Ocho palabras y dos números


Jaime Rubio Hancock. Barcelona, 16 de julio de 1977. Periodista.


 
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Vida de Juan Pablo III


Juan Pablo Martínez Soria nació en Barcelona en 1983. Al parecer, es cierto lo que el propio pontífice diría años más tarde acerca de que fue concebido durante la visita del papa Juan Pablo II a España el año anterior. Lo que ya no cuentan sus biógrafos oficiales es que sus padres eran unos ateos con carné del partido comunista y que lo hicieron a modo de recochineo iconoclasta. Años más tarde, cuando el futuro obispo de Roma entró en el seminario, su padre se lamentaba diciendo que, puestos a hablar del 82, mejor haberle llamado Felipe o incluso Naranjito. Se ordenó sacerdote en 2009, después de repetir varios cursos y a punto de ser expulsado por hereje tras asegurar que "eso de la Santísima Trinidad es una chorrada incomprensible que se inventó algún viejo senil y borracho". Después de dos años dando clases de religión en una escuela de barrio y tras recibir amenazas de muerte por parte de un alumno de tercero de básica, Martínez decidió ir a Roma a estudiar un Máster en Churches Administration. Sin embargo, se equivocó de avión y fue a parar a Nápoles, donde se perdió su pista hasta la publicación de un pequeño breve en el Corriere de la Sera: "El español Juan Pablo Martínez gana el concurso de pizzeros, humillando a los especialistas locales". Fue rescatado por Giacomo Martini, quien se lo llevaría a Roma para darle las correspondientes clases y, de paso, asignarle funciones de cocinero personal.

Haciendo currículum Gracias a sus habilidades como cocinero y tras diez años de estudios y de tareas como asistente de Martini, Martínez fue nombrado obispo auxiliar de Barcelona. Respecto a la influencia de las pizzas en su meteórica carrera, Martínez no dudaría en explicar que "fue la mano de Dios la que me llevó a Nápoles. Además, una hostia es como una pizza, pero en pequeño y sin cosas encima". Tres años más tarde, el obispo de Barcelona moría y el joven Martínez le sucedió con sólo 41 años. Cuatro años más tarde y después de amenazar con hacer un estriptis en la catedral de Barcelona si no se atendía a sus reclamaciones, Juan Pablo Martínez fue ordenado cardenal. "Jo, como el Richelieu, mi madre estaría orgullosa si viviera y si no hubiera sido una comunista de mierda", afirmó, visiblemente emocionado. Diez años más tarde y con sólo 55, fue investido como Sumo Pontífice, tras la muerte de Juan XXIV y con el nombre de Juan Pablo III. El hecho de tomar el mismo nombre que el suyo propio le dio la idea para el lema de su pontificado: "Pa qué complicarse".

Un papa español Sus primeros años de papado estuvieron marcados por el propósito de "recuperar la tradición de papado española y especialmente la catalano-valenciana". Así, siguió la estela de Alejandro VI y se dedicó a tener hijos ilegítimos y a envenenar a varios cardenales. De este modo y tras ser Juan Pablo II el primer papa ingresado en un hospital, Juan Pablo III se convertiría en el primero en ingresar en prisión, donde pasaría nueve años. Los católicos compararon este encarcelamiento con las persecuciones romanas y cada día había al menos cincuenta manifestantes frente a la cárcel con carteles en los que se leían lemas como "Juan Pablo III, te quiere el mundo entero", "Free the Pope" y "Feed Terri Schiavo". Juan Pablo III aprovechó su estancia en prisión para estudiar aún más teología. Entre otras lecturas, decidió terminar de una vez la varias veces comenzada "Breve historia de los papas". Al ver que el papado había cambiado considerablemente desde los Borgia a los que había decidido imitar, escribió su primera encíclica: "La Iglesia avanza que es una barbaridad".

Años de ajetreo Salió de prisión a los 67 años. Acerca de esta experiencia, el pontífice no dudó en afirmar lo mucho que había aprendido de la compañía de excluidos y delincuentes: "Sobre todo --dijo-- si se os cae la pastilla de jabón, no os agachéis a recogerla". Nada más recobrar la libertad, decidió iniciar una serie de viajes que le llevarían por ochenta países en tres meses. Lo apretado de la agenda y la poca costumbre de ver espacios abiertos tras su estancia en la cárcel le llevaría a lanzar vivas a Honduras en Suecia y a casarse con el príncipe de Gales. Tras la luna de miel y después de conseguir el divorcio, Juan Pablo III volvió a Roma, donde se empeñó en arreglar de una vez por todas algunos de los problemas doctrinales y rituales de la iglesia. Así, para acabar con los persistentes rumores de pederastia, impuso el voto de castidad a los monaguillos. Asimismo, admitió que la homosexualidad no es pecado en su famosa "Doctrina de los dos distintos": "Independientemente del sexo, que uno de los dos lleve falda y el otro pantalones, así al menos disimulamos". Permitió el matrimonio a los curas: "Hombre, si se quieren". Y, sobre todo, le tendió la mano a las demás religiones en un valiente ejemplo de ecumenismo: su famosa encíclica "Convertíos, perros infieles, o arderéis en el infierno".

