Ver el mar


--Tengo ochenta años y aún no he visto el mar. --¡Pero si vive en una isla pequeñísima! --Ya. No imagina el trabajo que me ha costado.


 
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Puedo correr, pero no esconderme


A: Hombre, B, cuánto tiempo sin verte. B: Espera, aún no estoy aquí. A: ¿Qué? B: Que aún no he llegado. A: Cómo que aún no... B: Espera un momento y ahora te explico. A se cruza de brazos y se queda callado. B se lo queda mirando sin saber qué hacer y sin atreverse a decir nada. B: Ya estoy aquí. A: Pues ahora que lo dices, te veo como más tú. B: Claro, es que acabo de llegar. A: ¿Y hace un momento? B: Verás, es que estoy huyendo de mí mismo. A: Pero si no puedes huir de ti mismo. B: Ya, porque siempre sé dónde me escondo. Pero merece la pena intentarlo. La semana pasada estuve tres días sin encontrarme. A: ¿Y qué tal te fue? B: Bien, me sentí, no sé cómo decirlo, me sentí... Bueno, en realidad no me sentí, como no estaba... A: Claro. Pues ahora que comentas esto, igual me puedes ayudar. B: Dime. A: Es que llevo unos días sin encontrarme bien. B: ¿Ya te has buscado? A: De eso se trata: me he buscado por todas partes, pero sigo sin encontrarme. B: A mí eso me pasó una vez. Resultó que mi madre había hecho limpieza en la habitación y me había tirado. Le tiene manía a los trastos viejos. A: ¿Y qué hiciste? B: Pues me tuve que comprar otro. A: Buf, no sé si estoy para gastos. Además, me había tomado cariño. B: Ya, a mí me pasaba lo mismo, pero uno nuevo siempre viene bien. Además, ahora son más pequeños y más ligeros. Y tienen un montón de opciones nuevas. A: No te digo yo que no, pero me sigo pareciendo caro. Y además, igual acabo encontrándome. Ya sabes cómo es esto: cuando dejas de buscar, las cosas aparecen en el lugar más tonto. B: Bueno, tú verás. De todas formas, no es un gasto inútil. Al fin y al cabo, se trata de algo que usarás; no es lo típico que compras y dejas tirado en un cajón. A: No, eso sí. B: Bueno, sí me disculpas, me tengo que marchar. A: No te entretengo. B: Adiós, nos vemos. A: Que vaya bien. B se cruza de brazos. B: Es que me doy ventaja. A: ¿Cómo? B: No, que estoy huyendo de mí mismo. A: Eso ya me lo habías dicho. B: Y ahora hasta me doy ventaja. Como sé dónde voy a ir, me pillo siempre. Pobre, nunca aprenderé que no se puede huir de uno mismo. A: Claro. B: Mírame, ahora voy para el mercado. Me voy a pillar en seguida. A: Bueno, yo voy tirando. B: Adiós. A: Adiós.


 
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Despistes


El nuevo director de orquesta es un verdadero desastre. El primer día llegó todo despeinado y con los calcetines de diferente color. Dijo que nos dirigiría con un boli bic, ya que había perdido la batuta en el autobús. Luego resultó que había perdido la chaqueta, en cuyo bolsillo interior guardaba tanto la batuta como el bolígrafo. Nada más iniciar los ensayos nos comenzamos a preocupar. Empezamos a tocar el segundo concierto para piano y orquesta de Rachmaninov, mientras él movía los brazos de una forma que nos pareció curiosa. A los pocos compases se paró y musitó: "Ustedes tocan El pájaro de fuego de un modo peculiar". Luis, que es un santo varón, le dio una copia del programa que tocaríamos en la gira. Durante los ensayos se siguieron sucediendo los despistes: perdió tres o cuatro copias de las partituras, un día vino sin pantalones y en otra ocasión estuvo dos días sin aparecer: resulta que tardó toda una noche en encontrar su casa y, con el esfuerzo, se había olvidado de cómo volver al trabajo. La cosa se agravó cuando comenzó la gira. En Barcelona perdimos dos violoncellos y una tuba. En Madrid desaparecieron los estuches de los violines. En Ámsterdam tocamos una de las representaciones más emocionantes que se recuerdan de la sexta de Tchaikovsky, que no sólo no estaba en el programa, sino que además yo no la he tocado ni ensayado ni creo que escuchado en más de una década. Y soy primer violín. El director se excusaba diciendo que los viajes le atontaban mucho y aseguraba que en seguida le cogería el ritmo a todo aquello. Pero la cosa fue a peor: la sala de conciertos de París en la que íbamos a actuar había cerrado hacía siete años, a pesar de que firmamos los contratos en noviembre. Cuando llegamos a Roma --sin equipaje-- no fuimos capaces de encontrar a nuestra contrabajista y a su marido, que toca el clarinete, aunque desde entonces viaja con nosotros una soprano húngara que se muerde las uñas. Y ahora estamos en Nueva York y en el viaje hemos perdido al pianista. Y a ver cómo tocamos el dos de Rachmaninov sin pianista. El director quiere que la soprano tararee, pero yo no lo acabo de ver claro. Cosas de genio loco, dice Luis. Y más tratándose de este buen señor, que tiene un currículum impresionante. Pero yo no lo veo tan claro. Precisamente por su currículum. Todas las orquestas que ha dirigido hace tiempo que desaparecieron. Me temo que en sentido literal.


