Malo conocido


Convencido de que era mucho mejor malo conocido que bueno por conocer, Santi veía cada viernes la misma película. Un dvd con una americanada más o menos simpática que le ayudaba a pasar el rato antes de irse a cenar con sus amigos de toda la vida al restaurante de siempre y luego tomar un par de martinis en el bar al que iban cada semana. Santi era consciente de que había por ahí muchas películas mejores que aquella. Simplemente no quería correr riesgos. Además, no era nada ni remotamente parecido a un cinéfilo: lo único que ocurría era que tenía los viernes por la tarde libres y necesitaba llenar un par de horas con algo de entretenimiento poco o nada exigente. Una noche, en el bar de siempre, un amigo le presentó a una compañera de trabajo con la que se había encontrado por casualidad, ya que la chica en cuestión no había estado nunca en aquel sitio, para sorpresa de Santi. Estuvieron hablando un rato, se cayeron bien y se intercambiaron teléfonos. Sólo el número, claro, no los aparatos. Santi hizo este chiste porque era el que siempre hacía las raras ocasiones que intercambiaba teléfonos (el número) con una chica. Quedaron para tomar café en la cafetería favorita de Santi. La única a la que iba, de hecho. Estuvieron tan a gusto y se rieron tanto que Santi pensó que aquello podía funcionar, que se veía sentado en el sofá los viernes por la tarde, disfrutando (más o menos) su película, con una lata de coca-cola en la mano, lata que siempre acababa justo cuando el protagonista entraba en el edificio abandonado donde se escondían los malos. Y se lo dijo. Le dijo, podríamos ir a ver una peli. Y él se refería a esa peli, la única, pero ella entendió "una" como "cualquiera" y le dijo que vale, que acababan de estrenar una que tenía muy buena pinta. Santi intentó mostrar cierta reticencia, pero era consciente de que apenas conocía a aquella chica y no podía decirle así como así que fueran a su casa a ver esa peli, porque ella igual creía que su única intención era que se acostaran y, si bien quería acostarse con ella, no se trataba de eso: también le apetecía ver el dvd. Así, tímido y deseoso de causar buena impresión, cedió a los deseos de la compañera de trabajo de su amigo y el viernes siguiente fue con ella a ver aquel estreno. La película resultó ser un tostón insufrible. Aburrida, tonta, con diálogos tan ridículos que hacían sentir vergüenza ajena. La chica no tuvo ningún reparo en reconocerlo a la salida: vaya porquería, le dijo, a ver si otra vez acertamos. Santi la miró, con sorpresa y odio: no habría próxima vez, no pensaba dejarse arrastrar de nuevo a cometer esa clase de errores. El viernes siguiente vería su dvd, con su lata de coca-cola en la mano, acabándola justo cuando el bueno entrara en el edificio abandonado donde se esconden los malos. Si aquella pobre desgraciada quería seguir dando tumbos de cine en cine con la vana esperanza de encontrar una película aceptable, era su problema y Santi no pensaba formar parte de él.