El cisma Macariano Ya con 80 años y tras 25 de pontificado, Juan Pablo III se enfrentó a uno de los más graves retos de la historia de la Iglesia: el llamado Cisma Macario, o el Cisma de los Cojones, como lo llamaría el propio papa. El caso es que Macario Moreno, obispo de Teruel, mantuvo en varios escritos el derecho de los ateos a ser católicos, cosa que la iglesia consideraba una relajación excesiva en los criterios de admisión. Sin embargo, Macario consiguió arrastrar a las multitudes con su propuesta de dar también el vino en la comunión cada domingo, y no hacerlo sólo en las ocasiones especiales. El lema "A Dios por el botellón" atrajo fieles de toda Europa, y no sólo entre los católicos: los protestantes alemanes y británicos, los ortodoxos rusos y algún musulmán despistado abrazaron esta doctrina con el mismo fervor que irlandeses, españoles e italianos. La aventura de la iglesia Macariana no duraría mucho: en 2066 se suicidaron todos --ochenta y nueve millones de personas--, en espera de un ovni que se los llevaría de la Tierra. Al parecer el ovni tuvo un reventón y llegó tres cuartos de hora tarde, causando cierta confusión entre el clero, la comunidad científica y también los políticos estadounidenses, ya que el platillo volante no dudó en volar la Casa Blanca, por aquello de seguir la tradición. Por suerte, la presidenta, Condoleezza Bush, se encontraba pasando unos días en el rancho familiar de Texas junto a su esposo, Alejandro Agag Aznar.

Los últimos años Juan Pablo III, ya con más de ochenta años, empezó a mostrar síntomas de cansancio. "Salgo a correr por las mañanas --explicó-- y vuelvo agotado a la hora y media. Creo que me hago mayor". Durante los siguientes cinco años se multiplicarían sus problemas de salud: se rompió una pierna al saltar en paracaídas, comenzó a llevar gafas para ver de cerca, pilló una gripe que lo tuvo en cama tres días, se quejaba de que el capelo le hacía daño y le salieron las primeras canas. Murió el 27 de septiembre de 2071, a los 88 años. Al parecer, la noche de su muerte salió al balcón a tomar el fresco, resbaló accidentalmente, cayó de cabeza a la plaza de San Pedro y fue atropellado varias veces por un jeep que se dio a la fuga. Las primeras palabras de su sucesor, León XIV, fueron en recuerdo de este gran papa, cuyo pontificado fue el más largo de la historia (33 años): "No me miréis así --dijo--, que yo tengo coartada".


 
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Buenas palabras


--Pero bueno... ¡Oiga usted! Le señalé con el dedo índice y alcé una ceja. El hombre me miró sorprendido y extrañado. Se me hacía el corderito inocente. Si no me los conociera tanto a estos impresentables. --¡Haga el favor de no reírse de los cojos! Abrió los ojos aún más. Qué pedazo de actuación. And the Oscar goes to the nazi cabrón. --¿P-p-p-perdón? ¿Cómo? --Ahora no se haga el loco, que aún es peor. Estoy por partirle el cuello. --Pero... --¿Le parece divertido ir por la calle simulando una cojera? ¿Cree que le parecerá graciosa su bromita a alguien que no pueda caminar correctamente? ¿Y si yo me riera de su calva y de lo feo que es? ¿Verdad que no se reiría? --Pero es que... --Pero es que ¿qué?, maldito bruto insensible, pero es que ¿qué? --Es que yo soy cojo de verdad. No era la primera vez que me topaba con alguien que se reía de los defectos ajenos. Había visto a imitadores de cojos, a tipos que se reían de los ancianos, incluso a uno que no hacía más que faltarle al respeto a los obesos, comiendo un helado por la calle como si nada. Pero nadie había mostrado tanta desfachatez como este miserable. Cojo, decía. Que era cojo. Pero cómo iba a ser cojo si tenía las dos piernas. --¿Acaso me toma usted por imbécil? --Oiga, es que yo... --Ya, ya lo sé. Usted no era consciente de que su burla podía herir la sensibilidad de muchas personas: los parientes de los cojos, las esposas de los parientes de los cojos, los propios cojos. Sí, sé que no quería hacerle daño a nadie. Pero al menos admita su error. No intente escudarse tras una mentira que sólo le convierte en un ser aún más despreciable. ¿Y adónde cree que va? ¡Quédese quieto! Y si huye, tenga al menos la decencia de no cojear, que encima parece recochineo. Le expliqué el daño que hacía. Le dije que en una ocasión mi propio padre se había roto la pierna y que ver a gente simulando cojera aún le hacía llorar. Pero el hombre no hacía más que abrir los ojos y balbucear excusas. Quise pensar bien: podría ser que también se estuviera burlando de los tartamudos, pero me dio la impresión de que sencillamente se trataba de un cretino amoral, ignorante del alcance de sus actos. Me lo llevé a una cafetería y le expliqué lo injusto y cruel que estaba siendo. Al final entró en razón. --Sí, sí, lo que usted diga, cómo no. --Entonces, ¿dejará de cojear? --Claro, claro, para qué voy a cojear, qué tontería. --Así me gusta. Estas dos horas no habrán pasado en vano si consigo que al menos se dé cuenta de que, consciente o inconscientemente, usted se ha comportado como un verdadero hijo de puta. --Sí, señor, como un hijo de puta, pero no me haga daño. --No, no, sólo uso la violencia cuando es imprescindible. Usted me ha demostrado tener la sensibilidad suficiente como para que bastara con cuatro palabras amables. --Sí, señor, muy amables. Y ahora me tengo que ir. --Haga, haga, no quiero retenerle más. Se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Cojeando. Ahí quedó claro que no se puede hacer nada para cambiar a un cínico, que no se puede ir sólo con buenas palabritas con quien tiene el mal enraizado en las entrañas. Quien está dispuesto a burlarse de la desgracia ajena una vez, lo está siempre. Maldito psicópata sin conciencia. Me levanté, me dirigí a la barra, pedí un tenedor y se lo clavé en la sien a ese cruel engendro. El tiparraco ya había salido a la calle, pero no me costó alcanzarle. Se pilla antes a un mentiroso que se hace pasar por cojo que a un cojo.