 
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Y la flecha rebotó


Fue un mazazo. Sobre todo para sus hijos, que confiaban en que ya se retiraría a descansar, viejo y viudo, después de más de sesenta años dedicado a la política. Al principio, claro, todo el mundo se alegró de los primeros síntomas. Más vigor, mejor color de cara, digestiones menos pesadas, una memoria más fiable. Sus colaboradores y aspirantes a sustituirle sonreían viendo cómo podría acabar los últimos meses del mandato con la dignidad y el vigor que le habían venido fallando. Los temores comenzaron cuando dejó de decir aquello de "me siento tan fuerte como si tuviera veinte años". Porque no hacía falta que dijera nada: era evidente que así comenzaba a sentirse. Y a verse. Se le retiraron algunas de las arrugas y de las manchas de la piel, perdió algo de peso, le desapareció la cojera. Así, y para espanto de hijos y delfines, el presidente acabó anunciando que se presentaría a las elecciones por novena vez. En el partido se plegaron a sus deseos. Cómo no, señor presidente, nos alegra y emociona su decisión, señor presidente. Aunque algunos meses más tarde se sabría de un complot ideado para asesinarle, cancelado por falta de apoyo de algunos sectores del partido. El proceso siguió su marcha. Casi no hizo falta retocar la foto de los carteles. Sus mejillas estaban lisas y sonrosadas, y apenas se le marcaban algunas grietas en la frente. A medida que transcurría la campaña, el pelo se le volvía negro e incluso le crecía en zonas de la cabeza desde hacía ya treinta años brillantes y desérticas. La prensa le preguntó acerca de este cambio prodigioso. "No tengo muy claro cómo ha sucedido. Imagino que iba tan directo a la tumba y con tanta carrerilla, que reboté, como en el juego de la oca. O igual la oposición me ha envenenado y, como lo hace todo mal, así estoy". Perdió aún más peso y volvió a ir en bicicleta. Corrió el rumor de que se había liado con su secretaria y esto acabó de decidir las elecciones: ganó por mayoría absoluta. Formó gobierno y juró el cargo mientras se apartaba la melena con la mano que debería haber estado apoyada en la constitución. Se sacó novia formal y los fines de semana se dedicó a salir con sus amigos. Mejor dicho, con los nietos de sus amigos. También se apuntó al equipo de fútbol del parlamento. Sus hijos le reprochaban que no le dedicara más tiempo a la familia. "Sí, hombre, para críos estoy yo ahora". En cambio, el equipo de gobierno le pedía que prestara más atención a los asuntos de estado. Cuando lo hizo, declaró para pasmo d todos que había abrazado la doctrina comunista y que pensaba nacionalizar la banca y los prostíbulos. Dimitió a los dos meses, por simple aburrimiento y después de haber suprimido las cárceles, "esa herramienta opresora del sistema". Publicó un libro de poemas y se marchó a dar la vuelta al mundo. "Ser joven y tener dinero", dijo, sonriendo mientras subía al avión, luciendo un pendiente en la ceja izquierda. No se le volvió a ver. Aunque en Nueva York, su primer destino, un niño intentó comprar un billete de autobús para Toronto, mostrando el pasaporte de un señor de ochenta y cuatro años cuya identidad no fue revelada por la policía. Y al pie de la CN Tower apareció un bebé de varios días, llorando. El crío fue llevado a un hospital, donde desapareció. Y luego se habló de una señora gallega que se quedó embarazada de nueve meses. Directamente, sin más. Para luego ir deshinchándose poco a poco. Los médicos llegaron a la conclusión de que no había tanto de lo que extrañarse: lo del presidente no había sido más que el típico canto del cisne de los moribundos, que se sienten tan bien y tan sanos antes de morirse del todo, mientras que lo de esa señora se trató sólo de gases intestinales algo más consistentes de lo normal. Lo típico, vaya.


 
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Cada vez más tarde


Ya está colgado en la web del ayuntamiento de Muskiz el cuentecillo que ganó el XIX certamen de cuentos Lope García de Salazar: Cada vez más tarde (pdf).


 
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