Un error habitual


Te metes en la piscina de cemento fresco y vas andando hacia el centro. Notas que el cemento te llega cada vez más arriba y además está cada vez más seco, pero aún así no te paras: sigues caminando hacia donde cubre, con determinación, confiando en que, no sé, una vez llegues más adentro, el cemento se convertirá en agua o simplemente desaparecerá. Por supuesto, no tienes ningún motivo para pensar tal cosa. En realidad, los hechos te llevan la contraria: sigues caminando y el cemento te va cubriendo más a cada paso y, por supuesto, cada vez está más seco y te cuesta más dar cada uno de esos pasos. Finalmente, el cemento se seca. Del todo. Y tú estás ahí, en el centro de la piscina, con cemento hasta el cuello, sudando, moviendo los ojos a un lado y a otro, buscando no sabes bien qué, pero confiando en que sigues por el buen camino, aunque ya no puedas caminar, que en seguida se aclarará todo y que todo acabará bien. Un par de palomas se posan sobre tu cabeza. Por supuesto, te picotean la cara. Se te cagan encima. Te picotean un poco más. Incluso notas el sabor a hierro de alguna pequeña gota de sangre que te llega a los labios. Las espanta una ciega borracha que lleva unas tijeras y tropieza contigo. Te toca y decide que necesitas un corte de pelo. A pesar de que no tiene mucho cuidado, la mayor parte de los tijeretazos van a dar en el cabello. Bien. Estás de suerte. Algunos no, claro, pero ¿quién quiere dos ojos si con uno ya se puede ver? Al fin y al cabo, la visión estereoscópica está sobrevalorada. La ciega se va. Viene un tipo con un palo de golf y una cesta llena de bolas. Deja una de las pelotas sobre tu cabeza y practica su drive. Deja otra y vuelve a darle. Tienes suerte, otra vez. Es bueno. Claro que hasta los mejores fallan de vez en cuando. Pues bien. Estás ahí. Atrapado en cemento seco hasta el cuello. Con la cara llena de picotazos y cortes. Te falta un ojo, probablemente también trocitos de las orejas. Hay un loco que está jugando a golf sobre tu cabeza y que ya te ha dado más de un golpe. Y eso duele. Pues bien. En lugar de gritar y de pedir auxilio, en lugar de... de... no sé, de berrear y de llorar, de aullar desesperado, en lugar de todo eso, sonríes. Al sonreír te escuece alguno de los cortes de los labios, pero sonríes. Y piensas, recuerda, estás metido en cemento hasta el cuello, con la cara destrozada y un tipo va a acabar rompiéndote la cabeza, pero piensas: "Joder, no me sentía tan vivo desde hace años". Pues bien. En resumen, es eso.


