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abril |
Crónica judicial
Nos estamos acostumbrando a ciertos espectáculos lamentables relacionados con la justicia. Ayer mismo, en las puertas del juzgado se concentraron curiosos y familiares de las víctimas de Alfredo Domínguez, que ha confesado el asesinato de quince personas y que ha sido ya bautizado como el carnicero de Sarrià. En cuanto este hombre bajó del furgón policial con la cabeza cubierta por un ejemplar del semanario Der Spiegel, comenzaron los gritos y las imprecaciones. “¡Es usted un presunto asesino que se enfrenta a la posibilidad de largas penas de prisión!”, gritaba alguno. “¡Que lo juzguen! ¡Que lo juzguen!”, coreaban otros. “¡Que se aplique el código penal! ¡Eso es lo que hay que hacer con estos delincuentes! ¡Aplicar el código penal!”, añadía un exaltado. El momento más tenso se produjo cuando un familiar de una de las víctimas intentó abalanzarse sobre el acusado. Le retuvieron a tiempo, pero no dejó de decirle cuatro cosas: “Si es usted absuelto de los crímenes de que se le acusa –gritó, furioso-, vayan por delante mis disculpas. Pero sepa que creo que usted es culpable. Es más, ¡le desprecio! Me avergüenzo de mis sentimientos, pero he de ser sincero: ¡le desprecio!” Una mujer, probablemente su esposa, le intentó calmar con un “Mateo, que te pierdes” y, finalmente, tras oír un tierno “Mateo, piensa en los niños”, este hombre se echó atrás con lágrimas en los ojos y dejó que Domínguez entrara en el juzgado. Justo entonces y con los ánimos algo más calmados, pude acercarme a una mujer cuyo hermano había sido asesinado por este hombre. Se trataba de una señora mayor, probable analfabeta funcional que no entendía la sutil diferencia entre venganza y justicia: “No sabe hasta qué punto siento rabia e impotencia –me dijo-, al mismo tiempo que una confianza ciega en los mecanismos judiciales que deberían proporcionar un juicio justo al acusado”. El primo de otra víctima me manifestó su deseo de que Domínguez fuera declarado inocente: “Ojalá no tuviera que cargar con el peso de haber matado a mi hermano y a otros catorce ciudadanos. Nadie merece que su conciencia aguante eso... Pobre hombre”. Mientras, otro individuo no dejó de criticar la labor de los medios de comunicación. Y es que, como es habitual, se les echa la culpa de todo: "¡Que le juzguen sin presiones mediáticas!”, exclamó, a lo que le contestaron con varios “¡no a los juicios paralelos! ¡Fuera el periodismo basura! ¡Un respeto a la justicia!” Y no sólo eso: se reclamaba que se tuvieran en cuenta tanto los atenuantes –Domínguez ha declarado haber leído los tres volúmenes de Esferas sin interrupción y en alemán- como los condicionantes sociales que han llevado a este individuo a cometer los terribles actos que ha confesado. No hay que olvidar que el carnicero de Sarrià es hijo de una acomodada familia de la zona alta de Barcelona. De niño fue a colegios de pago y a clases de francés y de violín. Es más, en su adolescencia aprendió a tocar la viola da gamba y, en compañía de unos amigos, se aficionó a tocar piezas del siglo XVII con los instrumentos originales. No podía salir nada bueno de un admirador de Jordi Savall. Lo dicho: un espectáculo lamentable y por desgracia ya habitual, que puede interferir en la labor de la justicia. Ante estos hechos, cabe incluso preguntarse qué harían esas personas tan dolidas y sedientas de justicia si pudieran hacerse con el sospechoso. ¿Organizarían un jurado popular? ¿Le encerrarían en un cuarto de baño y se turnarían para vigilarlo y que no saliera en al menos cinco o seis meses? Algunos no comprenden que hay que dejar actuar a los jueces, por mucho que las torturas indiscriminadas y las penas arbitrarias puedan parecernos injustas. Sin duda, hay que comprender a los familiares de las víctimas, pero si un juez dictamina que hay que amputar un brazo a un ladrón o castrar a un violador, todos tenemos la obligación de acatar y respetar dicha sentencia, por poco que nos guste. La justicia no puede estar sujeta a las ansias reinsertadoras de los ciudadanos. Las ganas de perdonar no pueden anteponerse a la ley.
(Escrito por Jaime y Marta, que no tiene blog.)