 
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Cien años


Los vecinos de la calle Guerra número 4 se reunieron en el ático alrededor de la gotera que iba cayendo más o menos a un metro del ascensor y cuya actividad, según había podido averiguar el presidente de la comunidad, había comenzado en noviembre de 1907. Su abuelo, presidente de la misma comunidad por aquel entonces, había recogido en los libros de ese mes un apunte de gastos por la reparación de "una persistente gotera en el ático, cuyo origen ha quedado indeterminado por el profesional contratado". A lo largo de los años se habían sucedido las reformas y los intentos de reparación, pero la gotera había sobrevivido a capas de pintura, cambios de tuberías, la instalación del ascensor, la reforma de la escalera e incluso a un pequeño incendio, sin variar su metódica actividad, calculada por el padre del presidente, también presidente de la finca, en unos "escasos dos litros diarios, con poca variación". Esta persistencia obligaba a que las tres familias del ático se fueran turnando a la hora de ir cambiando y vaciando los cubos, recurriendo a la fregona en caso de despiste. Más o menos la mitad de los vecinos creía que la gotera aguantaría lo mismo que durara en pie el edificio, pero la otra mitad confiaba en que terminaría aquel mismo día, dado que experiencias similares habían llevado a la formulación de una ley universal según la cual no hay mal que cien años dure. Así, de acuerdo con la sabiduría popular y si los registros del abuelo del presidente eran tan meticulosos como parecía, aquella gotera tenía que cesar antes de que terminara el 30 de noviembre de 2007, y eso como muy tarde. Como ya eran las once de la noche pasadas y la tensión y los comentarios habían ido en aumento a lo largo del día, allí no faltaba ni el bebé de los del tercero, quien, seguramente imitando a sus padres y al resto de los adultos allí congregados, aguantaba la respiración entre gota y gota, lanzando un quejido de decepción cada vez que, por mucho que la pausa pareciera alargarse, finalmente otra gota siguiera a la anterior. Cuando una gota cayó a las once y cincuenta y nueve, el presidente de la comunidad --contrario por cierto a la validez literal y universal del refrán-- creyó que se le iba a salir el corazón por la boca. Le latía tan rápido y tan fuerte que ni siquiera pensaba en la gotera que había causado esa excitación, sino sólo en la angina de pecho que había sufrido el año pasado. Ya no estaba en condiciones de aguantar aquellas emociones tan fuertes. Pero, a pesar de lo que le diría el médico si le tomara el pulso, el presidente no se movió durante todo aquel minuto que faltaba para que terminara el siglo de gotera, con la mirada oscilando entre el techo y el cubo de plástico verde, deseando saber si aquella gota había sido la última o si esa pequeña y rítmica desgracia iba a durar más de cien años.


 
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Sabiduría


Llevo más de tres semanas sin dormir. Por culpa de mi carácter dócil y obediente, soy incapaz de incumplir el dicho "nunca te acostarás sin saber algo más". Lo he intentado, cerrando los ojos y pensando en cosas agradables, pero los remordimientos de conciencia me impiden conciliar el sueño: ni siquiera debería estar tumbado sobre la cama sin haber aprendido algo nuevo. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para llevarle la contraria a siglos de historia de sabiduría popular? Obviamente no me limito a quedarme de brazos cruzados, cerrar los ojos y pensar en cosas bonitas. Leo libros, veo documentales, hablo a menudo con un par de amiguetes que saben mucho, e incluso me he apuntado a un curso de cocina. Pero --y también es mala suerte--, da la casualidad de que ya sé todo lo que me explican: que el gótico se inició con la remodelación de Saint-Denis dirigida por el abate Suger, que la Cia mató a Kennedy, que la capital de Mongolia es Ulan Bator, que el parmesano se le echa al risotto ya al final. Encima, últimamente estoy tan cansado que, cuando leo o me explican algo, ya no sé si lo sé o si no lo sé y, en todo caso, ni siquiera lo entiendo. Y, claro, si no asimilo, no puedo considerar que haya aprendido algo y, por tanto, no puedo acostarme, so pena de ofender a gran parte de la humanidad con mi indiferencia hacia las convenciones sociales. He intentado engañarme: me he dicho que, en el fondo, sólo sé que no sé nada y que, en consecuencia, cualquier brizna de conocimiento es suficiente para dormirme. Incluso, ya más desesperado, he intentado creer que no tenía ni idea de que Mercutio muriera en la primera escena del tercer acto de Romeo y Julieta, o de que Brahms hubiera compuesto cuatro sinfonías. Ya no tengo ni sueño: sólo miedo. ¿Y si ya lo sé todo? ¿No voy a poder dormir nunca más? Sí, bueno, algunos me dicen que sólo es un refrán, que no haga mucho caso, pero ellos no saben que... No, no lo saben... Si al menos yo tampoco lo supiera, quizás podría... Pero yo sí que lo sé. También es mala suerte.


