El misterioso caso de la cabeza perdida, 1


Como soy muy despistado, pierdo peso continuamente. En el autobús, en los bares, en el ascensor... Voy dejando caer kilos por todas partes. También pierdo el tiempo continuamente. Justamente ayer encontré dos horas que no sabía dónde había metido. Estaban en el sitio más tonto, en el sillón. Y eso que miré por todas partes. Un día te dejarás la cabeza, me dicen siempre. Y así ocurrió en una ocasión. Por suerte no era la mía. CABEZA AJENA: Disculpa, pero no me has perdido. JAIME: Oh, vaya. Er... Pues... Creí que... Esto... Creí que ya no estabas. C: Pues ya ves. J: Oh... Er... No sé qué decir, me siento ridículo, no sé cómo explicarlo. ¿Y tú no recordarás por casualidad cómo llegaste a parar aquí y por qué no te perdí, que hubiera sido lo normal? C: Hombre, no sé, ¿si a ti te arrancaran de tu cuerpo no estarías lo suficientemente traumatizado como para haber bloqueado todos los recuerdos relacionados con un hecho tan truculento y doloroso? J: ¿Te duele? C: La cabeza, no. Puede que el resto del cuerpo. J: Pues, sinceramente, no sé qué hacer por ti. C: He pensado que podríamos ir a algún programa de la tele en busca del resto de mi persona. J: Es una posibilidad, pero le veo un inconveniente. C: Ya está, el optimista. J: Hombre, piensa que tu cuerpo no podrá ver la tele, al no tener cabeza, y no sabrá que le estás buscando. C: Sí, puede que tengas razón. Espero que se te ocurra alguna alternativa bien pronto. Esta situación no es nada agradable. J: ¿A mí? No sé por qué tengo yo que responsabilizarme de esto. Al fin y al cabo, no eres mi cabeza. Y yo no recuerdo haberte arrancado de ningún sitio. Eres tú el que se la ha dejado en cualquier parte. Búscate solo y déjame en paz. No eres mi problema. C: Pero qué miserable y qué insensible. ¿Y qué hago sobre tu cama, si no sabes nada de mí? J: Eso digo yo: ¿qué haces en mi cama? Yo no soy un cualquiera. Y tiene guasa que me llames insensible. Te podría dejar tirado en la calle. ¿Y qué harías? ¿Rodar detrás de mí? C: E impulsarme con las orejas. Soy más rápido de lo que parece. J: A ver si te voy a pegar una patada y marco gol y sales volando por la ventana. C: Eso, pégame, cobarde. Como no puedo defenderme y encima llevo gafas. Por cierto, se me caen, ¿podrías levantarlas un poco? J: ¿Así? C: Sí, perfecto, gracias... ¿Por dónde iba? Ah, sí. Insensible. Criminal. Egoísta. J: ¿Y si te llevo a objetos perdidos? C: Tú en el trabajo desgravas, ¿verdad? J: ¿Ni siquiera recuerdas tu nombre? C: Sí, eso sí. Soy Charles Montgomery Stewart, Lord Ruffington. J: Bueno, pues es una buena forma de comenzar. Haré un par de llamadas. C: Bien, te espero aquí. J: No, que como entre mi madre se va a quejar. C: ¿Por qué? J: Dice que no hago más que comprar mierda. C: ¿Y qué vas a hacer? J: Guardarte en el armario. Sin segundas. C: ¡En el armario! ¡Pero qué manera es esta de tratar a la gente! ¡No me agarres del pelo, bruto! ¡De las orejas tampoco, animal! ¡Me vengaré! ¿Me oyes? ¡Me vengaré! ¡Aquí huele raro!