 
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Me estoy haciendo viejo


Viene el jefe y me dice que cómo le he dejado entrar. Qué quieres que te diga, le digo, no podía decirle que no. Joder, y ahora hay un puto mongolo en medio de la pista. Hombre, jefe, que iba con habituales, que estaban en la lista y todo. Me cago en la puta lista, joder. Pero ¿qué querías que les dijera, que no se puede entrar con síndrome de down? No, coño, pero te inventas algo, ¿verdad que a los feos no les dejas pasar y no les dices que quedan mal ahí dentro? Jefe, no me jodas, y lo he pensado no creas, pero, coño, llevaba zapatos y todo, aunque lo de los zapatos ya no es excusa, pienso, porque ahora resulta que también se puede ir con deportivas, pero han de ser unas bambas muy concretas, claro, no de estas de correr, sino de las de pijo, y lo mismo vale para el resto de la ropa. Antes las cosas estaban más claras. Los moros y los gitanos, fuera, que sólo vienen a robar y a pelearse. Si vienen muy borrachos o colocados, se quedan en la puerta. Si venden y son conocidos, para adentro. Ahora ya no es tan fácil porque si no dejas entrar a según quién, te ponen una denuncia o el jefe te echa bronca. Joder, cómo se puso cuando no dejé pasar a no sé qué negro que resulta que era un diyei amigo del diyei. Y a mí qué me cuentas, hostia. Si es que me hago viejo y ya tendría que haber encontrado otro trabajo. De profesor de gimnasia. O de relojero con mi padre. Vendiendo relojes, no haciéndolos, claro. Esto de discutirme con guiris borrachos me está comenzando a amargar. Qué coño comenzando, me tiene amargadísimo. Bueno, dice el jefe, que sepas que no me mola nada. Bueno, pienso, y a mí no me mola tu cara de pijo encocado, con esa camiseta de nenaza, esos tejanos rotos y esa americana blanca de putero marbellí. ¿Y qué mal hace?, le digo, joder, sólo está bailando. Me cagüen la puta y si le da un mal rollo y se pone a gritar o a molestar a los clientes, ¿qué hago? ¿Llamo a la policía? Vengan, agentes, que un mongolo se ha vuelto majara. Hombre, jefe, no exageres. Además, sigue, si me pregunta alguien, ¿qué le digo? ¿Que es nuestra mascota? Joder, no te pases, y por una vez lamento no drogarme, porque con los acelerones que da el tema seguro que no hubiera podido evitar partirle la cabeza. Y bien a gusto que me hubiera quedado. Nada, que me hago viejo para esto. Pues que no se repita, dice, la próxima vez te inventas algo, que el local está lleno, que estamos pintando, lo que te dé la puta gana, pero no quiero raritos aquí dentro. Pero hombre... Pero hombre, ¿qué? Pues que con qué cara iría yo mañana a comer a casa de mis padres. Ahora te has vuelto escrupuloso, dice, pues con los ingleses borrachos no te cortas tanto, osti, cómo se nos ha puesto el gentleman de los cojones. No es eso, no es eso... Coño ¿y qué es? Mi hermano... Joder... Sí... ¿Tienes un hermano mongolo? Con síndrome de down, sí. Hay que joderse, me cagüen la puta. Y se vuelve para adentro, algo cortado, pero no dice nada más. Le tendría que haber roto la cabeza. Pero me estoy haciendo viejo.


 
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Al fin se ha hecho justicia


No es que quiera hacerme el chulo y tal, pero... No, espera, sí que quiero hacerme el chulo.


 
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