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Si sólo cuesta eso, me llevo cuatro
Igual es porque procuro no pisar las tiendas como mínimo del siete al quince de enero, pero el caso es que este año las rebajas me están pareciendo aún más salvajes de lo normal. Casi de chiste. El viernes a última hora de la tarde, l'Illa parecía recién salida de un incendio. Entramos en Women's Secrets. No, no buscábamos nada para mí. Además, a pesar del nombre, sólo es una tienda de pijamas. Es curioso lo de esta tienda. Esa misma gente que ahora se pelea por comprar pijamas y calcetines, agarraba una rabieta importante si de niños la abuela les regalaba justamente un pijama o unos calcetines. Es como si tuviera éxito un restaurante en el que se sirviera puré de verduras, o como si de repente a todo el mundo le gustaran las matemáticas. Aunque, claro, ahora todo el mundo come soja y pescado crudo, va a restaurantes vegetarianos y considera que saber de informática está muy bien. El caso es que los pijamas y los calcetines estaban tirados de cualquier manera por los mostradores y uno tenía que ir con cuidado no fuera a pisar unas bragas fucsia o una camiseta de tirantes a rayas. Vamos, aquello parecía la habitación de mi hermana. Eso sí, cuando la acaba de ordenar, no exageremos, que las pobres dependientas hacían lo que podían por arreglar el estropicio causado tras diez horas de golpes de visa. Lo que podían no era mucho: las pobres ya no podían ni moverse e iban tropezando con las perchas y los armarios, con la vista perdida y arrastrando los pies. Nos acercamos a una de ellas, con intención de preguntarle por unos pantalones (de pijama). Intentó hacerse la sueca, mirando al techo y haciendo ver que no existíamos, que sólo éramos parte de una pesadilla. Pero finalmente nos atendió. Nos llevó a donde se suponía que tenían que estar los pantaloncitos de marras, agarró una camiseta azul, musitó un "es que esto... lo han dejado... es que" y tras intentar poner algo de orden (sin éxito) nos dijo que sólo quedaba la L. Nosotros nos fuimos (sin pijama), pero, mientras salíamos, creí oír un sollozo a mis espaldas.
Corre, Javi
Huir. Coger un taxi, ir al aeropuerto, elegir un destino casi al azar y marcharse. Aunque sea para luego volver. Eso hizo mi amigo Javi. Paró un taxi. Al aeropuerto. Se puso a mirar el panel de vuelos para escoger destino. Helsinki Tokio Londres Toronto Milán París Lisboa El Cairo Buenos Aires Berlín Estambul -¿Qué haces ahí plantado? El avión sale en media hora. Aquella voz le sonaba. Se giró. Aquella cara le sonaba. Ah, sí, su jefe. Una pena haber olvidado que trabajaba como auxiliar de vuelo. Se prometió a sí mismo que la próxima vez probaría con la estación de tren.
Unas cuantas quejas
Se están perdiendo las formas, las maneras, los buenos modales. En definitiva, todo. Yo mismo incluso perdí un paraguas el otro día. Y en cuanto a las formas, conozco un triángulo que tiene cuatro lados. Cuando le recriminé su actitud, sólo acertó a decirme que tampoco había para tanto, que sólo se trataba de un lado de más. Que no hay para tanto, dice. Si todos hicieran como él, la geometría y, por tanto, el mundo entero, sería un desastre. A saber qué continente hubiera descubierto Colón si a la Tierra no le hubiera importado tener forma de pirámide en lugar de mantenerse más o menos esférica. Aunque en realidad el mundo entero ya es un desastre, geometría incluida. No hay moral, no hay valores, no hay un mínimo respeto por el prójimo o por uno mismo. Hay gente que se atreve a combinar marrón con azul sin sentir ningún remordimiento. Muchos miran a la derecha y a la izquierda antes de cruzar, cuando todo el mundo sabe -o debería saber- que el orden correcto es primero a la izquierda y luego a la derecha. A no ser que uno viva en Londres. En los relojes analógicos, después