Contra todo


El anarquista húngaro Viktor Magyari dio un paso radical en su lucha contra la opresión del proletariado en 1891, cuando declaró su oposición la ley de la gravedad. Según Magyari, "la ley de la gravedad nos ata al suelo y nos impide alzar las cabezas obreras con merecido orgullo". Desde entonces, Magyari comenzó a flotar y a nadar por el aire, negándose a caer. El filósofo y activista no negó los inconvenientes que esta situación le traía, sobre todo mientras comía y en el cuarto de baño, pero también sostuvo que su actitud era toda una lección de independencia frente al capitalismo opresor. Al poco tiempo se le unió un puñado de seguidores, que flotaban por las calles de Budapest para escándalo de los burgueses y estupor de las autoridades. Y es que, por mucho que la prensa conservadora bramara contra las actividades del grupo de Magyari, la policía no podía arrestarles al no ser un delito el incumplimiento de la ley de la gravedad. El líder anarquista se enamoró de la única mujer de su reducido séquito volador, Natalia Mádl, a pesar de sus ideas contrarias a la esclavitud que suponía el amor burgués. Mádl le correspondió, aunque también compartía estas ideas. Por desgracia, el anarquista descubrió que era un celoso compulsivo: se dedicaba a vigilar a su compañera y a interrogarla cuando la veía hablando con otro hombre, flotara o no. Incluso la seguía y la observaba, oculto entre las ramas de los árboles más altos de la ciudad. Esta actitud posesiva y obsesiva no sólo le trajo discusiones y disgustos con Natalia, sino también enfrentamientos con el resto del grupo: sus compañeros le recordaban la importancia de la confianza y de la libertad como valores opuestos a la opresión patriarcal burguesa, que anulaba los anhelos de libertad y rebelión del hombre y de la mujer. A pesar de que era consciente de que sus amigos tenían razón y aunque intentó controlar los celos, lo cierto es que su actitud persistió y acabó provocando el flaqueo de las convicciones de Mádl. La pérdida de fe de la joven hizo que una tarde y tras una nueva discusión, obedeciera, quizá por despecho, a la ley de la gravedad. Natalia cayó desde unos siete metros de altura sobre un piano que estaban cargando en un carro, rompiéndose la nuca y muriendo al instante. Magyari, consternado, triste, inseguro, se retiró a la casa que su familia tenía cerca de la frontera con Rumanía. No renunció a su lucha contra la ley del burgués Newton y escribió varios libros sobre sus ideas, contradicciones, sentimientos y proyectos. Sin embargo, sus obras jamás se publicaron. Nadie fue capaz de descifrar aquellas páginas, ya que Magyari --quizá en una huida hacia adelante-- también se declaró en contra de la gramática y la ortografía, "esax lelles hobresoras pemsamíêto livre del, erramientas esas capitalisijtas contra rebolución", según se lee en uno de los pocos fragmentos más o menos inteligibles. Murió en 1937, decepcionado con la revolución rusa, temiendo una guerra mundial que ganarían los australianos y habiendo renunciado a la dictadura del léxico. Sus últimas palabras fueron: "Bruppa fujjj lapki ikiroga". Sus amigos más íntimos acertaron a descifrar la frase: "¿Dónde coño he dejado el mando a distancia?" Esto no hizo más que subrayar su merecida fama de visionario.


 
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Es como un niño


El conocido empresario Javier Ruidolfo no acabó de entender a su doctor cuando le dijo que tenía que sacar al niño que llevaba dentro. Se compró una Play Station, se puso una gorra de béisbol del revés, comenzó a llevar calzado deportivo y frecuentó los parques de atracciones. Pero seguía encontrándose mal. En su siguiente visita, el médico fue más explícito: --Cuando le dije que hay que sacar al niño que lleva dentro me refería a que tenemos que extirparlo. Operaremos mañana. El cirujano le extrajo a Ruidolfo un niño de cuatro años que tenía alojado entre el bazo y el hígado. El tema de la custodia está en manos de jueces y abogados. El médico insiste en que el niño es hijo de Ruidolfo, mientras que el empresario alega su condición de varón andropáusico: dada su imposibilidad para quedarse embarazado, el niño no puede ser otra cosa que un tumor y ha de quedar bajo el cuidado del médico. De momento y hasta que se llegue a una solución definitiva, se ha optado por un compromiso: el niño vive con los Ruidolfo, pero metido en un frasco de formol. Lo que está claro es que tras esta operación, Ruidolfo ya se encuentra bien, para desgracia de sus (otros) hijos, que confiaban en heredar.


