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Traducción simultánea
Mi dolencia está siendo ignorada por los médicos más prestigiosos e incluso por los menos prestigiosos, que hasta han tenido reticencias en aprovecharse de mi desesperación para sacarme el dinero a cambio de remedios que ya sabían destinados al fracaso desde un principio. Pero no sólo los médicos: mi familia cree que me invento las cosas para no ir a trabajar, mis jefes creen que me invento las cosas para no ir a trabajar y mi párroco se empeña en que no necesito un exorcismo, sino ir a trabajar. Todo comenzó el 16 de febrero de 2009. Volviendo a casa después de tomar unas cervecitas con unos amigos, me atropelló una furgoneta blanca. En el suelo, antes de perder la conciencia, acerté a ver la matrícula: alemana. Como las cervezas. Desperté unas horas más tarde en el hospital. Al parecer, el accidente había trastocado de modo significativo mi cerebro, porque no entendía nada de cuanto me decía nadie: ni los médicos, ni las enfermeras, ni la familia, ni los amigos. Ellos sí que me entendían a mí, porque al parecer yo hablaba normal, pero yo tampoco me oía hablar normal a mí mismo. Me hicieron pruebas de todo tipo: resonancias, escáneres, radiografías. Un médico chino me clavó agujas por todas partes y un sanador amigo de mi tío insistió en lamerme la calva. Según todos ellos, incluido el del lametón que aún me provoca pesadillas de las que despierto empapado en sudor frío, en mi cabeza no pasa nada y todo está como debería estar. Pero no lo estaba. La prueba era que no les entendía cuando me lo decían y les tenía que pedir que escribieran sus “todo está bien” en un trozo de papel. Pronto me di cuenta de que mi cerebro estaba traduciendo todo cuanto oía a otra lengua. En unos días y con ayuda de una amiga que sabía idiomas, me di cuenta de que lo estaba traduciendo al alemán. Y yo no sé alemán, así que se comprenderá mi desasosiego ante mi imposible comunicación con el mundo. Al principio creí que me estaba volviendo loco. O peor, alemán. Además, como ya he dicho, los doctores no me creían o como mucho consideraban que era cosa de los nervios y me recetaban tranquilizantes. Delicioso tranquilizantes a los que fui adicto durante unos cuantos meses. Evaluaron todas las posibles causas. Se repitieron las pruebas y pasé por neurólogos, psiquiatras, psicólogos y otorrinolaringólogos. Todos volvieron al primer diagnóstico: nada. Todo está bien. Nervios. Pocas ganas de trabajar. Es más, el psiquiatra y el psicólogo recomendaron que me quitara de las pastillas, que estaban resultando contraproducentes. Pero nada más. Los médicos me fueron olvidando y yo he ido acostumbrándome poco a poco. Durante estos últimos meses ya me siento un poco más tranquilo, he aprendido algo de alemán y más o menos ya me entiendo con la gente. A veces me sigo sobresaltando porque lo que tiene el alemán es que parece que siempre te estén echando bronca, pero en fin, reconozco que nada que no pueda sobrellevar con un poco de paciencia. De hecho, resulta hasta gracioso escuchar a mi abuela hablando con soltura la lengua de Goethe. Con acento de Almería, eso sí. Incluso aproveché para hacer algo de turismo y viajé a Berlín. A los alemanes los oigo en alemán, también, aunque por lo que me comentó mi profesor, es un alemán antiguote, ya tirando para los siglos dieciséis y diecisiete. Pero bueno, al menos me apañé mejor que la mayoría de turistas. Sin embargo, desde hace ya unas semanas estoy empezando a notar un empeoramiento de mi condición. A veces, cuando estoy cansado o no presto toda la atención que debiera, oigo frases sueltas, incluso en mitad de un discurso de la misma persona, en otro idioma distinto del alemán. Creo que es francés. No sé si acabaré escuchando todo en francés o si se irán sumando lenguas a los discursos ajenos. De momento, sí que puedo decir que no, que tampoco sé francés, así que comprenderán que insista en reclamar atención para mi caso, atención que me está siendo negada por médicos y, lo que es peor y resulta más traicionero, por la gente cercana que debería tenerme un poco más de confianza, respeto y consideración.