 
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Los avances de la ciencia


Para Hans Adenauer, la clonación terapéutica no tiene ningún misterio. Adenauer lleva más de quince años tratando los trastornos de doble personalidad gracias a esta técnica. Antes de que él aplicara la clonación terapéutica en estos casos, los cirujanos se limitaban a abrir el cráneo a sus pacientes para extraerles la personalidad de más. Pero las personalidades no se pueden guardar en frascos de formol como si fueran apéndices o riñones, aunque por forma y tamaño parezcan un hígado de ciervo. Hay que buscarles un receptáculo adecuado. Obviamente no vale otra persona, ya que lo único que se conseguiría es trasladar esta doble personalidad a un sujeto sano. Tampoco sirve un muerto, ya que el cadáver no puede absorber esta llamémosla esencia y rechazaría el trasplante, creando lo que se conoce como fantasma o espectro. A principios de los noventa, el doctor Adenauer, consciente de estos problemas, le creó a Teresa K. un clon modificado genéticamente para no tener personalidad. Luego le extrajo la personalidad de más, una cleptómana con delirios de grandeza, y se la implantó al clon recién nacido. Hoy en día es una adolescente feliz que quiere estudiar ciencias políticas. Como es natural, el doctor Adenauer no es un loco que juega a ser Dios. Antes de hacerle esta operación a la señora K., hizo experimentos con animales, creando su famoso ejército de ratones pirómanos y el legendario escuadrón de la muerte, un comando de perros asesinos que compró la antigua RDA poco antes de que cayera el muro. Por sus sangrientos resultados, estos experimentos descartaron la posibilidad de implantar personalidades humanas a animales. Adenauer sigue practicando estas operaciones, siguiendo los acuerdos internacionales al respecto y extrayendo la personalidad que podría traer conflictos con la ley a sus pacientes. El doctor lleva años enfrentándose al absurdo rechazo envidioso de la comunidad médica, que le reprocha los doscientos treinta y siete fallecimientos sobre la mesa de operaciones por complicaciones propias de la intervención y olvida los doce pacientes tratados con éxito. Como escribió el propio Adenauer en un discutido artículo, "si no somos osados con la vida ajena no avanzaremos nunca. Los cadáveres de hoy son los medicamentos del mañana".


 
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Fragmento de una historia de la escritura


Antes de la invención de la imprenta, los libros eran artículos muy costosos, de lujo, al tener que copiarse a mano. Se calcula que tres monjes morían en el proceso de copia de cada libro. De media. Porque, por ejemplo, algunos documentos recogen que con cada copia de un libro de poemas del abad Marius Benedettus morían siete u ocho monjes, si bien es cierto que en este caso la mayoría se suicidaba. Esta elevada mortandad hizo temer por el futuro de la civilización tal y como la conocemos, ya que los monjes no se reproducen. Ni por partogénesis, ni entre ellos, ni recurriendo a monjas. Salvo excepciones, claro. Esto significaba --y aún significa-- que los conventos dependían de la caridad de otros estamentos sociales, que no estaban obligados a donar a sus hijos, y menos teniendo en cuenta el peligroso futuro que les esperaba. Los padres preferían que el niño ayudara en el campo o en la zapatería, a riesgo de que pasara hambre, enfermara o ingiriera accidentalmente alguna gunufreta. La situación de estos religiosos mejoró a principios del siglo 13, cuando un monje de Burdeos introdujo una novedad en su tarea que salvaría muchas vidas. Este monje decidió acortar la longitud de las plumas y limar el extremo superior, habitualmente de madera y acabado en punta. Gracias a esta innovación, los monjes no corrían el riesgo de clavarse el utensilio de escritura en el ojo al quedarse dormidos durante su trabajo. Obviamente, la vida de los copistas seguía siendo dura, ya que la gente continuaba empeñada en escribir libros en lugar de hacer cosas de provecho como, por ejemplo, lavar la ropa o inventar cosas grandes y de colores bonitos.

(Julius Adenauer, Breve historia de la escritura p. 879 y ss.)


