Un día en la vida de Jaime Rubio


Soy lo que se viene a llamar un pájaro mañanero, suponiendo que esa expresión exista y no me la haya acabado de inventar, así que no creo que le extrañe a nadie que el despertador sonara esta mañana a las siete en punto, tras lo que alcé el brazo derecho y le di al botón sobre el que se puede leer snooze. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, en esta ocasión con el brazo izquierdo. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, pero alzando el brazo derecho. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, esta vez tirando un vaso. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y tiré del cable. Un tiempo no determinado más tarde, el móvil sonó y no cogí la llamada. Un tiempo no determinado más tarde, el móvil volvió a sonar y sí que cogí la llamada. Era mi jefe, preguntándome por qué no había ido a la oficina. Al estar medio dormido --también, vaya horas de llamar, a las doce y cuarto; ¿y si hubiera estado enfermo, delirando y con fiebre? ¡El sonido del teléfono podría haberme matado!--, no pude pensar en una buena excusa y le solté la verdad: que me había secuestrado la mafia rusa y que por favor no llamara a la policía o matarían a mis hijos. --Anda --dijo--, ¿tienes hijos? --No --contesté--. ¿Por qué? Tras musitar cuatro o cinco palabras yo diría que malsonantes, colgó. Entonces entró Dimitri con el desayuno. El café estaba algo templado para mi gusto así que le di unos azotes (a Dimitri, no al café). En cuanto se dio cuenta de que el secuestrado era yo, me dijo que qué me había creído, que aquel zulo no era un hotel y cuatro o cinco palabras más yo diría que malsonantes en algún dialecto siberiano. Me vi obligado a darle más azotes (en esta ocasión me confundí y le di los primeros al café). En cuanto uno se despista, el servicio se le sube a las barbas, con independencia de la cantidad de pelo que uno tenga en la cara. Salí al jardín del zulo a leer el periódico. Tuve que volver a azotar a Dimitri porque había resuelto el sudoku. Odio los sudokus, pero aún odio más que alguien toque el diario antes de que lo lea yo. Bueno, quizás odie más los sudokus: no sé cómo alguien puede comer pescado crudo, eso tiene que sentar mal por fuerza. Recibí a mi sastre y encargué tres trajes de entretiempo: uno liso, azul marino; otro gris, con el clásico diseño príncipe de Gales, y un tercero negro con raya diplomática blanca. De paso, pedí unas camisas. Sin gemelos, dada mi fobia a esa gente que se parece tanto entre sí. Después estuve ensayando un rato con mi violín, hasta que me di cuenta de que ni sé tocarlo ni tengo violín. Me vi obligado a darle más azotes a Dimitri, por no avisarme y dejarme hacer el ridículo. Por suerte no me vio nadie. Aún siento escalofríos cuando recuerdo aquella gira con la filarmónica de Praga. Mientras tomaba el aperitivo (una tabla de quesos y unas tres o cuatro botellitas de vino), Dimitri entró en el zulo a decirme que me iban a dejar en libertad porque, tras estudiar gastos e ingresos, no les salía a cuenta mantener mi secuestro por más tiempo, sobre todo dado que me habían confundido con el hijo de un industrial y que no habían encontrado a nadie que quisiera dar por mí ni siquiera lo justo para recuperar la inversión. Volví a azotar a Dimitri por su incompetencia delictivo-empresarial, hice la maleta y regresé a casa, donde fui recibido con un cambio de cerradura que, ja ja, mi familia había llevado a cabo con la sana intención de gastarme, ja ja, una alegre y desenfadada broma, ja ja... Ehem. Al parecer, no me oyen llamar a la puerta. Oigo perfectamente susurros: "Callaos, sssshhh", etc., clara muestra de los esfuerzos que están haciendo por prestar atención. Supongo que les parece oír a alguien llamando (y gritando), pero, claro, con el ruido que hacen los vecinos nuevos no hay quien se entere de nada. No hay problema: tengo una lata de Pepsi, así que puedo aguantar fácilmente cuatro o cinco días más llamando al timbre cada tres minutos. Luego igual tengo que comerme la pierna izquierda, pero, bah, la uso poco, apenas para tocar el violín.


