Hoy en día todo es demasiado fácil


Cuando era niño y no había tele ni pleisteisions de esas, nos sentábamos en el suelo (porque tampoco había sillas) y nos aburríamos como ostras. Si hubiera habido revólveres, nos hubiéramos pegado un tiro, pero no se inventaron hasta 1814. Ah, el horror. Hubiéramos salido a la calle a jugar, pero por aquel entonces las cosas no eran tan fáciles como ahora: estábamos en guerra. Por la mañana nos bombardeaban los nazis; por la tarde, los soviéticos; por la noche, Al Qaeda. Además, ¿para qué salir a la calle, si siempre estaba nevando? El tiempo no estaba loco, pero era bastante hijo de puta. Y las bicis no eran como hoy en día, que tienen marchas y sillines y entrada usb. No. Nuestras bicicletas no tenían ruedas y nos veíamos obligados a pedalear con los pies mientras hacíamos fuerza con los brazos para ir dando saltitos. Por no hablar del fútbol. No teníamos pelotas porque eran muy caras (antes de que se inventara el plástico, las hacían de oro) y jugábamos con los cráneos de nuestros amigos muertos de tuberculosis, viruela y poliomelitis. Y qué hambre pasábamos. Nadie cocinaba como nuestras madres, eso sí. Pero porque nadie cocinaba. Tomábamos sopa de piedras, que daban sabor al agua. Mal sabor, pero sabor al fin y al cabo. No me extraña que setenta y nueve de mis cincuenta y cuatro hermanos murieran antes de cumplir los ochenta y dos años. La vida era muy dura. Recuerdo una vez que fui con mi hermano (no recuerdo cuál, los confundía a todos porque además varios eran parejas de gemelos) de Sants a Barcelona. Antes Sants era un pueblo diferente y separado, y para ir a Barcelona uno tenía que coger un avión. Nosotros ya nos divertíamos con sólo coger un avión y no como los niños de ahora, que se aburren en los aviones. Y eso que los nuestros no iban a motor. Los aviones de antes eran como carros, sólo que volaban y en vez de burros se ataban varios cientos de palomas para que tiraran de ellos. También había asaltadores. Se cruzaban en nuestro camino, gritaban: "El equipaje de mano o la vida" y les teníamos que dar lo que lleváramos encima, incluyendo los libros de crucigramas y los reproductores de mp3. El caso es que fuimos a Barcelona porque teníamos un encargo de nuestra madre: nos había enviado a comprar majoletas y azofaifas para hacer confitura. Estábamos superorgullosos porque era la primera vez que nos dejaban ir solos a la ciudad. En mala hora, porque aquel día justo comenzó la segunda guerra carlista. Las diecisiete guerras carlistas que tuvieron lugar entre 1630 y 1987 dividieron el país en dos: los partidarios de un tal Carlos y los que estaban en su contra. También había gente a quien Carlos le daba un poco lo mismo, pero en su mayoría eran zurdos y todo el mundo ya sabe lo que opino de esos hijos del diablo. Explico esto porque la educación es cada vez peor y los chavales de hoy no saben esas cosas. Sólo saben ir a las discotecas y quedarse sordos por culpa del alcohol y las pastillas. El caso es que nos vimos atrapados en medio de un tiroteo. Las armas de fuego de antes eran muy rudimentarias. Hacían falta dos hombres para disparar una bala. Uno la escupía muy fuerte y otro a su lado gritaba: "¡Pi-ñauuu!" Una me alcanzó en el brazo. Mi hermano me agarró e intentó sacarme de allí. Yo le murmuré: "Las azofaifas... Las majoletas...", y me dijo que tenía razón, que lo que diga una madre es lo primero, así que me dejó en el suelo y se fue al mercado a por la fruta. Mi madre luego se pondría de su parte: apenas nos quedaban dos sacas de azofaifas y media de majoletas. Perdí la conciencia. Fue del susto, porque la bala sólo me había dejado un punto rojo en la piel. Pero antes éramos más inocentes y nos impresionábamos con más facilidad. Desperté en casa de unos señores ricos americanos a quienes la guerra había sorprendido durante unas vacaciones. Me dieron de comer hamburguesas y patatas fritas. Nunca antes había probado las patatas fritas a excepción de los jueves por la noche, cuando cenábamos huevos con patatas, así que imaginaos mi sorpresa cuando probé las patatas fritas por primera vez EN MARTES. Un mundo nuevo de sabor se abrió ante mí. Yo no lo sabía, porque nunca había ido al cine (yo siempre he sido más de ópera), pero aquellos americanos eran dos actores famosos: Brad Pitt y Angelina Jolie. Me hubieran adoptado si mi padre no se llega a presentar con la garrota. Al final lo adoptaron a él. Es que era muy bajito y eso creó cierta confusión. Triunfó en Hollywood con el nombre artístico de Mickey Rooney. Nunca volví a hablar con él. Entre otras cosas, porque en aquella época no había teléfonos, y no como ahora, que cada vez son más pequeños y tienen más luces y dibujos, que parecen ovnis... Ah, los ovnis. La maldita contaminación acabó con ellos. Si es que los jóvenes de hoy en día tienen todas las facilidades. No como nosotros, que teníamos que sobrevivir con las dos megas y media de memoria de Hotmail. Tendrían que torturar a todos los niños para que supieran lo que es sufrir, que si no, se malacostumbran. Amputar alguna pierna, dejar a algunos huérfanos, servir sopa de piedras. Que aprendan que la vida no es un camino de rosas. No. Porque si fuera un camino de rosas, nos hundiríamos y costaría mucho caminar. En algún sitio tiene que haber asfalto. Por una cuestión de comodidad.