de las doce viene la una, en lugar de las trece; y en los digitales, tras las 23 vienen las cero. Las cero. Es absurdo. Ridículo. Tendrían que venir las veinticuatro. Y luego las veinticinco. Evidentemente. Pero es que ya nadie sabe qué es el orden. Los teclados no respetan el orden alfabético, el contenido de los bocadillos no es de al menos el mismo grosor que una de las rebanadas, nadie sabe utilizar las teclas de memoria de las calculadoras. A alguno igual le parece que soy excesivamente puntilloso. No es cierto: me parece bien no tener la rigidez de un palo de escoba, pero eso no quita que haya que mantener unas normas mínimas que faciliten la convivencia. Insisto: mínimas. Por ejemplo, todo el mundo se saluda y se despide como le da la gana: buenos días, buenas tardes, hola, buenas, qué tal, hasta ahora, hasta luego, adéu. Uno ya no sabe a qué atenerse, a pesar de que parece razonable esperar que a uno le den los buenos días desde las seis de la mañana hasta las doce del mediodía, y que a partir de entonces y hasta las veinte horas le den las buenas tardes. Pasadas las ocho uno ha de comenzar a dar y a recibir las buenas noches. Más aún: hay gente que le echa la misma cantidad de azúcar al café y al café con leche; monstruos que comienzan a leer el periódico por la última página; nazis que aseguran que trabajan de nueve a cinco y en realidad nunca llegan a la oficina antes de las nueve y diez. Vivimos una época de perdición y de caos que no tiene remedio alguno. Vamos camino del fin del mundo. Nada menos. Eso sí, mientras se colapsa el planeta -que ya no se sabrá si es una esfera achatada por los polos, un cilindro o un cubo-, y entre el estruendo de explosiones y terremotos, se oirá el rugido de mi voz: "¡Os lo advertí! ¡Mira que os lo tenía dicho!" Al menos me quedaré tranquilo.
Pollo con peras
Arturo Sánchez vivió sus semanas de gloria televisiva el año pasado, después de llamar la atención de todo el mundo en el Diario de Patricia. El tema del programa ya era de por sí escandaloso: "Le soy fiel a mi mujer". Pero de entre la gente extravagante con historias enrevesadas que se presentó aquella tarde, destacó Arturo, que había conocido a su novia a los dieciocho y llevaba veintitrés años con ella, quince de ellos casado. Además, en el transcurso de aquella morbosa entrevista, Arturo confesó que le gustaba ir al cine los domingos y que su plato favorito era el pollo con peras. También explicó que tenía dos hijos, que iba a misa las fiestas de guardar, que jamás había fumado un porro y que le gustaba leer libros de historia. A pesar de eso, explicó, ejercía como maestro en una escuela pública. Al respecto añadió que, obviamente, muchos padres no se fiaban de él, especialmente porque -y aquí parte del público incluso le insultó- era abstemio. Pocos le creyeron, pero eso no fue obstáculo para que se convirtiera en un habitual de los platós de televisión y de los estudios de radio. Incluso fue a Crónicas Marcianas, donde explicó, para pasmo de los espectadores, que jamás se había discutido con su suegra y que de niño no había sufrido malos tratos. Más detalles escabrosos de su vida: la relación con sus padres era buena, no tenía ninguna malformación, su mujer no era drogadicta y sus hijos no habían sido violados por ningún cura ni por ningún monitor de esplai. Sin embargo, supuestos amigos y compañeros de trabajo de Arturo no tardaron en llamar y acudir a los mismos platós para explicar que nada de lo que decía era cierto. Su mejor amigo afirmó –"lo hago por su propio bien", dijo- que el difunto padre de Arturo había sido alcohólico y que cuando Arturo era niño no hacía más que insultarle a él y a su madre. La canguro de sus hijos explicó con todo lujo de detalles cómo le había intentado meter mano una noche. Y cómo ella había accedido. Su mujer no explicó nada porque