Un par de codazos


La violencia no es el método más eficaz para resolver conflictos. Ni siquiera de los pequeños. Entre otras cosas, porque los peligros que puede traer son mayores. Por ejemplo, recuerdo que una vez, en la hora del recreo y mientras charlaba con mis compañeros de clase, se me acercó alguien por detrás y me tapó los ojos. Como a la primera no pude zafarme y esas bromitas (ja, qué gracia) me sacan de quicio, opté por usar un arma no muy masiva, pero sí contundente: un codazo. ¿Qué queréis? Tenía catorce años y demasiadas hormonas. El caso es que después del primer golpe, que no di con todas mis fuerzas, ni mucho menos, el tipo en cuestión no me soltó. Así que decidí darle otra torta. La intención era sacudirle algo más fuerte, pero como estaba sobre aviso, se apartó a un lado (sin soltarme) y apenas le di en las costillas, flojillo. Eso sí, el muchacho no se arriesgó a recibir un tercer codazo y me dejó marchar. Todo un éxito, creí entonces. Pero cuando abrí los ojos, vi enfrente mío las caras de mis amigos, que mostraban preocupación y asombro. Entonces me giré para ver quién era el graciosillo y me topé con el profesor de Ciencias Naturales, tutor del curso y director de estudios de Bup. Por suerte, encajó bien los codazos. Y no sólo físicamente. Soltó su clásico "je, je" y se largó a hacerse el coleguilla con otros chavales. Era su estilo.


 
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Llamar al cerrajero


Javi me explica que pasó por delante de una cerrajería y vio un letrero en el que se podía leer: "Si no estoy en la tienda, coja una tarjeta y llámeme". Javi miró al interior del establecimiento y vio que estaba vacío, así que agarró una de las tarjetas que había en una cajita clavada al marco de la puerta, sacó su móvil y llamó al cerrajero. -¿Te habías dejado las llaves dentro de casa? -Le pregunto. -No, hombre, qué va. Pero es que yo no desobedezco jamás una orden, a no ser que vaya en contra de mis principios. Y mis principios no dicen nada acerca de llamar a cerrajeros.


 
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Fotocopias


La Generalitat difundió unas encuestas manipuladas -más bien inventadas- en las que Convergència i Unió aparecía como ganador de las próximas elecciones. El conseller en cap y aspirante a la presidencia, Artur Mas, ha asegurado, confiando en la ingenuidad de quien tuviera a bien escucharle, que no hubo intención de manipulación, sino que, en todo caso, se habían traspapelado un par de folios del informe. Folios que, por cierto, acabaron apareciendo. Mas incluso sugirió que el error podría haberse dado a la hora de fotocopiar los papeles en cuestión. Como es natural, nadie cree al pobre hombre. A mí me recuerda a esa excusa de que el perro se comió los deberes, señu. Pero lo que dice podría ser verdad. Al fin y al cabo, no es tan raro. Casi todos hemos pasado por alguna mala experiencia en temas de fotocopias y traspapeleos varios. Recuerdo, por ejemplo, cómo en la facultad tuvimos un pequeño percance con un trabajo de grupo que, como es natural, acabamos pocas horas antes de entregarlo, sin tiempo ni siquiera para echarle un último vistazo. Una compañera se ofreció para llevarlo a encuadernar, así que todos fuimos dándole nuestra parte del trabajito. Al principio fue ordenando los folios a medida que se los íbamos dando. Luego se cansó del terrible esfuerzo que suponía tanta actividad tan seguida -era de carácter cansino, la muchacha- y decidió posponer la tarea a después de tener todos los fragmentos en sus manos. La dejamos con los papeles, confiando en ella, y nos fuimos, aliviados. Desde el punto en que la dejamos hasta el lugar en el que encuadernarían el trabajo había apenas veinte metros. Algo debió de pasar, igual se quedó absorta observando el mecanismo de la fuente -aprietas el pedal, sale agua; aprietas el pedal, sale agua; aprietas el pedal, sale agua-, o a lo mejor se cruzó con alguien y acertó a cruzar un par de frases seguidas en lo que para ella sería una larga y agotadora conversación. El caso es que cuando le entregó los folios a la encuadernadora, se olvidó de que no estaban ordenados. Y hasta que nos devolvieron el trabajo, no supimos nada. Ella tampoco, evidentemente. Al menos, la portada estaba en su sitio y el profesor fue bondadoso. Magnánimo. Bien, como decía, es posible que Artur Mas no mienta. La única condición que pondría para creerle, eso sí, es que haga público que esta antigua compañera de facultad está trabajando en la Generalitat de Catalunya y que el informe en cuestión ha pasado por sus manos.