 
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Violencia


En el edificio en el que vivo… Bueno, en realidad vivo en uno de los pisos… No, en uno de los apartamentos de uno de los pisos de un edificio. Cielos, me he perdido. Vuelvo a empezar: En el edificio en el que vivo estamos inmersos en una guerra terrible que puede acabar con varios muertos, y lo malo es que uno de esos muertos puedo ser yo. El caso es que este verano, después de un par lustros de paz mundial, decidí comprarme una guitarra acústica para trastear algún que otro rato muerto. Bien, pues en estos dos meses se ha mudado una familia, se han fugado dos perros y hay un bebé que tiene que tomar calmantes para dormir. Es curioso esto de la memoria: había olvidado por completo que soy el cuarto peor guitarrista de todos los tiempos. En un claro acto de venganza, el granujiento adolescente del sexto se ha hecho con la guitarra vieja de su padre, añadiendo a la injuria la ofensa de su voz: el muchacho acompaña el rasgueo de las cuerdas de tripa de gato con el graznido de unas cuerdas vocales que aún están haciendo el cambio. Después de un par de noches de insomnio (toca por las tardes, pero por las noches nos atacan a todos las pesadillas), el ex heavy del cuarto ha desempolvado su guitarra eléctrica de noventa euros (incluyendo el amplificador) y ha vuelto a dedicar los sábados por la mañana a repetir una y otra vez los acordes de Smoke in the water. A partir de ahí, las agresiones han ido escalándose: la jubilada del quinto se trae a la coral de su parroquia los martes y jueves; la hermana del granujiento ha formado un grupo de baile y ensayan todos los fines de semana poniendo a Robbie Williams a todo volumen y el otro día vi a la parejita del tercero, la del bebé insomne, descargando una batería. Además, el viejo loco del entresuelo pone cada día más altos sus discos de ópera (en vinilo) y el otro día me pareció que alguien tocaba el Bolero de Ravel con un saxofón. El edificio está justo enfrente de las obras del Ave. Es cuestión de tiempo, de horas quizá, que se hunda. Eso sí, en el ascensor todos sonreímos y hablamos del calor (o del frío) y de los gamberros que rayan las puertas con las llaves, escondiendo a nuestras espaldas las cuerdas nuevas o el libro de Aprenda a tocar el piano como Rachmaninov en diez lecciones fáciles.


 
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Yo fui un bibliotecario incomprendido


Toda esta polémica acerca de si Rosa Regàs no ha trabajado como debía al frente de la Biblioteca Nacional o si sólo la han obligado a irse por ser mujer, me ha recordado mi época como director de la Biblioteca de Catalunya. Sí, se escribe casi igual que en español, pero, para quienes no dominen la lengua de Josep Pla, aclararé que se pronuncia algo diferente: Catalonian Neishional Laibreri. Apenas aguanté dos semanas en el puesto, a pesar de mis impagables (y aún impagados, por cierto) esfuerzos. Evidentemente, me despidieron por racismo: no soportaban ver a un negro con un cargo de responsabilidad. En su defensa, los responsables de mi despido adujeron que yo no era negro, lo cual justamente demostraba su racismo, ya que sólo negaban mi pertenencia a la comunidad negra y no el hecho de que no hubieran tenido ningún inconveniente en despedirme si hubiera sido afroeuropeo. También dijeron que en las dos semanas en las que había ostentado el cargo en cuestión, ni siquiera me había pasado por la biblioteca. Lo cual era cierto, pero ¿qué esperaban? Nadie me dio la dirección. No soy adivino. Sólo me dijeron algo así como nos vemos el lunes, a las once tenemos una reunión de no sé qué. Muy bien, pero ¿dónde, maldito cretino? Y me dijeron, en la sala de juntas, por supuesto. Es decir, yo tuve que pagar las consecuencias de que otra persona no hiciera bien su trabajo. Lamentable. Fue una pena, porque tenía ideas muy buenas para la biblioteca. Quería comprar dos o tres libros al mes: así en un año tendríamos unos cincuenta o sesenta libros más. Está bien pensado, ¿no? Quiero decir, en muchas bibliotecas hay libros viejos y tal, ¿no? Pues mejor ir comprando alguno nuevo de vez en cuando. No sé, el premio Planeta y eso, de los buenos de tapa dura. Que se vea que nos preocupamos por la cultura. También quería poner un par de teles. De las grandes de plasma. Así, si alguien se cansaba de leer, podía distraerse un rato con la Ana Rosa o lo que fuera. Vamos, para modernizar un poco el tema. Y ordenadores con internet. Y una Play Station. Por aquel entonces no había Wii, pero ahora la pondría seguro. No puede ser que sólo haya libros en una biblioteca: nadie quiere ir a un sitio en el que sólo hay libros. Quizás la gente sin amigos y algún que otro pirómano. Ah, también hubiera puesto un bar. Con descuento para las señoritas, que así la cosa está más animada. Es lo que hacen en las discotecas: descuento para ellas, para que así haya más ellas y los ellos vayan detrás babeando. Se llena más la cosa. Así sí que molaría ir a una biblioteca. Hubiera ido hasta yo. Pero no, pretendían que fuera a trabajar a un sitio lleno de polvo, cuya dirección desconocía y donde nos discriminan a los negros. Desde luego, si no me hubieran despedido, hubiera acabado dimitiendo en no más de ocho o nueve años, dependiendo de lo que pudiera haber ahorrado del sueldo.


