noviembre 2024 | ||||||
---|---|---|---|---|---|---|
dom. | lun. | mar. | mié. | jue. | vie. | sáb. |
1 | 2 | |||||
3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 |
10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 |
17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 |
24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 |
abril |
La vida es siesta
Muchos comparan la muerte con un sueño. Ramón Gómez de la Serna desacredita esta metáfora en Los muertos y las muertas: "La muerte no es ni un sueño. En el sueño hay una saturación de vida, densa, con esperanza de despertar, con pereza que no por no sabida se deja de saber". De hecho, dormir es la forma más viva de vivir. No creo que los sueños más reales nos recuerden a la vida, sino que la vida más real nos recuerda los sueños. Por eso muchos de quienes pasan por una experiencia traumática aseguran que la recuerdan como si la hubieran soñado. En los sueños nos atrevemos a hacer lo que despiertos ni soñamos con intentar. Es más, nos atrevemos a sufrir lo que durante las horas de vigilia nos esforzamos por evitar. Durante el sueño no hay miedo. Al menos, no ese miedo que nos impide incluso tener miedo.
Un libro anticuado
Tina se quejaba de que una dependienta de la Fnac insinuó que "no se había hecho" una Biblia en catalán, mientras que una amiga de Aberrón se lamentaba de que no le habían atendido correctamente en una biblioteca. Con el ánimo de que nadie se corte las venas por la situación en la que se encuentran los libros en espera de lector, diré que a mí en la Alibri me pasó más bien lo contrario. Entré a ver si tenían algo de Otto Rank y en tres segundos tenía El trauma del nacimiento en la mano. Al librero aún le dio tiempo a explicarme que no tenía nada más porque el psicoanalista se había quedado ya anticuado. -Sus libros están casi todos descatalogados y sólo queda alguna antigua edición sudamericana. Ignoro si lo del sudamericanismo de los libros de Rank viene como herencia del franquismo y de esos libros censurados en España que se editaban en Buenos Aires, o si es por el tópico que dice que la mitad de los argentinos son psiquiatras y la otra mitad está en tratamiento. Un tipo curioso este Rank. Según explica, nadie consigue recuperarse del todo del trauma que supone nacer y dejar atrás ese cómodo, cálido y protector útero materno. Esta "tendencia jamás satisfecha a la penetración completa en la madre" lo determina todo. La estructura de la sociedad, por ejemplo, en la que el rey o el jefe "se erige en una suerte de barrera contra el incesto, contra los deseos de retorno a la madre". También los intentos por cambiar esta estructura: "Toda revolución que aspira a derrocar la dominación masculina, tiende a realizar el retorno hacia la madre". Y por supuesto, la religión –la crucifixión sería "un retorno al útero materno"-, y el arte, que "se aproxima al juego infantil, del que ya sabemos que se dirige a rebajar el valor y la significación del trauma primitivo, tratándolo en su conciencia como una cosa desprovista de seriedad". Leyendo este libro no pude evitar acordarme de un cuento bastante malo que escribí cuando aún no era mayor de edad y cuya última versión he colgado aquí abajo.
La negativa (o el primer capítulo de mi Autobiografía inventada)
Durante los ocho primeros meses, todo había transcurrido con normalidad. Incluso me había dado la vuelta, como si sintiera curiosidad por saber qué había ahí fuera. Sin embargo, al final decidí que no quería nacer. No es que tuviera miedo de dejar la protección y el cariño que encontraba en el vientre de mi madre: simplemente me daba pereza dejar de vivir como había estado viviendo hasta entonces. Era una idea que se me había metido entre proyecto de ceja y proyecto de ceja y no había forma de disuadirme. Así pues, me puse otra vez del derecho y me acomodé en la placenta. Mis padres se preocuparon ante un cambio tan brusco, y los médicos no supieron tranquilizarles, a pesar de sus explicaciones sobre lo bien que iban las cesáreas para casos extremos como el mío. A mí, que no era ni siquiera un bebé -para serlo hace falta haber nacido-, tanta impaciencia me molestaba. Y eso de la cesárea no me gustaba en absoluto, aunque estaba dispuesto a correr y a esconderme en caso de que vinieran a buscarme. De todas formas, todo estaba bien como estaba: como se suele decir, si algo funciona, no intentes arreglarlo. Ya habría tiempo para salir de allí, si es que alguna vez sentía ganas de hacerlo. Porque imaginaba que tarde o temprano me apetecería nacer. Suponía que el mundo debía de tener muchas ventajas, si todos acababan naciendo. Muchos incluso nacían muertos, como cumpliendo así un último deseo. De todas formas, era consciente de los inconvenientes. Quedándome donde estaba no podría cortarme con el cuchillo del pan, ni tendría que viajar en metro o leer el periódico. Al verme tan tranquilo donde estaba, los médicos decidieron esperar. Al fin y al cabo, yo estaba bien, ellos estaban aún mejor y mi madre estaba regular. Algo hinchada, solamente. Decidieron que, en caso necesario, siempre estarían a tiempo de operar. Esta decisión no les gustó nada a mis padres, que no veían normal el hecho de que yo no naciera. El caso es que fueron de clínica en clínica, pasando de médico a médico y de segunda