resultó que llevaba dos años muerta. Había fallecido en circunstancias muy sospechosas, poco después de aquel asunto con la canguro. Un antiguo compañero de trabajo contó cómo había robado dinero de la empresa para pagarse su adicción al juego. Su suegra se quejó de que en más de una ocasión Arturo la había llamado "vieja, gorda y estúpida". También se supo que su hijo de doce años había muerto en una pelea de bandas callejeras y que su hija de nueve se había fugado con un monitor de esplai. En definitiva, que su vida era absolutamente normal. Arturo se defendió torpemente de aquellas acusaciones. Insistía en que decía la verdad, en que sus principios morales le prohibían mentir, en que lo de su mujer se podía explicar fácilmente, en que el único juego al que era adicto era el ajedrez. En que él no era como los demás. Pero los pocos que le creían dejaron de defenderle. Imagino que por lo tranquilizador que era suponerle igual de anodino que todo el mundo. Arturo, por tanto, no tardó en ser olvidado y apartado de la televisión. Creo recordar que le sucedieron como estrelluchas de lo grotesco un tipo que aseguraba ser heterosexual y una señora que quería ser funcionaria. Hablo de todo esto porque la semana pasada vi a Arturo Sánchez en una cafetería. Me costó reconocerle, a pesar de que vestía ese traje gris que le había hecho famoso. Llevaba barba de tres o cuatro días, y el cabello grasiento y descudidado. Además, no eran ni las seis de la tarde y ya iba medio borracho. Estaba hablando con alguien a quien probablemente acababa de conocer. Le explicaba que en realidad no había mentido. -Tú me crees porque eres mi amigo y hay confianza, aunque hace poco que nos conocemos –decía-. Has de saber que no es verdad todo lo que se dijo acerca de mí. Pero en la tele, ya se sabe, te condenan sin dejar que te defiendas. Puede que exagerara los hechos, puede que quisiera ser famoso, puede que quisiera parecer extravagante. Y quién no. Lo que importa es que gran parte de lo que dije era verdad. La mayor parte. Y lo que cuenta es el fondo, no los detalles –Hizo una pausa para tomar otro trago de cerveza-. Me encanta el pollo con peras –añadió-. No sabes cuánto. Y la puta de mi suegra lo hacía mejor que nadie.
¿Hay algún médico en la sala?
Aquello había sido aún mejor que cuando se subió a un taxi envuelto en una gabardina y fumando un cigarrillo sólo para decir aquello de "siga a ese coche". Ese coche era un Peugeot gris que fue de la Plaza Catalunya hasta la calle Numancia, para desaparecer en un parking subterráneo. Sí, mucho mejor. A un tipo le había dado un ataque. En medio de la calle. Otro hombre -también cincuentón, también trajeado- estaba llamando a una ambulancia. Dos señoras y un veinteañero se habían parado a ver si podían hacer algo, aunque ya sabían que no podían hacer nada. Tenían ganas de irse -muchas-, pero no hubiera sido nada bonito. El civismo inútil. Cuando vio la escena, Javi se acercó a grandes zancadas mientras se quitaba la chaqueta. -Apártense -bramó, mientras colgaba la cazadora del brazo de una de las mujeres- soy médico. Se agachó junto al hombre, que estaba sentado, apoyado contra un portal. Le deshizo el nudo de la corbata y le desabrochó los dos primeros botones de la camisa. -No intente hablar. Respóndame moviendo la cabeza muy lentamente. ¿Le duele el pecho? El hombre asintió. Javi alzó la mirada. -¿Han llamado a una ambulancia? Y todos dijeron que sí. -Hace rato, pero no vienen... -Ya les he llamado dos veces. -¿Qué es lo que tiene? -Señora -contestó Javi-, si llevara un electrocardiograma en el bolsillo se lo diría. -¿Un infarto? -O una angina de pecho, o una arritmia, o un susto. Lo sabremos cuando lleguemos al hospital. ¿Usted le conoce? –Preguntó al otro encorbatado. -Sí, somos compañeros de trabajo. -¡Pues háblele! ¿No ve que se siente