Jaime, 3 de julio de 2002, 17:32:29 CEST

De compras


Comprar libros cada vez es más difícil porque, simplemente, cada vez son más y todos pretenden que te los lleves a casa. Encima, el mundo entero se empeña en tentarme ofreciendo nuevos métodos de compra y lectura: al menos, me alegro de que mi triste y humilde tarjeta de crédito no sea aceptada para hacer compras on line (uno que es cutre) y de que mi presupuesto no me permita comprarme uno de esos palm, que, fíjese usted, resulta que no son tan horribles para leer (al menos, eso dice Francesc). Así pues, mi método de compra de libros sigue la clásica línea de entrar en una librería, seleccionar las piezas, ajustar el presupuesto y hacerme con las que me convengan. Sí, se trata de una cacería. Antrópologos del mundo, dejen las tribus de la Melanesia en paz y pásense por una librería de Barcelona una tarde cualquiera, a poder ser a principios de mes. Primero viene la exploración del terreno y la selección de las piezas según los intereses. Italo Calvino fue quien mejor diseccionó este proceso de selección en Si una noche de invierno un viajero: los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Leerías También Con Gusto Pero Por Desgacia Los Días Que Tienes Que Vivir Son Los Que Son, los Libros Que Tienes Intención De Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable, y muchos más. De todas formas, y desde luego, estos últimos son los peores. Salto sobre ellos, literalmente, y me siento tan orgulloso como un cazador furtivo que se hace con un unicornio. A pesar de todo, suelen ser los más decepcionantes, ya que uno tiende a depositar demasiadas esperanzas en esos libros no muy comunes, pero, por lo común, justamente olvidados. Otra clase de libros sumamente irritantes a la hora de adquirirlos, y que creo que no cita Calvino, son Los Libros Que Debí Comprar En Su Momento. Del tipo lo vi una vez en una librería hace ya meses y apenas recuerdo alguna palabra del título y que el autor era, por ejemplo, inglés. En su momento decidí que podía esperar, pero al día siguiente me picaba todo el cuerpo por culpa de los remordimientos: ese libro tenía que ser mío. De inmediato. Pero, como es natural, al día siguiente el tomito ya no está en la librería y uno se pasa semanas buscándolo por estanterías y montoncitos de libros más o menos parecidos, siguiendo pistas como "creo que la portada era verde", "era de Alianza Editorial" o "no era muy gordo". Uno se ve además imposibilitado para encargar un libro que se titula "Algo-no-sé-qué-cínica". De color verde, eso sí. Al final, sin embargo, ese libro siempre vuelve a aparecer. Lo hojeo de nuevo, decido que no hay para tanto, que puede a esperar. Como es natural, todo el proceso se repite a partir del día siguiente. Una vez seleccionadas las piezas que hay que liquidar, hay que comprobar de qué armas se dispone (y usarlas). O sea, de cuánto dinero estamos hablando (y pagar). Cuando hay -más o menos- dinero, no hay -más o menos- problemas. Se trata simplemente de ir escogiendo. La caza es sencilla: sólo hay que tener algo de puntería. Mira, una novela de Zweig, flas, flechazo y al saco; cielos, reeditan a Gombrowicz, lancemos la jabalina; oh, cómo puede ser que aún no haya leído a Emily Dickinson, usemos la cerbatana. Siempre hay que seleccionar, y sabe mal dejar en sus estanterías esos 357 volúmenes que tampoco estaban mal, pero como te llevas seis, al menos sales contento. Cuando no hay armas, o sea, dinero, hay que recurrir a las trampas. Los cazadores profesionales y experimentados pasan libros por debajo de chaquetas y en bolsos de señora, sorteando los pips de los detectores de las puertas, pero yo me reconozco incapaz. Sólo de pensar en robar algo, aunque sea Diario del ladrón, de Genet (ya se sabe, quien roba a un ladrón... vale, el chiste es malísimo), me imagino la reprimenda de mi madre y el castigo de mi padre, me entran los sudores, me tiemblan las piernas, me confieso culpable y me arrojo a los pies de la cajera pidiendo clemencia. Mi repertorio de trampas, pues, no es agresivo. Tampoco sutil. Se trata de coger el libro en cuestión, acercarme a Marta, enseñárselo y decir: "Fíjate, llevo aaaaaños buscando este libro, y lo encuentro ahora, que no tengo un duro, también es mala pata, con las gaaaanas que tenía yo de leerlo". No funciona nunca. Marta suele recurrir al "cobras la semana que viene; sobrevivirás" o, lo que es peor, al "¿cuántos libros estás buscando desde hace años? Porque no es la primera vez que te oigo decir eso". La actitud de Marta es exasperante y decepcionante. Ella es una gran lectora, pero una pésima compradora. No comprende que cuando le pregunto si merece la pena comprarme un libro sólo estoy buscando que me dé la justificación que necesito oír para hacerlo y calmar mis remordimientos por derrochador. No quiero oír argumentos (supuestamente) racionales como "tienes muchos por leer" o "no parece tan bueno". Ahora, lo peor es cuando dice aquello -bastante habitual- de "ah, ése lo tengo en casa, ya te lo prestaré". ¿Prestármelo? ¿Prestármelo? Yo no quiero que me presten libros, porque eso significa que tendría que devolverlos. Y yo no quiero hacer tal cosa (aunque siempre lo hago, eso sí). Lo que yo quiero es leer todos los libros que merecen la pena (o sea, los que me gustan a mí) y tenerlos, conservarlos, guardarlos en mis estanterías y no prestárselos a nadie. Al fin y al cabo, son trofeos de caza.
 
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