Pero el nuevo
Al parecer, todo el mundo está muy preocupado acerca del futuro del libro. El libro electrónico podría acabar con la industria editorial tal y como la conocemos, mientras que, no lo olvidemos, el cambio climático está derritiendo los polos y el índice de desempleo amenaza con subir aún más que el barril de brent en la buena época. Y en la buena época subió mucho. Pero mucho. De todas formas, esta polémica es francamente ridícula. Es decir, no sólo ridícula sin más, sino francamente. De mente franca. O sea fascista. O visigoda, según. El caso es que si se me hubiera preguntado en su momento, todo este debate no existiría. Porque, como de costumbre, yo lo tengo clarísimo. Pero también como de costumbre, se me ignora y ningunea. A mí. ¡A mí! ¡Y a ese del fondo, también, pero ahora estamos hablando de mí! ¡De mí! (El público clama a coro: ¡De él! ¡De él! ¡No, tú no, él! Un tipo del público despistado: ¿Él? El público, a coro: Sí, hombre, él. El despistado: Ah, cielos, yo venía buscando a otra persona. El público, a coro: ¡Las otras personas están en otras partes! ¡Aquí está él! ¡Como su propio nombre indica! El despistado: Bueno, disculpen, ha sido sin mala intención. El público, a coro: ¡No se tome a mal nuestros gritos! ¡Son por el entusiasmo! ¡Él! ¡Él! El despistado: No, no, en absoluto. Me voy, que vaya bien. El público, a coro: ¡Hasta otra! ¡Él! ¡Él!) Lo que está claro, al margen de intereses y desintereses empresariales es que el libro electrónico ES UN TIMO. Sí, un timo con todas las letras, pero tampoco hay por qué escandalizarse: al fin y al cabo, la palabra timo sólo contiene cuatro (4) letras; sería más complicado que fuera, no sé, una gastroenteritis con todas las letras. A la mínima te despistas y pierdes una. Lo cual es gracioso porque estamos hablando de una gastro-enteritis. Enteritis, jaja, como entera jaja… Ay, qué bueno… Disculpad, que me seco la lagrimilla que se me ha saltado mientras me carcajeaba. Lo que decíamos: el libro electrónico es un timo (te, i, eme, o) por una razón muy sencilla. Y si la gente no se da cuenta YA podría perder millones de euros con este pseudonegocio que va a dejar a más de uno con el culo al aire y eso no es sexy, no, no lo es. Bueno, depende del culo, claro, pero siempre mejor que no, aunque sólo sea por si acaso. (Enteritis, jaja…) La razón es muy sencilla, decía: ¿para qué compra uno libros? Pues para impresionar a las visitas. Llegan las siempre incómodas visitas a casa y dicen, anda, cuánto libro, y uno se encoge de hombros y dice, ¿vosotras creéis, visitas? No sé, como estos viejos amigos llevan años conmigo, ya ni me fijo. Dicho esto, se pasea el índice por alguno de los lomos, preferiblemente el de un libro viejo y bien gordote. Luego las visitas añaden, todas a coro: ¿Y te los has leído TODOS? Y uno contesta, encogiéndose de hombros, bueno, en fin, compro más de los que puedo leer, jaja, enteritis. Y da igual que se compren uno o dos al mes (como mucho y a modo de inversión) y se lean cero (0) porque las visitas ya están impresionadas. Ahora imaginemos que vienen las visitas, pasan al salón y ven decenas de estanterías vacías. Quizás con alguna figurita de la Guerra de las Galaxias. Y dos bolis, uno mordido y sin capuchón. Tirada sobre una de las baldas hay una especie de tableta con bordes blancos. Llamas la atención sobre ella como quien no quiere la cosa. Vaya, ya se me ha caído el I-reader-nano nuevo de Mac, este tan delgado de Apple en el que, fíjate, tengo chopocientos mil libros guardados, todos