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abril |
Por un Estado laico, o sea, sin fútbol
Es habitual que los políticos que hacen públicas sus creencias religiosas sean ridiculizados o menospreciados. Al menos en España, donde un político católico se convierte de inmediato en un fanático que quiere prohibir el divorcio y poner todos los colegios en manos de jesuitas pederastas. A mí no me molesta que un político tenga sus creencias, siempre y cuando no quiera imponerlas. Y esto último es tan obvio que me sonrojo al escribirlo. Incluso me gustaría que los políticos manifestaran más abiertamente sus creencias o su ausencia de creencias. Aunque sólo sea porque me tranquilizaría saber que el tipo en quien confío el gobierno del país en el que me ha tocado vivir piensa en algo más que en salir guapo por la tele. En realidad, a mí lo que me preocupa es el fútbol. La importancia que le dan algunos, el tiempo que se pierde hablando de selecciones, banderas y figuras patrias. De entrada, no entiendo esa actitud religiosa hacia veintidós vagos en calzones. No comprendo cómo algunos se gastan tanto dinero para pasar noventa minutos viendo de lejos como alguien le pega un patadón a una pelota. Y me resulta ridículo que algunos malgasten sus vacaciones pintándose la cara con los colores de la selección y yéndose a insultar a un señor que va de negro en un país más o menos lejano. Pero lo peor de todo es que el fútbol es aburrido. Lo más emocionante es cuando el árbitro se equivoca. Recuerdo un episodio de los Simpson en el que se sugería que los espectadores se dedican a soltarse puñetazos y patadas durante los partidos simplemente porque se aburren. No me extrañaría. De los noventa minutos, los futbolistas se pasan ochenta y cinco pasándose el balón en el medio del campo. Apasionante. Es más, cuando se habla de violencia en el deporte, en realidad se está hablando de violencia en el fútbol, con alguna que otra excepción, como quizás algún partido de baloncesto en Grecia o alguna peleílla entre jugadores de hockey sobre hielo. Y para de contar. Pero, claro, cada loco con su tema, si a uno le gusta el fútbol, allá él. Hay cosas peores. Supongo. Lo que me preocupa es el tiempo que malgastan los políticos con el fútbol. Tiempo que en muchas ocasiones deberían usar en trabajar. Que para eso les pagamos. Pero resulta que a casi nadie le parece mal que un político pierda horas yendo a ver partidos puro en boca o recibiendo en el ayuntamiento al equipillo ganador del torneo de turno. Y casi nadie se enfada si el alcalde decide cortar algunas callejuelas para que esos patanes celebren su victoria. Tampoco veo por qué cuando juega el Barça, todo el mundo puede aparcar donde le dé la gana en Les Corts, pero a mí la grúa se me lleva el coche si el parachoques hace sombra en un paso de cebra dos calles más abajo. Ni entiendo por qué a los clubes de fútbol se lo consiente todo incluso Hacienda. Y tampoco sé por qué casi ningún político tiene problemas en dejarse fotografiar con uno de esos presidentes de club de fútbol, cuando casi todos apestan a mafioso. O, peor, no entiendo que durante los partidos de España en la pasada eurocopa, los parlamentarios desaparecieran y los ministros interrumpieran su trabajo. Sin que casi nadie se quejara. Y luego alguno sugiere que igual los sentimientos religiosos de no sé quién no son buenos consejeros para no sé qué puesto. Pues igual. Pero si a mí me dicen que a ese no sé quién no le gusta el fútbol, yo le voto para lo que haga falta. Claro que hoy en día ningún político se puede permitir el lujo de decir tales barbaridades.