 
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Desintegración


Según el profesor de universidad estadounidense José María Aznar, España corre peligro de desintegrarse. Efectivamente. Y no sería la primera vez que ocurre algo parecido. Jakob Adenauer publicó en 1994 una serie de artículos en The Nature of Science que demostraban que Asnalia, un pequeño país del centro de Europa, se había desintegrado a mediados del siglo 16. La razón: un exceso de optimismo por parte de un químico que manejaba con alegría ciertos ácidos. Los documentos de la época hablan de una explosión que se oyó desde los Urales hasta Finisterre. Según Adenauer, para evitar que las naciones se desintegren hay que prohibir los experimentos en casa y con gaseosa. "De haberse producido estas pruebas al aire libre --explica-- apenas se hubieran desintegrado dos o tres ciudades, dejando un vacío espacio-temporal manejable que nos hubiera explicado mucho acerca del origen del universo. De qué color era, si se expande, si encoge al lavarlo con agua caliente y ese tipo de cosas". Por cierto, Asnalia era un bello país exportador de gunufretas, una fruta que también se desintegró. La gunufreta era amarga y olía francamente mal, pero al menos antes teníamos y podíamos escoger si nos las comíamos o se las dábamos a los cerdos más viejos, que era lo que todo el mundo hacía. Sobre todo porque en el interior de la gunufreta vivía el microorganismo causante de la minositis, una desagradable enfermedad. Sus síntomas: náuseas, dolor de estómago, fiebre, ganas de bailar y una terrible adicción a las gunufretas. Ah, el ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor. Como acelerar la muerte de los cerdos con gunufretas. Qué asco de fruta, de verdad, qué asco. Había hasta una receta de tarta de queso con gunufretas. Repugnante, verdaderamente repugnante.

Tarta de queso con gunufretas Ingredientes para cuatro personas: 1 tarta de queso casera. 4 gunufretas pequeñas o 3 medianas. 2 grandes pueden servir. 1 si es muy grande, tipo melón cantaloupe, pero de esas no existen.

Preparación: Hacer una tarta de queso casera. Pelar las gunufretas y cortarlas en rodajas. Colocarlas encima de la tarta y servir. Antes de comer, quitar las gunufretas de encima, que están asquerosas, y, si es posible, rascar con un cuchillo los restos de gunufreta que hayan quedado sobre la tarta. Provocarse un vómito por si hemos ingerido accidentalmente algo de gunufreta.


 
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El método de adelgazamiento Hans Adenauer


Hans Adenauer ganó mucho dinero a finales de los noventa gracias a una clínica de adelgazamiento ultrarrápido. El doctor Adenauer patentó un innovador método --el método Adenauer-- que permitía perder entre diez y ciento veinte kilos de peso gracias a una simple operación. "Mi sistema era muy simple --explica-- consistía en amputar, por ejemplo, una pierna, con lo que el paciente podía perder de golpe veinte kilos difíciles de recuperar. A veces había que amputar una pierna y un pie, o incluso las dos piernas o una pierna y un brazo, pero eso ya en casos extremos". Adenauer comenta uno de estos casos. "Un hombre afectado de obesidad mórbida. No dejaba de ganar peso a pesar de las intervenciones a las que era sometido. Un verdadero adicto a la comida. Le perdían el chocolate y los macarrones. Tomaba ambos alimentos a la vez. Macaroni al cioccolatto. Visitó nuestro quirófano en siete ocasiones y al final ya no tenía ni piernas ni brazos. Era una enorme barriga con cabeza. Finalmente decidimos amputarle el tronco y mantener su cabeza con vida gracias a una complicada maquinaria". Después de mucho insistir, convenzo a Adenauer para que me presente a este hombre. "Antes estaba en nuestra clínica, pero nos la cerraron por un tema de permisos. Burocracia. La burocracia siempre nos está cortando las alas a nosotros los emprendedores". El paciente, Albert Herrmann, está en su cama o, mejor dicho, en su almohada. Del cuello le salen una serie de cables y tubos conectados a una caja metálica de metro veinte de alto y metro veinte de ancho, llena de luces y botones, de la que a su vez sale un tubito que va a dar a un fuelle que una enfermera no deja de accionar. "Respiración asistida", explica Adenauer. Saludo a Herrmann y le pregunto qué tal se encuentra. "Casi no me encuentro", contesta y suelta una risotada. "Me duele la cabeza", añade y vuelve a reír. "No, en serio, estoy bien. Al no tener estómago no necesito comer y me pasan proteínas por un tubito y la sangre riega mi cabeza gracias a este otro tubito. Tengo todo lo que necesito. Eso sí, hay una cosa que me molesta mucho. Muchísimo. La Unión Europea. Estoy absolutamente en contra. Sólo sirve para sacarnos dinero". Le dejamos descansar. "Está en su peso ideal --explica Adenauer--. Nos ha costado, pero está en su peso ideal. Maldita burocracia. Con la de gordos que podrían estar en su peso ideal gracias a mí. Habría que matarlos a todos. Malditas leyes contra el asesinato. En fin".


 
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