enteritis. Y qué dicen las visitas. Pues probablemente algo así como, ah sí, yo tengo el mismo en naranja, pero el nuevo. Pero el nuevo. Ese es el futuro de los libros: pero el nuevo. Esas tres palabras nos obligarán a comprarnos una guitarra eléctrica y dejarla tirada sobre el sofá como quien no quiere la cosa. Y como las visitas no estén de paso y nos pidan que toquemos algo, lo vamos a pasar mal, francamente (sí, otra vez francamente) mal. Porque no nos bastará con acariciar el mástil con el dedo índice y decir que esa vieja amiga lleva años con nosotros. Tendremos que tocar algo. Y no sabemos. Ninguno de nosotros tiene ni puta idea de tocar la guitarra. Las visitas se irán de casa sin haber sido impresionadas. Avisados estamos. Por tanto, preveo que la industria del libro electrónico se irá a pique en las próximas semanas, a medida que vayan llegando diferentes visitas a diferentes casas y se compruebe que todo cuanto digo es verídico y se sustenta en la más fehaciente de las razones, dada mi sensatez, mi ecuanimidad y etcétera, etcétera, que ahora mismo no sé muy bien cómo acabar la frase, aunque intuyo que ya debería haber acabado hace rato, y eso suponiendo que alguna vez debiera haber comenzado.
La decadencia del etcétera
Marcos Taracido tiene a bien hablar de mi libro y chatear conmigo, en lo que viene a ser una entrevista 2.0 o al menos 1.6. En un alarde de originalidad, la titula La decadencia del ingenio. Sí, ya lo sé, debería escribir cosas nuevas. Estamos en ello. No me presionéis, vale, NO ME PRESIONÉIS. ¡YO NO SÉ TRABAJAR ASÍ! ¡FUSTIGO A MIS MONOS REDACTORES CON DEMASIADA AGRESIVIDAD Y NO HACEN MÁS QUE REDACTAR VERSIONES DEL AULLIDO DE GINSBERG! Vi los mejores primates de mi generación destruidos por el látigo, etc. ¡Ni siquiera se esfuerzan! ¡NO PONEN NADA DE SU PARTE! Sólo sustituyen palabras por sinónimos de mono. Chimpancés con cabeza de mono ardiendo por la antigua conexión babuina y cosas así. Con eso no hacemos nada. NADA.
A
Y encima me suelen decir que tengo suerte de haber encontrado un trabajo tan bueno, habiendo estudiado lo que estudié. Que además es lo mío. Justo lo mío. Exacta y precisamente lo mío. Incluso demasiado lo mío. Vale que yo siempre fui de letras. Que se suponía que el mundo de la palabra escrita era, pues eso, lo mío: la lengua, la historia, la literatura, la filosofía. Por eso estudié filología a pesar de que todo el mundo me decía que nunca en la vida encontraría trabajo, porque era lo que me gustaba. Pero sí, hay trabajo. Las letras hacen falta. Son necesarias. Digamos lo obvio: sin letras, la comunicación sería imposible. Y a mí me ha ido bien. Estoy en uno de los departamentos con más negocio de mi empresa. En el departamento A. Literalmente. El A. Fabricamos la vocal A para todos los idiomas del mundo, en sus distintas variantes alfabéticas, tanto escritas como orales. Diré más: he ascendido mucho y muy rápido. Con apenas cuarenta y tres años soy nada menos que el director de A para lenguas indoeuropeas. Viajo a las diferentes delegaciones, tengo coche de empresa y cobro tanto dinero que si quisiera dedicarme a gastarlo, tendría que dejar mi empleo para poder disponer de tiempo suficiente. Además, se trata de la segunda empresa del mundo en fabricación de letras. Y sólo nos ganan porque la compañía cerró hará unos quince años la división de letras para lenguas sino-tibetanas. Pero mi trabajo no me llena. Todo el día con lo mismo. Con una sola vocal. La A. No pocas veces pienso que me gustaría buscar trabajo en una empresa de