 
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Una y otra vez


A: El otro día estuve a punto. B: ¿A punto de qué? A: De trabajar. B: Joder. Qué ánimos. A: Sí, sí. Llegué puntual, bostecé, me crují los dedos, me llevé un caramelo de menta a la boca y coloqué la mano derecha sobre el ratón, dispuesto a. B: ¿Dispuesto a? A: Sí, dispuesto a. Ése fue el problema. Es que. En fin. Olvidé en qué consistía mi trabajo. B: Ostras. Odio cuando pasa eso. A: Hice un esfuerzo por recordar, pero sólo tenía claro que a media mañana me tomaba un café y que consultaba el correo varias veces al día, el personal y el del trabajo. B: ¿Le preguntaste a alguien? A: Sí, sí. Obviamente, no quería preguntarle a mi jefe, a ver si me iba a soltar una de estas broncas tontas que uno se puede ahorrar si presta un poco de atención. B: Sí, siempre se cabrean por las chorradas. Cuando la cagas de verdad, no se dan ni cuenta. Como no tienen ni idea. A: Pues eso, en el bar les pregunté a mis compañeros. Pero tampoco sabían lo que yo hacía. B: ¿Y ellos sabían lo que hacían ellos? A: No quise preguntar, pero hubo uno que se puso blanco. B: Je, sé lo que es eso. La última vez que me monté en una montaña rusa también me puse blanco. A: Suerte que la de recursos humanos es amiga. Bueno, amiga... Ya sabes, la clásica amistad del trabajo... B: El que iba delante de mí, se subió bebiendo un cartón de leche. Y, claro, me lo tiró encima. Blanco, me puso. A: ... Cuatro bromitas cuando te la cruzas por el pasillo, la clásica charlita tonta en la cena de navidad... B: Ya me dirás tú qué hacía ese tipo con un cartón de leche en una montaña rusa. Se lo pregunté. A: ... La habitual declaración de amor a las tres de la mañana después de la cenita de navidad... B: Le digo, ¿para qué te subes a una montaña rusa con un cartón de leche abierto? A: ... El anillo, los dos años de noviazgo, el matrimonio, los tres niños, la hipoteca... B: Y el tío, no, es que le iba dando sorbitos porque me han dicho que eso es bueno para evitar el mareo. A: Pero, vamos, lo típico que se va de la empresa y ya no vuelves a hablar con ella. Como mucho en el bar dices, eh, ¿os acordáis de la Nosequé? La vi el otro día en Nosedónde. No, no la saludé porque no me vio y yo estaba haciendo ver que no la había visto. B: Pero, vamos, yo había oído justamente lo contrario de la leche y los mareos, pero bueno, cada loco con su tema. A: Entonces ella se puso a mirar entre los papeles y tal y resulta que no me encuentra. B: ¿Pero no estabas delante suyo? A: No, entre los papeles. B: Pues estás bien fondón. Como para no verte entre los papeles. A: Quiero decir, que mi expediente no estaba. Y me dice, ahora te lo miro. B: ¿El qué? A: Lo mío. B: Ah. A: Y me lo miró. B: ¿Lo tuyo? A: Lo mío. B: Ah. A: Y resulta que yo no tenía ni contrato ni nada, que yo no trabajaba allí. B: Joder, cinco años madrugando y haciendo el tonto. Al menos cobrarías tu sueldo, ¿no? A: Claro. Si no, ¿de qué? Entonces llamamos al ministerio y resulta que yo trabajo para otra empresa. B: Anda. A: Una empresa que se mudó de esas oficinas hace tres años. B: ¿Sin avisar? A: A mí no me dijeron nada, los muy cabrones. B: ¿Ni un mail ni nada? A: Ni un mísero mail. B: Qué cabrones. A: Ya ves. B: Eso ya es mala educación. A: Ya ves. B: Una llamada, en plan, oye, que nos vamos, recoge tus cosas. A: Nada. B: Es lo mínimo. A: Nada. B: O un post-it en el monitor. A: Nada, ni eso. B: Con la dirección nueva. A: Nada. B: ¿Y vas a volver a tu empresa? A: No sé... Está más lejos de casa... B: Buf, qué palo. A: Y estoy a gusto con la gente. B: Eso es importante: que haya buen ambiente de trabajo. A: Me llevo bien con el jefe. B: Eso es importante: llevarse bien con el jefe. A: No sé, de momento creo que me quedo donde estoy. B: Bien hecho. Cambiar por cambiar es tontería. A: Ahora además tengo la mesa más cerca de la ventana. B: Ay, sí, dónde estén las ventanas. A: En la pared, por norma general. B: Sí. Eso es importante: que las ventanas estén en las paredes. A: O en los techos. B: Pero entonces creo que no se llaman ventanas. A: ¿No? B: No, si están en los techos se llaman de otra forma. A: ¿De otra forma? ¿Todo junto? ¿Deotraforma? B: No lo sé. Nunca lo he visto escrito. A: Yo tampoco. B: No hemos vivido mucho, ¿verdad? A: No, siempre las mismas palabras. Una y otra vez. B: Siempre una y otra vez. Gran libro: Una y otra vez. A: Me gustó más la peli. B: Te creo. Soy así de ingenuo.