 
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Y ahora los monos quieren vacaciones


Hasta hace poco, mi equipo de monos redactores usaba máquinas de escribir. Soy un romántico. Bueno, eso y que el martillear de las viejas Olivetti rescatadas del desguace disimulaba el ruido de los golpes de garrote y el restallar del látigo. Las malditas protectoras de animales, que no me dejan en paz. El caso es que mis compromisos publicitarios y mis asistencias a conferencias y congresos eran tan numerosos, que ya no me quedaba tiempo para revisar los textos y subirlos al blog, así que nombré un redactor jefe y le presté mi viejo 486 con Windows 3.1 para que desempeñara las mencionadas tareas. Algún iluso igual sugiere que un ordenador así no podría conectarse a internet, pero eso sólo es porque pocos conocen todas las posibilidades de las foneras, que permiten conectarse a través de la wifi de la Nasa y acceder a los recursos informáticos de las oficinas centrales de IBM. El problema es que nombré redactor jefe a un irresponsable que se ha dedicado a perder el tiempo con internet. Se pasaba el día bajando series y actualizando su blog, con lo que el trabajo de verdad, el que le daba de comer queso rancio y cáscaras de nueces, se quedaba sin hacer. Tuve que quitarles la conexión, pero montaron en cólera y, en resumen, el caso es que alguien se ha comido mi pie izquierdo. Suerte que no me llamo Christy Brown. Sí, este comentario sobraba. Al menos he podido llegar a un acuerdo con los monos. Verán las series que ya se han bajado (The office, Dexter, las tres temporadas de Arrested development y todo lo que hizo Hugh Laurie antes de House, incluido Stuart Little) y a mediados o puede que a finales de agosto, volverán a trabajar duramente con sus viejas Olivetti, teniendo derecho a un episodio diario de la serie que escojan. Malditos sindicatos. A saber qué será lo próximo que exigirán. ¿Comer carne una vez a la semana? ¿Agua potable? ¿Baño diario? Estos monos quieren vivir como señores. Y yo, que arriesgo mi nombre y mi dinero les tengo que dar hasta la última gota de mi sangre y encima darles las gracias. Qué asco.


 
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Por ahí


A: Llego a la barra y mi lado me encuentro a una tía impresionante. Más alta que yo, rubia, ojos azules, un cuerpazo, en fin, parecía la mujer de un futbolista, no sé si me entiendes. B: ¿Y qué le dijiste? A: Que su marido era un manta, que no tenía ni puta idea de tocar el balón y que lo menos que podía hacer era correr un poco, aunque sólo fuera por cumplir. B: La verdad es que con lo que cobran parece mentira que sean tan vagos. A: Una vergüenza. B: No sienten los colores. A: Sólo van a por el dinero. B: Yo los pondría a todos a picar piedra. A: ¿A picar piedra? ¿Para qué? B: Para que supieran lo que es trabajar. A: No, quiero decir que para qué quieres que alguien pique piedra. O sea, que ¿para qué sirve eso? ¿Es necesario romper piedras? B: No sé, en las obras se hará, digo yo. A: ¿Pero se sigue haciendo? B: Yo qué sé. Lo harán con máquinas, igual. A: ¿Pero lo hacen de verdad o sólo es algo de las pelis? B: No me agobies. Es una frase hecha. A: Vale, vale. Sólo es por tener un poco de criterio y de rigor. B: A la mina. Los mandaría a la mina. ¿Te vale así? A: No es tan horrible, trabajar en la mina. Hoy en día no es como en el siglo diecinueve. B: Joder, déjalo. No sé para qué hablo. A: Vale, vale. No te pongas nervioso. B: ¿Y qué te dijo? A: ¿Quién? B: La rubia. A: Algo. No sé, no la entendí. Era extranjera. B: Claro, rubia y alta. Sería sueca, o de por ahí. A: O de por ahí. B: Dicen que a las suecas les gustan los morenos bajitos de ojos oscuros, por aquello del contraste y la variedad. A: ¿Tú crees que eso es verdad? B: Qué coño va a ser verdad. Son suecas, no imbéciles. A: Una vez conocí a una noruega. B: ¿Sí? ¿Y qué? ¿Estaba buena? A: Tenía ciento cincuenta años y nos daba clase de no sé qué en la facultad. B: Ah. A: Un notable, me puso. B: ¿Seguro que era noruega? Yo no distinguiría a una noruega de una danesa, por ejemplo. A: Bueno, noruega o de por ahí. B: O de por ahí.


 
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