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Mala suerte
Había oído de gente a la que le había pasado, pero como siempre se trataba del amigo de un amigo, no me lo acababa de creer. El caso es que sí, que esas cosas pasan o, al menos, a mí me pasaron. Lo primero que noté fue un tirón en la nuca. Inmediatamente después subí unos veinte metros en el aire dando volteretas. Una pausa de un par de segundos y abajo otra vez. A ratos variaba. En una ocasión, por ejemplo, me quedé rodando muy rápido a ras de suelo, sin subir ni bajar. Al rato paré. Estaba tan mareado que me senté en la acera. Craso error. A los dos minutos noté un golpe en la espalda y me fui rodando por el suelo hasta golpear a un señor con traje y corbata. Logré disculparme antes de que el pobre tipo desapareciera, también rodando, por un agujero. Luego, otra persona -es que no miran por donde van- me golpeó a mí y fui yo el que cayó al hoyo, donde estaba el señor de antes, acompañado de una chica joven y de un tipo gordito que se la intentaba ligar. Nos saludamos amablemente y cruzamos un par de frases acerca del calor, que ya comenzaba a apretar. Al rato noté como si me ataran con una cuerdecilla muy rugosa de los pies a la cabeza. Luego me sentí arrojado bruscamente al suelo, donde comencé a girar sobre mis pies. Fui perdiendo velocidad y acabé desplomándome. Cuando ya creía que me iban a dejar en paz, me sentí de nuevo arrojado hacia arriba. Volé como unos quince o veinte metros, dando vueltas. Qué manía con las vueltas. Caí al suelo y se repitió la operación otras nueve veces. Contra lo que pudiera parecer, caí siete veces de cara y sólo tres de culo. Después de esto, me dejaron de pasar cosas y pude volverme a casa. Llevo dos días sin dar volteretas y durmiendo sin problemas, pero no logró quitarme de encima la curiosa sensación de haberle traído mala suerte a vete tú a saber quién.
Crónica judicial
Nos estamos acostumbrando a ciertos espectáculos lamentables relacionados con la justicia. Ayer mismo, en las puertas del juzgado se concentraron curiosos y familiares de las víctimas de Alfredo Domínguez, que ha confesado el asesinato de quince personas y que ha sido ya bautizado como el carnicero de Sarrià. En cuanto este hombre bajó del furgón policial con la cabeza cubierta por un ejemplar del semanario Der Spiegel, comenzaron los gritos y las imprecaciones. “¡Es usted un presunto asesino que se enfrenta a la posibilidad de largas penas de prisión!”, gritaba alguno. “¡Que lo juzguen! ¡Que lo juzguen!”, coreaban otros. “¡Que se aplique el código penal! ¡Eso es lo que hay que hacer con estos delincuentes! ¡Aplicar el código penal!”, añadía un exaltado. El momento más tenso se produjo cuando un familiar de una de las víctimas intentó abalanzarse sobre el acusado. Le retuvieron a tiempo, pero no dejó de decirle cuatro cosas: “Si es usted absuelto de los crímenes de que se le acusa –gritó, furioso-, vayan por delante mis disculpas. Pero sepa que creo que usted es culpable. Es más, ¡le desprecio! Me avergüenzo de mis sentimientos, pero he de ser sincero: ¡le desprecio!” Una mujer, probablemente su esposa, le intentó calmar con un “Mateo, que te pierdes” y, finalmente, tras oír un tierno “Mateo, piensa en los niños”, este hombre se echó atrás con lágrimas en los ojos y dejó que Domínguez entrara en el juzgado. Justo entonces y con los ánimos algo más calmados, pude acercarme a una mujer cuyo hermano había sido asesinado por este hombre. Se trataba de una señora mayor, probable analfabeta funcional que no entendía la sutil diferencia entre venganza y justicia: “No sabe hasta qué punto siento rabia e impotencia –me dijo-, al mismo tiempo que una confianza ciega en los mecanismos judiciales que deberían proporcionar un juicio justo al acusado”. El primo de otra víctima me manifestó su deseo de que Domínguez fuera declarado inocente: “Ojalá no tuviera que cargar con el peso de haber matado a mi hermano y a otros catorce ciudadanos. Nadie merece que su conciencia aguante eso... Pobre hombre”. Mientras, otro individuo no dejó de criticar la labor de los medios de comunicación. Y es que, como es habitual, se les echa la culpa de todo: "¡Que le juzguen sin presiones mediáticas!”, exclamó, a lo que le contestaron con varios “¡no a los juicios paralelos! ¡Fuera el periodismo basura! ¡Un respeto a la justicia!” Y no sólo eso: se reclamaba que se tuvieran en cuenta tanto los atenuantes –Domínguez ha declarado haber leído los tres volúmenes de Esferas sin interrupción y en alemán- como los condicionantes sociales que han llevado a este individuo a cometer los terribles actos que ha confesado. No hay que olvidar que el carnicero de Sarrià es hijo de una acomodada familia de la zona alta de Barcelona. De niño fue a colegios de pago y a clases de francés y de violín. Es más, en su adolescencia aprendió a tocar la viola da gamba y, en compañía de unos amigos, se aficionó a tocar piezas del siglo XVII con los instrumentos originales. No podía salir nada bueno de un admirador de Jordi Savall. Lo dicho: un espectáculo lamentable y por desgracia ya habitual, que puede interferir en la labor de la justicia. Ante estos hechos, cabe incluso preguntarse qué harían esas personas tan dolidas y sedientas de justicia si pudieran hacerse con el sospechoso. ¿Organizarían un jurado popular? ¿Le encerrarían en un cuarto de baño y se turnarían para vigilarlo y que no saliera en al menos cinco o seis meses? Algunos no comprenden que hay que dejar actuar a los jueces, por mucho que las torturas indiscriminadas y las penas arbitrarias puedan parecernos injustas. Sin duda, hay que comprender a los familiares de las víctimas, pero si un juez dictamina que hay que amputar un brazo a un ladrón o castrar a un violador, todos tenemos la obligación de acatar y respetar dicha sentencia, por poco que nos guste. La justicia no puede estar sujeta a las ansias reinsertadoras de los ciudadanos. Las ganas de perdonar no pueden anteponerse a la ley.