opinión a segunda opinión, pero nadie se atrevía a hacer nada. Cosa que a mí me parecía perfecta. Estaba cómodo y a salvo. Por desgracia e incomprensiblemente, mi madre comenzaba a resentirse. Al parecer, su vientre no podía seguir ensanchándose eternamente. Su más bien debilucho cuerpo tenía un límite y faltaba muy poco para llegar a él. Porque yo seguía creciendo. He de admitir que en mi juventud era algo egoísta y poco previsor. Si volviera a ser engendrado pondría algo más de atención a mi crecimiento: no es sólo por estética por lo que se prefiere la delgadez. Es para caber mejor en el útero. El caso es que cuando cumplí los dieciocho meses, mi madre ya no podía ni caminar. De todas formas, lo único que hicieron los médicos fue dejarla tirada en la cama de un hospital. Y observarla. Alguno rezó por ella. Sin embargo, hice caso omiso de ruegos y plegarias, y llegué a crecer tanto que en la piel del abdomen de mi madre, que ya no podía seguir estirándose, se iban formando pequeñas heridas, tiras rojas de dos o tres centímetros de largo. Comencé a darme cuenta de lo mucho que sufría, pero mi decisión era irrevocable. Yo ya no podía hacer nada por moderar mi crecimiento, así que tenía que ser ella quien se adaptara a la nueva situación. Por tanto, era su problema, no el mío. Pero cada día que pasaba las heridas eran mayores y más numerosas. La situación había llegado a ser tan extrema que un médico joven y poco reflexivo había propuesto la posibilidad de pensar en intervenir. El resto de médicos dijo que de acuerdo, que lo pensaría, y alguno llegó de hecho a pensarlo un ratito, mientras tomaba un cortado en la cafetería del hospital. Al final se vio cómo los doctores tenían razón en no operar. No hacía falta. Una enorme grieta acabó partiendo en dos el vientre de mi madre, que pudo ver cómo apoyaba mis piececitos y mis manitas en su cuarteado abdomen, para salir del útero por la enorme brecha de la bermeja y brillante herida. Poco después murió, claro. Tanto esfuerzo para nada. Me eché a llorar.
De hombres y delfines
Quim Monzó comentaba en un artículo de hace unos años que una universidad creo que hawaiana había llegado a la conclusión de que los delfines no eran tan inteligentes como se creía. De hecho, el estudio concluía que eran bastante más tontorrones que el más tonto de los perros. Desconozco la solvencia de esta investigación, pero recuerdo que leí el texto de Monzó con cierta alegría. Entonces no comprendía que se pudiera creer que unos bichos como los delfines eran tan listos como nosotros. ¿Por qué? ¿Por qué saltan a través de aros a cambio de un arenque? ¿Por qué emiten unos chillidos como los que soltaría una paloma después de tomarse una buena dosis de anfetaminas? Los delfines tienen además una pronunciada cara de bobo, como de vicepresidente de los Estados Unidos en campaña. Con esa sonrisa ridícula de político que preferiría estar jugando al golf que estrechando todas esas manos. De todas formas y con independencia de posibles nuevos estudios publicados, he cambiado de opinión. Los delfines no pueden ser tan estúpidos como parecen. Lo aclara Douglas Adams en La guía del autoestopista galáctico, cuando escribe que "el hombre siempre supuso que era más inteligente que los delfines porque había producido muchas cosas -la rueda, Nueva York, las guerras, etcétera-, mientras que los delfines lo único que habían hecho consistía en juguetear en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho más inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas razones". Digo yo que tampoco seremos tan listos si no somos capaces de pasárnoslo tan bien como los delfines. Es más, hacemos cosas peores que saltar a través de un aro y a cambio de mucho menos que un arenquito. Los delfines, además, no llevan corbata. Punto, juego y set para los mamíferos con aletas.
Trueque
Es lo de siempre, mucho hablar y luego al final, cuando a uno le tocan la cartera, nada de nada. Sí es que ya tienen razón los liberales: para ser de izquierdas uno tiene que ser pobre de solemnidad, porque si no, es un hipócrita. Sólo hay que fijarse en los casos de Ana Belén, el Gran Wyoming o Javier Sardá. ¿Acaso reparten sus fortunas entre los más necesitados? No. Se las guardan celosa y avaramente para ellos, aun a sabiendas de que si cada uno me diera un diez por ciento de lo que tiene en su cuenta corriente, yo podría retirarme y vivir sin dar un palo al agua. Otro ejemplo de izquierdoso de boquilla: Otis B. Driftwood. Me explico. Otis disponía nada menos que de cinco cuentas de Gmail para él solo. Si fuera realmente un tipo preocupado por la redistribución de bienes y la igualdad de oportunidades, repartiría esas cuentas sin pedir nada a cambio. Pero no, tenía que solicitar un cuento o algo parecido. Estos rojos son unos vagos que no hacen más que comerciar con el esfuerzo y el dinero ajenos. Ahora, lo propio, ni tocarlo. Así, no me extraña que Otis no haga más que criticar al Partido Popular, como si este partido no fuera tan bueno que lo de "partido" es un insulto: el Entero Popular se tendría que llamar. En definitiva, Otis, como todos los que añoran el muro, no es más que un hipócrita con el cerebro lavado por el Prisoe. Mucho no a la guerra, no a la guerra, pero a la hora de la verdad, sí al comercio y al trapicheo.