sintaxis. No sé, encargarme de las subordinadas en alemán, por ejemplo, algo complejo y excitante. Pero no es tan fácil. Mi trabajo puede que sea básico y repetitivo, pero está muy bien considerado. Las empresas de sintaxis, léxico y ortografía dependen de nosotros. Los sueldos aquí son mejores y yo además estoy bien arriba. No es fácil tomar una decisión así. Con algún amigo hemos hablado de montar algo por nuestra cuenta. Pero es difícil dar con una buena idea que podamos vender fácilmente. Hemos pensado en hacer algo en el lenguaje musical, quizás una fábrica de material para partituras (pentagramas, claves, negras, redondas y demás), pero no es fácil: necesitamos tiempo y dinero. Además, no es nuestro campo. Y no es sólo dinero y problemas empresariales. Es la consideración social. No es fácil llegar a donde he llegado. Mi familia y mis amigos no sólo están contentos por mí, sino que esperan que no les defraude, que no me vuelva loco y la rutina me lleve a olvidarme de mis responsabilidades y que por culpa de un sueño egoísta ponga en riesgo todo lo que he conseguido. Porque tengo responsabilidades. Mi mujer, orgullosísima de la casualidad de llamarse Ana. Y mis hijos, a los que insistió en llamar Alba y Àlvar. Sí, ella trabaja, claro, pero no puedo de repente volverme loco y dejarle toda la responsabilidad de mantener a la familia mientras a mí me da por tirar nuestros ahorros por la ventana. En fin. Creo que me quedan muchos años de dirigir la fabricación y distribución de la letra A para lenguas indoeuropeas. Igual hasta me ascienden y me nombran director a nivel mundial. O supervisor de vocales. O llego a ser consejero delegado para todo el alfabeto. Vete a saber. De momento y por imagino que bastante tiempo, lo único que tengo es la A. Una detrás de la otra. A. Aa. A. A. Aaaaa. Tengo mis pequeños consuelos. Por ejemplo, a veces llamo a mi secretaria y le digo cosas como: “Reserve. Dos en punto. Seremos seis. En el mesón de siempre”. O envío mails a mis jefes para decirles: “Los proyectos, perfectos. Hoy vuelo con destino Berlín. Volveré el jueves”. Y me río para mis adentros cada vez que esquivo esa maldita letra que por lo demás ocupa casi todo mi tiempo y mi energía y contra la que apenas me queda alguna que otra rabieta de niño pequeño.
La caperucita coja
De aquella atolondrada huida de la que le salvó el aguerrido y (no lo olvidemos) armado cazador, le quedó de secuela una cojera. Porque el cazador disparó varias veces y no todos los cartuchos acertaron en el fiero animal. Por supuesto, la caperucita no le echó nada en cara a su salvador: había que actuar deprisa y en todo caso mejor coja que muerta. Al contrario: lamentó que sus ideas poco realistas y la sociedad liberticida en la que se oprimían sus derechos le hubieran impedido ir armada ella misma y acabar antes con la amenaza del lobo, sin poner en peligro a nadie más. Recordemos por tanto la importante lección de este cuento: la inocencia izquierdoide está muy bien para pasear por el bosque, si en el bosque sólo hubiera florecillas y maripositas. Pero el bosque está lleno de lobos y ante los lobos lo único que se puede hacer es disparar. Las armas salvan vidas. Quien con lobos se acuesta, perdigoneado se levanta. Y justamente cada noche cuando se acuesta y cierra los ojos, la caperucita imagina que aquel día llevaba una pistola en el cesto y disparaba al lobo en cuanto se abalanzaba sobre él. Un disparo en el hocico que le hubiera reventado la cara a aquel bicho y le hubiera salvado a ella la vida y la pierna.