Destripar


Leo que la novelista Patricia Cornwell asegura que el pintor Walter Sickert fue Jack el Destripador. Sickert siempre ha sido uno de los sospechosos habituales, hasta el punto de que un supuesto hijo ilegítimo suyo confesó en el lecho de muerte los crímenes del pintor. Crímenes que podrían formar parte, se supone, de una especie de conspiración masónica para ocultar que el nieto de la reina Victoria, el Duque de Clarence, era un putero impenitente y sifilítico. Aunque yo no tengo muy claro qué tiene que ver la masonería con las conspiraciones, a pesar de El péndulo de Foucault. No conocía a Walter Sickert. Pero resulta que fue un impresionista británico que se hizo medianamente conocido a finales del siglo XIX por sus pinturas de artistas y escenas de teatro. En 1908 y 1909 pintó una serie de cuadros en los que aparecían prostitutas, a veces aparentemente muertas, en una habitación en la que también había un hombre vestido. Así nació el mito. Aunque igual su apellido, que contiene la palabra sick ha ayudado a pensar mal de él. Sickert era, pues, pintor. Eso seguro. Y, quizás, asesino. Cornwell se ha dejado unos cuatro millones de dólares para intentar demostrarlo. Parece que las pruebas de ADN son caras. Compró además cartas del artista, su escritorio y treinta y un cuadros. Así pudo llevar a cabo las pruebas necesarias. De hecho, para saber si un señor ya muerto asesinó a cinco mujeres hace más de un siglo, Cornwell tuvo que sacrificar una de las pinturas. La destripó.

 
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Adán y Eva


Luca Cavalli-Sforza explica una historia curiosa en ¿Quiénes somos? Historia de la diversidad humana: "En Costa Rica, en un pueblo aislado llamado Taras, existe una forma local de sordera que ha sido estudiada detenidamente. Gracias a los registros parroquiales se ha podido reconstruir la genealogía de los enfermos y demostrar que todos los casos de enfermedad descienden de una sola pareja inicial que vivió hace unos 400 años. El análisis genético de muchos parientes ha demostrado que siempre se trata de la misma mutación". La verdad es que a uno le vienen ganas de relacionar esta historia con Adán y Eva, sugerir que el pecado original a lo mejor es una simple cuestión de genética, que los mitos tienen una buena base. Y, además, que descifrar el genoma humano puede que sea tarea propia de cabalistas.
 
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Algunas pistas


Encuentro una vieja revista de mi padre en un cajón olvidado: Paraliteraturas, número de noviembre de 1973. La revista no es gran cosa y ni siquiera sé por qué la guarda. Tal vez la encontró en casa de mis abuelos y le hizo gracia verla de nuevo. Quizás simplemente le trae recuerdos de cuando tenía la edad que yo tengo ahora. Ya le preguntaré. Encuentro un artículo curioso: Cómo identificar un mal cuento, firmado por un tal Javier Salvador, que asegura ser poeta. Dice Salvador que pretende "ofrecer una breve guía de apoyo para el lector moderno, asediado no sólo por el trabajo y la familia, sino también (y éste es el tema que nos ocupa) por las cada vez más innumerables novedades editoriales, además de los volúmenes prestados por amigos y bibliotecas. En Paraliteraturas comprendemos que el ciudadano de provecho de hoy no puede dedicar tanto tiempo como quisiera a la lectura. Y sabemos que es terrible desperdiciar horas leyendo libros que al final resulta que no merecía la pena leer. Claro que las reseñas literarias son útiles, además del propio instinto del lector (por poco entrenado que esté), pero nunca sobra algo de ayuda extra". Salvador presenta en su artículo una serie de características que, asegura, "son propias de cuentos y novelas mediocres". Aunque avisa de que "se trata sólo de un indicativo, de una serie de pistas para el lector agobiado y con menos tiempo del que quisiera. Rasgos que se pueden apreciar en las primeras páginas (con suerte) o tras una breve prospección en diagonal, en busca de palabras y frases clave que animen o desalienten". Y añade: "Que un cuento posea alguna de estas características no quiere decir que necesariamente sea malo. Pero vaya esta lista a modo de inventario de indicios". Explica, por ejemplo, que es mala señal que la narración comience hablando del tiempo, "como en una de esas charlitas de ascensor", especialmente si se sigue alguno de los siguientes modelos: "1) Era una mañana fría y lluviosa. 2) En una tarde extremadamente calurosa de principios de julio. 3) Las primeras hojas de otoño tapizaban el suelo de la ciudad." Alerta también contra ciertos finales; "sé que no es muy útil avisar sobre lo último que se ha de leer, pero al menos que consten". Sobre todo aquellos en los que todo ha sido un sueño o "el protagonista acaba ingresado en un psiquiátrico". Salvador tiene además reparos con los relatos en los que las palabras vida, amor, verdad, sexo o belleza se encuentran, de media, más de una vez por página, "y más si estos sustantivos se escriben con mayúscula". Por último, recomienda desconfiar de los libros en los que los personajes tienen nombres extranjeros y viven en Nueva York. "A no ser -avisa- que el autor sea extranjero y viva o haya vivido en dicha ciudad". Seguramente arbitrario y quizás incluso incompleto. Pero tiene la decencia de nombrar una excepción, "para que no se tome como ley lo que no es más que un primer ensayo o, incluso, una mera colección de manías propias. La novela que comienza con las palabras 'en una tarde extremadamente calurosa de principios de julio' no es otra que Crimen y castigo, del grandísimo Dostoievski".
 