 
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A perpetuidad


Se está cometiendo una terrible injusticia conmigo. Comprendo que cometí un crimen horrible y que merezco un castigo, hasta ahí no tengo nada que decir, pero esta condena sobrepasa lo humanamente concebible, a pesar de lo horrendo del crimen. Horrendo a decir de la mayoría y daré el adjetivo por bueno aunque habría mucho que comentar al respecto. Porque en todo caso y por muy espantosas que fueran mis acciones, no merezco, ni muchísimo menos la pena que se me ha impuesto. De acuerdo: la cadena perpetua puede ser un castigo justo en determinadas circunstancias. Y podría serlo --no lo negaré, al menos por ahora-- para los delitos que yo he cometido. Pero no lo es si se aplica a mí. Sí, a mí. Porque cualquier otra persona, al menos por lo que yo sé, se quedaría en la cárcel los restantes veinte, cuarenta o cincuenta años de su vida, los que fueran. Pero yo... Yo no lo tengo tan fácil. Porque, como ya intenté aducir durante el juicio, soy inmortal. No puedo pasarme la eternidad en una celda. No es justo. Puedo admitir --y lo haré sólo para probar mi razonamiento y no porque esté de acuerdo-- que sería hasta cierto punto justo encerrarme hasta que murieran los familiares más cercanos de aquellos a quienes, bueno, asesiné, digámoslo así, ya que es lo que dice la prensa, aunque ya sabemos todos que la prensa cojea de tantos pies que va en silla de ruedas. Pero una vez esta gente haya muerto y su sed de venganza --me resulta difícil usar el término justicia para referirme a las consecuencias de mis actos-- no pueda saciarse más, ¿qué sentido tiene mantenerme aquí? Porque yo no habré muerto. Y a los, no sé, nietos de sus primos no creo que les importe ya mi suerte, si es que les importa ahora. Soy consciente de que mi inmortalidad ni siquiera fue tratada en mi juicio. pero no fue culpa mía: mis abogados se negaron a usar ese recurso y una vez los despedí y decidí defenderme a mí mismo, el juez se negó a tener en cuenta mi, digamos, singularidad. Y eso a pesar de que al fiscal le salió mal su jugada: insistió en que pretendía hacerme pasar por loco para conseguir una pena reducida y trajo a un perspicaz psiquiatra que dio buena cuenta de mi excelente salud mental. La consecuencia lógica no es difícil de deducir: si no estoy loco, es porque digo la verdad. Comprendo que es difícil de creer. Al fin y al cabo, todo el mundo muere, o eso parece. Sin embargo, hay no pocos hechos que prueban que yo eludiré ese fin fatal. Para empezar, nací en 1977 y desde entonces no me he muerto nunca. Me rompí un tobillo y no guardo ninguna secuela, cosa que da buena cuenta de mi inusitada capacidad de regeneración. Conservo todo el cabello y no luzco ni una sola cana. Mi apariencia juvenil es la envidia de mis compañeros de trabajo: aparento menos años de los que tengo porque me quedé estancado en los veinticinco. Es más, desde entonces luzco este mismo grano en la mejilla, sin que haya cambiado un ápice. Estoy seguro de que ningún dermatólogo podría encontrar una explicación razonable a esta anomalía. Exijo por tanto que se revise mi condena y se adapte a mis circunstancias especiales. ¿Qué tal cuarenta años? ¿Cincuenta? No estoy pidiendo ningún trato especial, al contrario: de ser mortal, no hubiera vivido muchos años más. Sí, cuando salga tendré toda la vida por delante, y eso puede dolerle a muchos. Pero cuarenta años son muchos años. Demasiados, incluso. Pero sentémonos y comencemos a hablar partiendo de ahí.


 
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Acerca de la importancia de tener insecticida en casa


Le despertó un zumbido en la oreja. Maldito bicho. Primero lo apartó con la mano. Luego ya usó el brazo entero. Pero volvía. A la oreja. ¿Qué tenían las moscas y los mosquitos con las orejas, especialmente las suyas y sobre todo cuando estaba durmiendo? O intentándolo. Miró el despertador: las nueve de la mañana. Y era sábado. Gritaría exigiendo venganza, pero tenía demasiado sueño. La mosca parecía saberlo: otro zumbido en la oreja. Soltó otro manotazo al aire. Sin darle a nada que no fuera el aire. Se sentó sobre la cama. El bicho estaba parado en la pared de enfrente. Se levantó, cabreado, pero aún atontado, con la boca pastosa y los ojos casi abiertos. Sábado. Nueve de la mañana. Aquello era un insulto. Agarró una zapatilla y la lanzó contra el bicho. Nada. Oyó el zumbido y vio la manchita negra moverse de un lado a otro de la habitación con lo que le pareció orgullo. Cogió su otra zapatilla e intentó golpear al insecto cada vez que dejaba de volar, pero lo único que consiguió fue ensuciar la pared. Bien pensado, genio. Salió a la cocina en busca de algún esprái matabichos. Pero lo único que encontró fue fairy, KH7 y una sandwichera que no recordaba haber comprado. Buscó un periódico, el clásico periódico que enrollado se podía convertir en la némesis de cualquier mosca, por ágil que fuera, pero en toda la casa no tenía ni uno. Maldito internet. La prensa online estaba matando el papel y dejando vivos a muchos bichos. Demasiados. Recordó que una vez había leído que el ciclo de la vida de una mosca era de apenas tres días. ¿Y por qué todas las que veía estaban vivas? ¿Adónde iban a parar los cadáveres? Oyó un zumbido y unos golpecitos. Se giró. No podía creer lo que estaba viendo. El maldito bicho estaba intentando salir de la casa y lo hacía por la mitad cerrada de la ventana. Era increíble. Claro, no se le podía exigir mucho a un bicho, pero maldita sea. Diez centímetros a la izquierda. Sólo diez centímetros a la izquierda. Bien mirado, una ejecución no era necesaria. Se conformaría con el exilio: expulsar a la mosca de sus dominios y tomarse un café. Que buena falta le hacía. Intentó dirigir al bicho hacia la parte abierta de la ventana. Pero el muy idiota se debió despistar o incluso asustar (¿los insectos se asustan?) y se fue hacia el techo. Estaba quieto. Muy quieto. Acercó una silla. Agarró un cojín. Seguía sin moverse. Subió muy lentamente a la silla, preguntándose si para una mosca suponía alguna diferencia estar bocabajo en el techo o si le daba exactamente igual. Una vez encaramado, intentó golpear al bicho con el cojín. Con el ímpetu asesino, la silla se tambaleó. Él resbaló. Intentó recuperar el equilibrio, pero no encontró nada a lo que agarrarse. Mientras caía, vio cómo la mosca se largaba volando. Con orgullo y cierta sorna. Se golpeó en la cadera contra la cornisa de la ventana y cayó hacia fuera. También era mala suerte. Sólo diez centímetros a la derecha y se hubiera golpeado contra el cristal. Durante el funeral, todo el mundo le recordó como una buena persona. Al fin y al cabo lo había sido. De hecho, fue incapaz de matar una mosca.


