja y me vi obligado a pisarle el rabo. Como aun así se me escapó, me lancé sobre él y le agarré por el morro con las dos manos. Poniéndome en pie, lo arrojé hacia atrás como si estuviera participando en un campeonato de lanzamiento de martillo. No hubiera ganado, pero creo que me podría haber clasificado entre los diez primeros. Aun así e incomprensiblemente, el perro no entendió que ya había perdido y siguió corriendo tras la bola. Claro. Eso es ser inteligente, ¿no? No saber retirarse a tiempo, ¿no? Huy, sí, qué inteligente, no sé evaluar los pros y los contras, soy incapaz de analizar una situación dada; huy, sí, pero corro detrás de una pelota, qué listo soy. De todas formas, he de reconocer que a pesar de todo el animal se me coló entre las piernas y agarró la pelota entre sus dientes antes de que yo pudiera acercarme. Fue por mi problema con el ejercicio físico. No puedo practicarlo por culpa de mi alergia al cansancio y, claro, no tengo fondo. Total, que tuve que agarrar otra vez al perro, en esta ocasión por el cuello, y forcejear con él hasta que le abrí la boca y dejó caer la bola amarilla entre gemidos que, esta vez sí, sonaban con la agradable melodía de la rendición. Resoplando, sudando y con los brazos ensangrentados debido a la incomprensible e idiótica fijación de aquel animal rabioso --por suerte no en el sentido clínico del término--, le llevé la pelota a la pelirroja. Sorprendentemente, en lugar de caricias, elogios y besos, recibí bofetones histéricos y una denuncia en comisaría. Yo gané al perro. ¿Se me reconocieron los méritos? No. Y eso porque, en fin, lo que decía, la sociedad contemporánea está del lado de los canes. Tienen todo el apoyo mediático. Está clarísimo. Yo hice lo mismo que el perro, pero mejor. No sólo cogí la pelota antes, sino que lo hice además con las manos, demostrando que soy de una especie que ha evolucionado hasta alcanzar el bipedismo y la racionalidad. Al entregarla en mano, también mejoró la higiene del procedimiento: nada de babas perrunas. Además de todo eso, la pelirroja no tuvo que agacharse, con lo que se eliminaron los riesgos de lesiones en la espalda. Pues bien: ni siquiera me rascó detrás de la oreja. Que si estoy mal de la cabeza, que si qué le he hecho a Scooby –la respuesta era por cierto evidente: humillarle--, que si bofetón por aquí, que si bolsazo por allá, que si voy a llamar a la policía, que si tal, que si cuál. Y no me dio su teléfono, ni nada. Mejor: seguro que la casa le olía a perro, que es un olor como de toalla mojada. Qué desagradable. Qué. Desagradable. Y es sólo un ejemplo. Tengo más. Dos más. Aunque uno es de un gato.