 
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Me voy a forrar


Estoy montando un negocio absolutamente genial. Es imposible que fracase, dado que combino los dos motores del mundo contemporáneo: las nuevas tecnologías y el sexo. Y no me refiero al local de alterne con robots que monté hace unos meses y que me cerraron después de que uno de mis clientes muriera cómicamente electrocutado por uno de mis aún no perfeccionados Lovots. Lo de ahora es nuevo. Y revolucionario. Además, apenas requiere una modesta inversión inicial (los interesados en convertirse en socios accionistas pueden enviarme un télex al número habitual o un telegrama a mi apartado de correos, especificando en el asunto "Canadi.an med-s"). El negocio consiste (atención, que ahora viene lo bueno) en porno por satélite. La gracia está en que no es la clásica programación cochina que se contrata a precios abusivos en plataformas de televisión digital. En absoluto: aprovecho tecnología gratuita ya desarrollada y de fácil acceso para los ciudadanos. En concreto, Google Earth. La cosa es muy sencilla, yo subiré a una azotea diferente cada día y dibujaré en ella alguna cochinada con tizas de colores. Mis suscriptores recibirán en su correo electrónico las coordenadas exactas para poder disfrutar de este material exclusivo y, ja ja, ciertamente picante. Ya tengo las tizas compradas, así que espero iniciar el proyecto los próximos días. Quienes deseen suscribirse, no tienen más que enviarme un giro postal con 50 euros (es la tarifa de bienvenida para los primeros seis meses) y un ramo de flores.


 
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Yo abduje a un marciano


Como ya estaba más que harto de la insultante oleada de abducciones de terrícolas por parte de alienígenas, este fin de semana decidí vengar a los miles de ciudadanos del mundo vejados por las prácticas digamos de inspección de esos seres venidos de otro planeta a robarnos muestras de tejido y células reproductoras, de modo que por una vez fuera el humano el que humillara al extraterrestre, le hiciera olvidar varias horas de su vida y le obligara a aparecer ante sus amigos como un borracho, un loco o ambas cosas. (Se admiten propuestas para poner puntos en la frase anterior.) La captura de la nave espacial fue relativamente sencilla: salí con mi coche por una carretera oscura, en medio del campo. Al poco rato se me paró la batería, señal clarísima de que un platillo volador acechaba en busca de personas inocentes. Bajé sigilosamente del coche y gracias a una larga vara de bambú capturé al ovni, que pasó de platillo volador a platillo chino, gracias a mi sorprendente habilidad para las cosas que no sirven para nada. Jamás podría haber imaginado que me iban a servir de tanto mis horas de práctica para mantener mi puesto de suplente en el espectáculo de las 17 y 19 horas en Portaventura. De hecho, allí no me sirvieron de mucho: tanta tontería con los platos y el equilibrismo y al final resultó que me habían contratado de corista para el salón del Far West. Aun así, me atrevo a decir que las dos veces que tuve que actuar lo hice con destreza, dignidad, elegancia y buen humor. Es mentira, pero me atrevo a decirlo. Si lo llego a saber o, mejor dicho, si llego a leer el contrato antes de firmarlo entusiasmado creyendo que un fan me pedía un autógrafo, no acepto el puesto. Soy un antiamericano convencido: la historia del pueblo estadounidense está manchada de sangre. Por ejemplo y hablando del salvaje oeste, sólo hay que pensar en lo que les hacían los sioux, los apaches, los cherokees y otros americanos a los emigrantes británicos, irlandeses y holandeses que llegaban a ese inmenso país con la única intención de convertirse en pistoleros tejanos, policías neoyorquinos o cantantes de rap. Pues bien, los americanos les capturaban, les ataban a un poste y les cortaban la cabellera. Y todo a cambio del petróleo de Sadam. ¿Esa es forma de comportarse? Puede: todo depende de las costumbres de cada cual. De hecho y por lo que aprendí el otro día, los extraterrestres tienen costumbres similares. En realidad, ahora que pienso, sus costumbres no tienen nada que ver. Para empezar, como no tienen pelo (ni cabeza), les resulta complicado cortarle la cabellera a un irlandés. Es más, tampoco tienen irlandeses. Algunos pueden creer que esas carencias son una ventaja, pero otros, en cambio, también. Curiosamente sí que tienen indios americanos, sólo que ellos los llaman con otro nombre. Creo, porque la verdad es que esto ya me lo estoy inventando.


 
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