 
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Consistencia


Aplicaba una larga serie de normas para escoger novio. Normas que siempre le habían ido bien. Normas que además se habían visto ampliadas a lo largo del tiempo, por suerte nunca por culpa de sus errores, sino gracias a la observación de errores ajenos. Esas normas eran sin duda muy restrictivas. Le impidieron por ejemplo siquiera intentarlo con un chico que le gustaba, pero que era amigo de una amiga, lo que podía traer problemas. Pero al menos todas sus relaciones habían sido duraderas y agradables, cosa que sin duda achacaba a su buen criterio. No era que no creyera en el amor ni se dejara llevar por sus emociones. Simplemente intentaba dirigirlas a buen cauce para evitarse el disgusto de verse atada a un hombre que no quería hijos o que fumaba como un carretero. Además, era atractiva y podía sin duda permitirse el lujo de escoger. En su caso, le resultaba de ayuda cualquier cosa que sirviera para cribar y seleccionar. De hecho y a pesar de que sus normas sumaban varias decenas, no le costó encontrar al hombre adecuado con el que casarse. Un chico atractivo, menos de cuatro años mayor que ella, menos de veinticinco centímetros más alto, sin síntomas de calvicie siquiera incipiente y con ambos padres aún vivos y sin enfermedades graves en su historial. Entre otras cosas. Después de unos años de matrimonio feliz, con dos niños y un perro, dos casas y dos coches, y durante un relajado desayuno de sábado, él le hizo esa típica pregunta: qué es lo que te gusta de mí. Ella no dudó ni comenzó la respuesta con un pues no sé qué se yo. Porque lo sabía perfectamente. De ti me gusta, le dijo, que no fumas, que no eres abstemio pero tampoco bebes mucho, que en tu empleo no tienes horarios exagerados, que no éramos compañeros de trabajo, que no conduces como un loco, que no estás obsesionado con el fútbol, que no has tomado drogas, que no eres de naturaleza infiel, que no… Espera, la interrumpió, ¿te gusto por lo que no soy? Ella entornó los ojos hacia arriba, durante un par de segundos, repasando mentalmente su lista. Sí, contestó. ¿Te molesta? Y él le dijo que no, que no le molestaba. Le parecía raro, desde luego, aunque prefirió no comentarle nada al respecto. ¿Y a ti?, preguntó ella, ¿qué es lo que más te gusta de mí? No sé, contestó, antes de añadir vaguedades como "tu forma de ser", "todo", "lo guapa que eres". Ante la insistencia de ella, que pedía un poco de precisión, él admitió que lo primero que le había llamado la atención, por cursi que sonara, había sido su sonrisa. Ella dejó de masticar la tostada. La dejó sobre el plato. Miró su taza. ¿Y si, dijo, y si tuviera un accidente y…? No pudo acabar la frase. Sintió un escalofrío. No escuchó sus protestas. Que no la quería sólo por eso. Que eso no era lo importante. Que le gustaba toda. Pero ella ya no atendía. Sí, le iba muy bien con él y era feliz y tenían dos hijos, un perro, dos casas y dos coches. Pero aquella relación estaba sin duda abocada al fracaso. Y desde luego pensaba tomar la iniciativa al respecto. Mejor eso que ser abandonada. No se podía fiar de alguien tan inestable e impulsivo. Cualquier pequeño detalle podía enamorarle de otra o desenamorarle de ella. Consciente de que dentro de poco tendría que volver a utilizarla, anotó mentalmente una norma más a su lista: que no le guste mi sonrisa.