(Escrito por Jaime y Marta, que no tiene blog.)
La gente
El mundo se divide en dos clases de personas: la gente y yo. La gente no sabe conducir, a ti dónde te dieron el carné, en una tómbola. Y la gente mira Crónicas Marcianas y Gran Hermano. La gente también va al fútbol, la gente es que hoy en día no tiene cultura ni tiene de nada. Hay que ver la gente, qué ganas de colarse siempre que hay una cola, qué poco respeto, todos fumando en el metro y con la música a todo volumen a las dos de la mañana. La gente además organiza botellones, bueno, en Barcelona, no, que la gente llama a la urbana, pero, eso sí, la gente va con la moto por donde quiere, por las aceras a cien por hora, y eso cuando no va en bici o lo deja todo lleno de colillas o de cáscaras de pipas, y encima no sabe usar los cajeros automáticos y siempre se deja encendido el móvil en el cine, y luego suena y la gente se pone a hablar mientras come palomitas, porque la gente no sabe comportarse, y la gente le grita a los extranjeros, que no son sordos, sólo son de más lejos. La gente no lee periódicos, ni libros, sólo el Hola en el lavabo. Y ni trabaja, ni deja trabajar. Porque la gente es muy vaga y muy envidiosa. En cambio, yo soy el compendio de todas las virtudes humanas. La gente debería arrodillarse a mi paso, pero, claro, la gente ya no tiene escala de valores. Ni escala musical, porque no hace más que escuchar los discos de Operación Triunfo y ver cine americano. Que sí, que si todos fueran como yo, no habría guerras y todo el mundo se daría los buenos días y se besaría en el ascensor, incluso con lengua, y, por supuesto, recogería lo que dejan sus perros en las aceras, qué rostro tienen algunos, si es que no cuesta nada. Y a todos nos tocaría la lotería de vez en cuando y en el trabajo no se enfadaría nadie y no perderíamos tanto tiempo con los trámites del ayuntamiento, parece mentira, cada vez que quieres hacer algo, por tonto que sea, tienes que rellenar quince impresos y pagar, siempre hay que pagar. No hay nada gratis y la culpa siempre es de la gente. Es que la gente, ya te digo. Si no fuera por la gente, los demás -yo- tendríamos más espacio, eso es innegable. Y que quede clara una cosa: yo no soy gente. Ni siquiera para la gente. Qué gente.
Mensajes
En cosa de diez días, se me ha parado el reloj, he perdido la documentación del coche y se me ha suicidado uno de los cristales de las gafas. Con lo que llego a la conclusión de que alguien me está intentando decir que me estoy quedando anticuado, que he perdido los papeles y que ya no veo las cosas claras. Y, digo yo, ¿no podría haberme dejado un post-it encima de la mesa, como hace todo el mundo?
El jaimómetro
Ni barómetros ni estaciones meteorológicas: el jaimómetro. El jaimómetro es un avanzado instrumento ideal para esos días grisuchos en los que uno no sabe si va a llover o al final todo quedará en agua de borrajas, nunca peor dicho. Si usted adquiere los servicios del jaimómetro, recibirá cada día por correo electrónico una foto de Jaime saliendo a la calle. Si no lleva consigo ningún paraguas, esté seguro de que lloverá. Si además no lleva abrigo ni chaqueta, caerá una buena, una tormentaza de estas que acaban con la plaza Cerdà hecha un estanque. Si por el contrario Jaime sale a la calle cargando con un paraguas, cuente usted con un sol radiante como el de los Teletubbies. Cuanto más grande sea el paraguas, más días tardará en volver a nublarse.