solo? Todas las enfermedades vienen porque nos sentimos solos. No lo olviden. Cásense, tengan hijos y trabajen en multinacionales: no enfermarán. Y el cincuentón se agachó. -Alberto... Er... ¿Cómo llevas el informe de ventas? Si quieres, te puedo echar una mano... Mientras te recuperas... -¡Cójale la mano, que se nos va! El hombre obedeció. -Tú descansa... Que en nada estaremos tomándonos unas cervecitas... Bueno, si te dejan los médicos. -Y oiga –dijo una de las señoras; sesentona, con el pelo blanco azulado y un abrigo que podría haber llevado Jackie Onassis- ¿se va a poner bueno este pobre hombre? Javi alzó la mirada. Luego alzó el resto del cuerpo. Por último, se llevó la mano derecha al corazón. -No debería decir esto porque los médicos no decimos estas cosas hasta que estamos totalmente seguros, pero sí, este hombre vivirá. Desde que durante mi primera noche en urgencias se me murió en los brazos una señora por culpa de un infarto, me prometí a mí mismo que no volvería a perder a ningún cardiópata. Me equivoqué con la medicación, ¿sabe? Le receté tripocasina, que como usted ya sabrá... El hombre que estaba tendido en el suelo comenzó a respirar con más dificultad, casi gimiendo. Javi volvió a arrodillarse y acercó la oreja al pecho. -¡Necesita veinticinco miligramos de tridecodeína! ¡Y un vasodilatador! ¿Dónde está esa ambulancia? ¿Alguno de ustedes lleva gelocatina? ¿No? ¿Y tridifeldespato? ¿Tampoco? ¿Y permanganato de potasa? Maldita sea, ¿por qué no viene la ambulancia? Una de las señoras se santiguó, la otra miró apartó la mirada y el amigo del moribundo usó su mano libre para sacar el móvil del bolsillo y llamar de nuevo al 061. Algún otro curioso se paró. ¿Qué ocurre? A ese hombre le ha dado un ataque. ¿Y la ambulancia no llega? Mierda de seguridad social. -¡No hay tiempo, no hay tiempo! ¡Van a llegar tarde! ¡Usted -le dijo al veinteañero-, levántele las piernas! El chaval agarró al enfermo por los tobillos y alzó las extremidades. -¡Señora, aparte que me tapa la luz! Javi comenzó a soltar puñetazos en el pecho del hombre. Los nudillos contra el esternón. -Oiga, ¿eso no es un poco bestia? -Sugirió el veinteañero al oír cómo los gemidos del hombre cobraban fuerza. El encorbatado sonaba como un asmático que intentara cantar ópera después de subir cinco o seis pisos corriendo por las escaleras. -¿Usted es médico? ¿Eh? ¿Lo es? No, ¿verdad? Ésta es la maniobra Korsakov. Salva vidas. Las preguntas idiotas, no. A todo esto, el hombre se iba poniendo violeta y los ojos se le iban quedando en blanco. -¡Coño! -Soltó su amigo- ¡Alberto! ¡Oiga, que está azul! ¡Alberto! –Y le agarró más fuerte de la mano. -Apártense -dijo Javi, para volver a insistir con los puñetazos. Uno tras otro. Con rabia. Haciéndose daño. Cuatro, cinco, seis. Y otro. Y otro más. Y otro. Hasta que el cuerpo del tal Alberto dejó de sacudirse y arquearse, y se quedó totalmente inmóvil. -Mierda... Lo hemos perdido. Hora de la muerte: dieciséis veintidós. Y entonces se oyeron las sirenas. La ambulancia aparcó. Bajaron un médico y un camillero. -Buenas -dijo Javi-, soy el doctor García, del Hospital del Norte. Es un varón de cincuenta años. Posible causa de la muerte: parada cardiorespiratoria. Y ahora, si me permiten. Y cogió su chaqueta del brazo de la señora y se fue calle abajo, mientras los médicos, las señoras, el veinteañero, algún que otro curioso, el compañero del muerto y el muerto se quedaban todos muy quietos y con los ojos muy abiertos. Mejor que lo del taxi. Desde luego. Ni punto de comparación. Por suerte, aún le quedaban cosas por hacer. Te he dicho que no me llames a casa. Lleve este avión al aeropuerto de Tel Aviv o estallará por los aires. Me llamo Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir. En realidad estoy huyendo de mí mismo. Haz que parezca un accidente. Y tantas otras.