 
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Contra la guerra, claro


Nunca me han gustado las manifestaciones. Hay demasiada gente y se gritan demasiadas tonterías con las que no estoy de acuerdo, aunque pueda estarlo con el objetivo de dicha manifestación. Además, uno corre el peligro de que su presencia en el acto en cuestión pueda ser manipulada con toda la tranquilidad del mundo por el organizador interesado, como hizo el Partido Popular con las concentraciones de protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. De todas formas, y superando mi pánico a las aglomeraciones, el sábado estuve en el Paseo de Gracia. No sólo la causa era más que justa y el lema más que apropiado -"Aturar la guerra és possible"-, sino que uno podía estar de acuerdo con la mayor parte del manifiesto que allí se leyó -con los necesarios matices- y tener la confianza, aunque ya veremos, de que la presencia de representantes de partidos políticos no signifique que estos nos vayan a utilizar con total impunidad, ya que estaban todos menos uno (el Partido Popular, claro), que no es precisamente de los más votados ni en Barcelona, ni en Catalunya. Además, teniendo en cuenta que ésta ha sido una de las manifestaciones más concurridas en la historia de la ciudad -si no la que más-, había que pasarse aunque sólo fuera por curiosidad.

Llegar Tarea difícil la de llegar hasta el Paseo de Gracia con Avenida Diagonal, punto de partida de la manifestación. Pedro y yo tuvimos que recurrir al coche (y a un parking), después de ver que no se podía ni entrar en el andén del metro, por la cantidad de gente que allí había embutida, y que, claro, no pasaba ni un mísero taxi. El centro estaba literalmente abarrotado. De hecho, en la Rambla de Catalunya, calle paralela al Paseo de Gracia, había prácticamente una manifestación alternativa, y las calles que llevaban al paseo estaban saturadas. A pesar de que el recorrido se había ampliado, no cabíamos. Yo no encontraba a Marta y a Cristina, y Pedro había quedado en otro sitio con Enrique y sus amigos de la facultad, así que decidimos correr el riesgo de separarnos. Se me ocurrió una idea genial: "Id tirando y luego os llamo y me decís donde estáis". Aún no sabía que las líneas de móvil estaban, también, saturadas: todo el mundo llamándose e intentando, justamente, quedar. Aún no he vuelto a ver a Pedro. El caso es que, al fin, me llegó un mensaje de Marta. Ellas estaban en la calle Mallorca. Las encuentro -bueno, me encuentran ellas a mí- sin mayor problema.

Pancartas Muchas. En la propia manifestación, claro, y también en balcones del Paseo de Gracia. Contra la guerra, pero también contra Aznar y contra Bush. Una contra Sadam no hubiera sobrado, pero creo que, a pesar de eso, ninguno de los que estábamos allí le teníamos mucha simpatía al dictador, precisamente. Las que intentaban ser originales, la verdad, no lo eran: "Bush, ets al món el que Sadam és a Iraq: un dictador", "Aznar basta ya", "Aznar, lameculos de Bush" (ésta es de El jueves), "Bush, miembro de la Onu" (con una caricatura del presidente estadounidense en pelotas y con un enorme misil donde debería ir, claro, su propio miembro). Demasiadas banderas de partidos políticos para mi gusto (sobre todo de Esquerra Republicana y de Iniciativa; conté una del PSC, ninguna convergente y, por supuesto, ninguna del PP). También ondeaban banderas con los colores del arcoiris, algunas brasileñas y otras venezolanas. Por no hablar de las comunistas, las que llevaban la cara Che (con aquello de "hasta la victoria siempre") y otras de la CNT (¿pero aún existe?). Que nadie se alarme, no creo que vuelvan los comunistas -¡el coco!, como se burlaba Unamuno de los que se enfurecían como toros a la que veían algo rojo-. Total, el Che no es más que un icono ya vacío: hubiera dado casi igual que llevaran la Marilyn de Warhol, o a Bogart con su gabardina de Phillip Marlowe. Y lo mismo está pasando ya con la bandera de la Unión Soviética.

