Libros y élites


"Se puede llevar una vida normal sin leer, y la prueba es que una mayoría lo hace. Desengañémonos, el mundo es de los no lectores." Así de pesimista (o realista) es Francesc. La lectura, nos viene a decir, no es una necesidad que haya que imponer, sino más bien un placer del que disfruta una minoría. Lo que me recuerda lo que ha dicho Harold Bloom en su reciente visita a Barcelona: "Si miramos la enorme masa mundial, supuestamente compuesta por una población alfabetizada, tenemos que admitir que los lectores están en peligro de desaparición". Y razón no les falta. Harold Bloom La lectura siempre había sido cosa de unos pocos que la disfrutaban en exclusiva. Leer, como explica Peter Sloterdijk en Normas para el parque humano "significaba de hecho algo así como ser miembro de una elite envuelta en un halo de misterio", y añade que "en otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia". Con razón nació, por ejemplo, la cábala. En cambio, hoy día -aunque sólo en los países occidentales- la alfabetización es prácticamente universal. Pero, claro, esto no nos puede llevar a optimismos exagerados: que todo el mundo sepa leer no significa que todo el mundo lea a Shakespeare, sino que todo el mundo podría leerlo, si quisiera. De acuerdo, no es poca cosa: la cultura es cada vez menos una cuestión de clases y cada vez más una cuestión de voluntad (sólo en las sociedades occidentales, insisto, y no de modo absoluto, por supuesto). Eso sí, de voluntad que, en la mayor parte de los casos, falla. La educación universal, la superpoblación de las universidades, no han provocado la masificación de la lectura de calidad (aunque sí un aumento). En definitiva, hay una mayoría cuya lectura es puramente instrumental: el nombre de una calle, la programación de la televisión, la revista tontorrona o el chiste enviado por correo electrónico, por ejemplo y como mucho. Todo parece indicar que seguirá habiendo élites culturales durante siglos. La positiva extensión de la alfabetización y de la educación no da motivos para pensar en una futura sociedad ilustrada. Por mucho tiempo habrá una minoría que lea a Jane Austen y escuche a Miles Davis y una multitud que lea a Danielle Steel (o simplemente a nadie) y compre discos de Chenoa.
 
Menéame Envía esta historia a del.icio.us

Diccionarios


Seguramente ya se ha hablado de esto y es más que probable que no tenga ninguna importancia. Pero el caso es que me extrañaba que a estas paginitas se les llamara bitácoras y no cuadernos de bitácora, del mismo modo que al diario de a bordo se le llama así y no sólo "de a bordo". Ya entiendo que se quiere evitar usar el término inglés blog, diminutivo de weblog, o el bastante más cursi diario, pero me picaba la curiosidad. Así, para salir de dudas, busqué en el diccionario de la Real Academia la palabra bitácora y me encontré con que es una "especie de armario, fijo a la cubierta e inmediato al timón, en que se pone la aguja de marear". De allí se nos invita a pasearnos por los términos aguja y cuaderno de bitácora. Comencé por el último, evidentemente, y pasé páginas hasta la séptima entrada de cuaderno: "Libro en el que se apunta el rumbo, velocidad, maniobras y demás accidentes de la navegación". Lo que uno ya se imaginaba, claro. Pero resulta que no es lo mismo una bitácora que un cuaderno de bitácora. Aunque, vaya, se trata simplemente de una forma de acortar y hacer más cómodo el término. Un quizá valiente neologismo algo cercano -sólo algo- a las metonimias: cuando nos bebemos una copa, no nos tragamos el cristal, sólo su contenido. Por regla general, vamos. Es un término, además, que ha arraigado, que usamos todos y que a muchos nos resulta atractivo. Al menos, más atractivo que los blogs ingleses y los algo más cursis diarios. Pero el caso es que no me acababa de convencer todo esto. Aunque probablemente se tratara simplemente de algo que he comido que no me ha sentado del todo bien. Algo a fin de cuentas pasajero. Así pues, como el diccionario me invitaba a leer lo que era una aguja de marear, decidí darme un garbeo por la A. Ninguna sorpresa: la aguja de marear no es más una forma divertida de nombrar la brújula. Una lástima, ya que me imaginaba que la aguja en cuestión sería justamente lo contrario: un instrumento que en lugar de indicar el rumbo lo desindicara. Pero las palabras, al menos en esta ocasión, superan ampliamente su significado. Al final, eso sí, lo único que he conseguido es marearme: ¿qué es esto? ¿Un weblog? ¿Una bitácora? ¿Una aguja de marear? ¿Un diario que marea? En todo caso, al menos ha quedado claro que los diccionarios sirven para bien poco.
 
Menéame Envía esta historia a del.icio.us