 
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Menos noventa y dos


La persona más joven de la que se tiene noticia es una barcelonesa que nacerá el 7 de julio de 2098. "La verdad es que no siento nada especial --explica--; es pura casualidad, podría haber sido cualquier otra persona". Esta joven aún no tiene nombre, pero le gustaría que la llamaran Eva María Aquitania Guzmán de Estefanía. "Es un nombre poco habitual y que tiene un sonido recio y noble. Ah, y también me gustaría que mis padres, que tampoco han nacido aún, me bautizaran en una iglesia, que los bautizos son una experiencia por la que merece la pena pasar. Al menos, eso me han dicho". También tiene claro a qué le gustaría dedicarse: "Quiero ser estrella del rock. Revolucionarlo todo. Comerme el mundo. Llevar el pelo largo. Destrozar habitaciones de hotel. Crear un nuevo estilo. En fin, qué le voy a contar, los clásicos sueños de juventud, ja ja, seguro que acabo en una oficina sin ventanas, poniendo números en una hoja de excel y soñando con quemar el edificio y matar a todos esos hijos de puta". Al no disfrutar aún de orejas, Eva María Aquitania no ha tenido la oportunidad de escuchar nada de música, pero asegura que le fascina David Bowie. "Me encantaría ser como él. Todavía no tengo ojos, pero ojalá sean cada uno de un color". Justamente lo del cuerpo le aterra. "Es más complicado de lo que parece, eso de tener un cuerpo. A la que uno se despista nace sorda, o ciega, o sin piernas, o con algún retraso mental, o simplemente fea. Hay que tener cuidado". De todas formas, Eva María Aquitania es optimista. "Es lo que dicen: nunca pasa nada. Hasta que pasa, claro. Pero, en fin, simplemente tengo que hacerlo todo tranquila, correctamente y sin prisas. Tendré nueve meses, creo que es tiempo de sobra. El truco está en no confiarse ni dejarlo todo para el último momento".


 
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Casi dos siglos


Fernando Alcoba cumple hoy 184 años. Su secreto: "Me tendría que haber muerto en 1916, pero no supe cómo hacerlo. Soy un completo desastre: primero me olvidé del día y luego me salió todo mal y en vez de morirme acabé respirando muy deprisa. Mi mujer no paraba de decirme mira que eres tonto, pero qué tonto eres, ni para eso sirves. Menos mal que del disgusto se murió dos años más tarde". Alcoba ignora si al no haberse muerto ha conseguido la inmortalidad o sólo ha ganado unos cuantos años. "Intuyo --explica-- que es cuestión de cogerle el truquillo. Hombre, tampoco es que me apetezca mucho morirme, la verdad, pero, en fin, mis tataranietos tienen ganas de heredar y el del banco está cansado de darme intereses. Es por no hacerles un feo. El problema es que cada vez estoy más viejo y cansado, y tengo menos energía para practicar. Y la práctica lo es todo". Lo cierto es que pudimos comprobar que Alcoba goza de una mente despejada y una salud de treintañero. De treintañero heroinómano desde los doce años, pero treintañero al fin y al cabo. Incluso conserva dos dientes propios, oye bastante regular del oído izquierdo y aprecia sin dificultad manchas borrosas en movimiento que no siempre están ahí. "Y como de todo --añade--, siempre que sea en forma de puré, claro". Le preguntamos si le gustaría llegar a los doscientos años. "Hombre, ahora le diría que no, pero tampoco quería llegar a los cien hasta que cumplí noventa y nueve". Le cuida una tataranieta-sobrina solterona y amante de los gatos. Fernando comenta entre risas que esta señora "cree que tengo mucho dinero y que lo va a heredar casi todo. Lo que por otra parte es cierto, pero ella se lo cree". Ante nuestra mirada de estupor, el hombre se queda dormido. Dos minutos más tarde despierta y nos mira aterrado. "¡Evaristo! --grita--. ¡Me van a matar! ¡Evaristo! ¡Se me llevan!" Salimos de la sala discretamente mientras su tataranieta --que se llama Sara y asegura que en su familia no hay ningún Evaristo, a excepción de su padre, su hermano, su abuelo, su bisabuelo y una prima de la que nadie quiere hablar-- intenta calmarle. Ya en el pasillo nos damos cuenta de que yo sólo somos una persona, así que dejamos de usar el plural para hablar de mí mismo. Salimos, digo, salgo de la casa discretamente, aprovechando para llevarme prestado un bonito reloj de pared del siglo 19.