Gritos Tampoco fueron muy originales los coritos. Aparte del necesario pero previsible "guerra no", se oyeron el clásico "esto nos pasa con un gobierno facha", el infantil "boti, boti, boti, del PP qui no boti" y el tontorrón "Bush, feixista, tu ets el terrorista". Tuvo mucho éxito el "con este gobierno vamos de culo". La gracia -o lo que fuera- estaba en que había que caminar de espaldas. Por cierto, que nadie crea que los simpatizantes del Partido Popular no aparecieron por allí, a pesar de todo. Un grupo de amigos no dudaba en bromear con una chica que aseguró que sí votaba al PP. "Cielos, esto no me lo esperaba de ti", le dijo uno, jugando a estar visiblemente afectado por una terrible noticia. El mejor momento, en cuanto a griterío, fue cuando una chica no pudo reprimir un "em cago en la merda de l'Aznar, hòstia puta"; uno de sus amigos, que llevaba la bandera catalana a modo de capa, contestó gritando: "No li feu cas, és una extremista radical". Aparte de gritos, se oyeron tambores y silbatos. Hay que hacer especial mención al de Cristina, que es árbitro -por su aspecto nadie lo diría- y traía un silbatito profesional (sin bolita, explicó) que consiguió que prácticamente me sangraran los tímpanos. Bueno, a mí, a Marta y a los pobres que estuvieran más o menos cerca. Por cierto, curioso que cuando pasaba el helicóptero de la policía (¿contando manifestantes?), todos miraran para arriba, silbaran, gritaran insultos y enseñaran su dedo corazón en actitud poco cariñosa. Parecía una especie de superstición medieval. Más curioso aún fue que corearan al verlo "ito, ito, ito, que caiga el pajarito". Una de esas veces no pude reprimir soltar un "pues como se nos caiga encima, vas a ver tú que gracia". Por suerte, se rieron en lugar de lincharme.

Deserción A las siete y veinte, cuando el manifiesto, en teoría, ya debía de estar más que leído, nosotros aún caminábamos por el Paseo de Gracia, así que nos quedaba por recorrer la Gran Vía hasta llegar a la Plaza Tetuán. Entre que vimos que muchos ya se iban (mal e incitador ejemplo) y que la manifestación, de hecho, ya había acabado (no era una carrera, vaya), optamos, helados como estábamos, por ir a tomar un café y confiar en que aquello hubiera servido para algo, aunque no dependiera de ninguno de los que estábamos allí y aunque yo ni gritara, ni botara, ni cantara y ni siquiera soplara el dichoso silbatito. Es que a mí no me gustan las manifestaciones.


 
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Sentido común


El doctor Palacios encendió la sierra y bajó la vista, cuando se fijó en que el cadáver estaba abriendo los ojos. Paró el aparato y se bajó la mascarilla. Oyó como el muerto murmuraba algunas palabras ininteligibles e intentaba moverse. -Señor José -dijo el doctor-. Esto... ¿está usted... aquí... entre nosotros? -No lo sé... ¿dónde estoy? -Preguntó el supuesto muerto. -Pues en el Hospital Clínico de Barcelona. -¿En el hospital...? ¿Por qué? -No sé. A mí me han dicho que le haga la autopsia, para saber de qué ha muerto. José intentó incorporarse, pero apenas si consiguió levantar un poco el torso y la cabeza, que le dolía como si el cerebro intentase escaparse por los ojos. -Es que yo no estoy muerto, ¿sabe usted? Y, si no es molestia, necesitaría algo de ropa, aquí hace frío. -Lamento estar en desacuerdo, pero... -¿Cómo que en desacuerdo? -le increpó don José-. Aquí hace frío. -No, no -le contestó el doctor Palacios-. Frío hace. Pero yo me refiero a que usted está muerto. -¿Cómo? -Sí, mire, lo pone aquí -y le enseñó su historial clínico, incluido el certificado de defunción-. No hay duda posible, usted ha fallecido. Ahora, si me permite, ¿podría tumbarse, que tengo que... ehem... abrirle?

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