 
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Otro de los muchos defectos que tiene la sociedad de hoy en día


Alertado por aquellos gritos que pedían auxilio, me quité las gafas y me aflojé el nudo de la corbata. Miré a un lado y a otro, y entonces me acordé: desde que quitaron las cabinas y por culpa de mi timidez, el mal siempre triunfa.


 
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En contra de la pena de muerte, como las personas de bien


De la serie Grandes temas de los artículos de opinión (1)

Estoy en contra de la pena de muerte porque impide la reinserción del acusado. A mí una vez me ejecutaron y me dio tanta rabia que prometí no cambiar mi modo de vida. De todas formas, como me habían condenado por un delito que no cometí, después de mi muerte seguí cumpliendo la ley escrupulosamente. Cumplir la ley escrupulosamente es lo mismo que cumplir la ley, pero con una palabra más. Y de las largas. Fue en Estados Unidos, aunque era otra época, cuando la vida era más dura en ese país y la discriminación racial era aún peor de lo que es hoy en día. Nueva York, febrero de 2008. Un hombre murió apuñalado. Una salpicadura de sangre cayó accidentalmente sobre mi ropa, a pesar de que yo estaba a varios kilómetros de distancia. Eso, las huellas dactilares casi idénticas a las mías encontradas en el arma que algún policía corrupto dejó en mi chaqueta, fotos (probablemente un trucaje) y varias decenas de testigos pagados por la Cia eran los únicos indicios que tenía la fiscalía para procesarme. Pero la prensa exigía una cabeza de turco y yo por aquel entonces lucía un hermoso mostacho al estilo otomano. Ellos no tenían caso, pero yo no contaba con la simpatía del público: un hombre negro, de origen judío y convertido recientemente al islam que no callaba su preferencia por la Pepsi, en lugar de la Coca-cola (aj, qué asco, Coca-cola). Ni siquiera me apoyaban los homosexuales. Al parecer, el sector más duro del lobby gay no veía bien que me gustaran las mujeres. Fascistas. Sólo se puede ser homosexual a su manera, por lo que parece. El juicio fue una pantomima. Que dijera eso tampoco gustó mucho a la opinión pública. ¿Yo cómo iba a saber que aquel juez era sordomudo y ese tipo un intérprete? Pensaba que me estaba haciendo burla cuando testificaba. De ahí el puñetazo. Pero ahora ya he pagado mi deuda con la sociedad. Bueno, en realidad, no. Porque yo era inocente. Pero, vamos, que ya puedo ir al cine y todo eso. No puedo tocar cosas metálicas y cuando me acerco mucho a la tele se pierde la señal. Pero soy capaz de desfibrilarme a mí mismo. Aunque los médicos dicen que no me exceda, por mucho gustito que dé, que lo mío ya es vicio.


 
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¡Esto no me puede estar pasando a mí!


Ayer le gané una batalla a una compañía telefónica y me siento orgulloso. Supongo que eso significa que, ya sí, soy adulto. Si me disculpáis, estaré en la otra habitación. Llorando.


 
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