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Filosofía cuántica


La física va muy por detrás de la filosofía. Después de admitir como idea válida -con cierta sofisticación, eso sí- la existencia de átomos que propuso Demócrito unos 400 años antes de Cristo, los científicos llevan prácticamente un siglo intentando explicarnos algunas de las ideas de George Berkeley, filósofo y obispo irlandés, nacido en 1685 y muerto en 1753. Según la física cuántica, como explica Luis González de Alba en El burro de Sancho y el gato de Schrödinger, en el mundo subatómico "valores como velocidad, spin, posición y trayectoria, no existen antes de que sean determinados por una observación. Esto resulta tan contraintuitivo como decir que un automóvil con el velocímetro descompuesto no tiene velocidad". Todo esto no es más que una versión algo más técnica de lo que explicaba Berkeley en el siglo XVIII. Éste aseguraba que todo lo que existe sólo existe en la medida en que es percibido por alguien (sea una persona o Dios mismo). El famoso esse est percipi, vaya. Quizás si los físicos supieran algo más de filosofía, la ciencia avanzaría más rápido. Simplemente porque podrían robar las ideas de los filósofos directamente, para luego buscar las ecuaciones y demostraciones que las validaran. No, no suena tan mal como parece. De hecho, es método científico: partir de una hipótesis e intentar demostrarla. Eso sí, me pregunto quién será el próximo filósofo más o menos olvidado que recibirá la involuntaria y descuidada visita de la física.
 
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Ética y clones


Interesante -y preocupante- lo que explica en La Vanguardia Axel Kahn, director del Instituto Cochin de Biomedicina. Según Kahn, la clonación humana con fines reproductivos (y no sólo terapéuticos) será un hecho, por mucho que se intente (y se deba) frenar. "Debemos empezar a preocuparnos ya -avisa- de cómo ayudar a las personas que serán pronto las primeras víctimas de la clonación y al mismo tiempo tratar de impedir que existan más víctimas". El trato de víctimas a los futuros humanos clónicos puede parecer exagerado, pero algo sí que es evidente: el capricho de unos inconscientes puede traer al mundo estos experimentos éticos y genéticos. Los problemas éticos acerca de la conveniencia y de los límites no ya de la clonación, sino también de la manipulación genética, son evidentes y hay que comenzar a tratarlos. ¿Es necesario que una pareja estéril recurra a una copia genética para tener un hijo que ellos puedan considerar "propio"? ¿Se atenta en algún momento contra la dignidad humana? ¿Puede haber problemas de encaje en la sociedad -que no es poco- por parte de estos clonados, una vez tomen conciencia de su naturaleza de fotocopias genéticas? ¿Tienen derecho los padres a decidir la manipulación genética de sus hijos (por ejemplo, para escoger el sexo, el color del pelo o la altura)? ¿Dónde está el límite? ¿En la mera enfermedad? ¿Sólo en enfermedades graves? ¿Podría el hijo llegar a quejarse -incluso demandar- a sus padres por una elección que considere errónea? Los problemas no son fáciles de resolver, ni mucho menos. Más grave es que nadie se ocupe en serio de ellos. La mayoría de los científicos prefieren dejar de lado las cuestiones éticas y centrarse en su mera actividad. Muchos llegan a confundir ateísmo o laicismo con liberación de todos estos planteamientos éticos. En cuanto a los filósofos, apenas Habermas ha publicado un librito más bien tibio, El futuro de la naturaleza humana, en el que casi ni acierta a plantearse con algo de dignidad estos problemas. Más optimista es Kahn (menos mal) con el clonaje terapéutico y el uso de células madre para reconstruir, por ejemplo, órganos dañados. No sólo lo ve como un importante avance, sino que además añade una impecable visión acerca del trato que se ha de dar a los embriones que, explica, no son meramente "cosas": "Merecen un respeto -asegura- en cuanto que forman parte del proyecto de la vida humana". Y es justamente en virtud de este respeto que se les ha de dar "la oportunidad de coadyuvar al proceso de curación de seres humanos", para así "integrarles en la cadena solidaria de la vida". Añade que, de otro modo, estos embriones "desaparecerían sin más". La disyuntiva no es entre dignidad de persona y "cosa", sino, simplemente, entre vida o muerte. La visión de Kahn, pues, me parece incluso cristiana, a pesar de muchos cristianos. Es más, me atrevo asegurar que este punto concreto del debate (qué hacer con los embriones que "sobran" tras las fecundaciones in vitro) quedará aparcado en no mucho tiempo, del mismo modo que ya casi ningún cristiano se plantea qué pasará con los órganos trasplantados el día de la resurrección.
 
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