 
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Retraso


Rebeca Carrerons llegó esta mañana a las nueve en punto a la oficina, con un retraso de diecisiete meses respecto a su hora habitual de entrada, justamente ella, que nunca llegaba tarde. Al ser interrogada por su superior, Carrerons explicó que se había encontrado con "muchos problemas" y comenzó a explicárselos uno por uno. Al cabo de veinte minutos, el director le pidió por favor que se callara y dio por buenas sus excusas. Eso sí, tuvo que pedirle que escribiera un breve correo electrónico para adjuntar a su ficha de personal y justificar así su retraso. Al parecer, Carrerons salió como cada día a las ocho y poco de su casa, con el tiempo justo, sí, pero suficiente. En el ascensor se dio cuenta de que había olvidado el bolso, así que volvió a subir por él. Nada más salir a la calle, una paloma se cagó encima de su abrigo y tuvo que volver arriba a cambiarse y, ojo, que eso encima se come el color, ya ves tú qué faena. Luego se encontró con un amigo de la facultad y se pusieron a charlar y dame tu móvil, no, que es mío, jaja, tenemos que quedar un día de estos. Cuando se dio cuenta ya iba tardísimo, así que se dijo, bah, paremos un taxi. Pero coger un taxi en Barcelona es imposible y al cabo de veinte minutos no sabía si mejor ir al metro o ya que llevaba tanto rato esperando, quedarse, que no tendría que tardar mucho en aparecer uno libre. Esperó diez minutos más y al ver que pasaban dos ocupados, desistió y se dirigió a la parada. Nada más entrar, vio un cartel que decía que su línea estaba averiada, así que se dirigió a la parada de otra línea que no estaba muy lejos. Allí todo bien, gracias, sólo que, con las prisas y la falta de costumbre, se metió en dirección contraria y se dio cuenta seis paradas más tarde. Cogió un tren que iba en la dirección correcta, maldiciéndose por todos aquellos imprevistos, justamente ella, que nunca llegaba tarde. Ya en la calle tropezó y se rompió un tacón y se torció un tobillo. Salió del hospital dispuesta a cumplir con al menos un par de horitas de trabajo, pero se mareó y tuvo que sentarse un rato en un banco, donde se quedó dormida, despertando a las tres de la mañana con un terrible dolor de cuello. Decidió que pasaría por casa a ducharse y a cambiarse de ropa, claro que no contaba con encontrarse otra vez con aquel amigo suyo de la facultad, que bajaba de casa con las maletas para irse a París a pasar unos días. Le pidió que la acompañara y ella dijo no, gracias, tengo que ir a trabajar. Los gendarmes parisinos la rescataron dos semanas después. Él la había atado a la cama, aunque por suerte no le había hecho nada más: quería esperar a que estuvieran casados. Tanto ella como el psicólogo que la atendió decidieron que lo mejor sería reincorporarse cuanto antes a su rutina habitual, así que en el mismo aeropuerto pidió un taxi y le dio la dirección de la oficina. Le metió tanta prisa al taxista que el coche acabó golpeando la mediana y dando varias vueltas de campana. Carrerons salió despedida del vehículo y quedó inconsciente entre unos matorrales, a unos veinte metros del taxi y a treinta del bolso. Como el taxista había muerto, los médicos y policías ni siquiera sospecharon que llevaba a una pasajera. Despertó varias horas después, con un terrible dolor de cabeza. Consiguió que un vehículo parara. La atendió un tipo muy amable que le preguntó por lo que le había ocurrido. Entonces se dio cuenta de que estaba amnésica perdida y de que ni siquiera tenía carné de identidad. En el hospital la trataron muy bien y el chico que la recogió decidió llamarla Judit, a lo que ella se avino a falta de un nombre mejor. Dos meses después se casaron. Un día llamó a la puerta un señor muy emocionado. Al parecer era el padre de Rebeca. Al fin la encontré, decía, al fin la encontré. El problema fue que ella no estaba en casa y sólo le atendió su marido. Fue un problema porque el marido no quería casarse con una Rebeca, que le parecía un nombre feísimo, así que no tuvo más remedio que asesinar al señor Carrerons. Rebeca llegó justo cuando su marido estaba serrando en pedacitos pequeños el cuerpo de su padre. La jefa de ventas salió corriendo a la calle y llamó a la policía. El padre sí que llevaba carné --algo ensangrentado, claro-- así que la policía pudo reconstruir más o menos lo que había ocurrido. Con la ayuda adecuada de médicos y familia, Rebeca fue recobrando poco a poco la memoria y se acordó de que llegaba tarde a la oficina, justamente ella, que nunca llegaba tarde, así que salió disparada hacia allá y, en fin, llegó con un retraso de diecisiete meses. Justificado, eso sí.


 
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