 
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Los cada vez más elevados índices de criminalidad


Si me hubieran hecho caso, todo esto no hubiera pasado, no señor. Pero claro, la policía ya no está para servir al ciudadano, sólo sirve para cobrar multas. Insisto: no quisieron escuchar mis advertencias. Sí, de acuerdo, cuando les llamé para decirles que me habían entrado en casa a robar, vinieron un par de ustedes, me acompañaron a poner la denuncia y fueron muy amables. Pero luego ¿qué? Nada. Incluso los señores del seguro fueron más efectivos: hicieron honor a su palabra y me pagaron lo estipulado en las condiciones de la póliza. Ustedes, en cambio, no movieron ni un dedo. Lo peor de todo es que les avisé. Les llamé varias veces preguntando si habían apresado a los ladrones y advirtiéndoles de que este era el primer golpe de una banda que sin duda estaba extendiendo sus operaciones por el barrio. Porque este barrio ya no es lo que era. La degradación es más que evidente, como ustedes sabrían de haber leído mi blog y mis cartas a la prensa. Cada día que pasa, las calles están más sucias y hay más delincuentes, no necesariamente extranjeros. El caso es que ustedes me dijeron que no había tal oleada de robos, a pesar de que se me habían llevado la tele y el portátil, y en el ayuntamiento me dijeron que no pensaban reforzar los efectivos policiales, a pesar de los peligros que les expliqué en el detallado informe de actividades sospechosas que les hice llegar. Dado el estado de la situación, no me quedó más remedio que acelerar los acontecimientos, con la única intención de poner de manifiesto el peligro que corríamos todos los vecinos. Además, siempre he dicho que en mi finca es muy fácil entrar de balcón a balcón en el mismo piso y yo sigo conservándome bien, ya que voy al gimnasio casi cada semana. La pena es que la tele se me cayó, por suerte a mi balcón y no a la calle, y se rompió. Pero eso era lo de menos, porque yo no quería una tele nueva y el vecino también estaba asegurado. Lo que yo quería era provocar una reacción policial antes de que fuera demasiado tarde, antes de que actuaran los criminales de verdad. Pero no sirvió de nada. Ustedes me ignoraron cuando vine aquí con mi vecino a poner la denuncia. Los diarios se negaron a publicar mis cartas. Y mis textos en el blog apenas si recibieron comentarios de apoyo. Tuve que extender mis actividades de protesta, para que ustedes se dieran cuenta del peligro que corríamos todos. Una horda de mafiosos probablemente rumanos o rusos, armados con kalashnikov, se preparaba para tomar al asalto nuestro desmejorado pero aún decente barrio. Así las cosas, no tuve más remedio que entrar en casa de una señora que es amiga de mi mujer y que nos dio una copia de las llaves. Por culpa del perro (no me acordaba del perro), el televisor se me cayó escaleras abajo y creo que un vecino me vio salir. Pero ustedes de nuevo ignoraron las evidencias: era necesario aumentar la presencia policial en las calles para evitar que los ladrones de verdad entraran en nuestras casas a robárnoslo todo, como ya habían hecho conmigo, y quién sabe si también a cortarnos el cuello mientras dormíamos. Volví a intentarlo en casa del farmacéutico, porque vive en el entresuelo y tiene una obra al lado y es muy fácil entrar trepando por el andamio. La pena es que bajar con la tele a cuestas no resultó nada fácil y acabé cayéndome yo, pero encima del cacharro. Las hacen demasiado grandes, creo. Pero en fin, insisto, era una forma de protesta y no de avaricia. Como ustedes y los politicastros siguieron ignorando mis sensatas quejas, me vi obligado a entrar en casa de mi hermano. Yo no soy un ladrón profesional, comprenderá que no puedo ir forzando cerraduras, y mi hermano también nos había dejado una copia de las llaves, por si las perdía. Lo que no recordaba era que la tele de plasma de mi hermano era tan grande. Cincuenta y tantas pulgadas. Colgada de la pared como si fuera un cuadro. Menudo bicho. En fin, yo ya tengo más de cuarenta años y no estoy para según qué esfuerzos. Por eso se me resbaló. Lo que no entiendo es cómo dejaron al crío solo en casa. Seguro que fue cosa de mi cuñada. Es buena persona, pero descuidada e irresponsable. El niño me asustó con su "hola, tito". Y, claro, di un respingo y perdí el control del cacharro. Fue totalmente accidental. Y culpa de mi cuñada, insisto. Además, yo creo que el niño ya debió nacer con el cráneo mal puesto porque el golpe no fue para tanto. En todo caso, ahora me harán caso si les digo que estos asesinos podrían matarnos a todos mientras se llevan nuestras posesiones, ¿no? Quiero decir, ¿qué más tengo que hacer para que me crean?


 
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