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abril |
Utopías y borradores
Como decía Bertrand Russell, las utopías tienen el pequeño inconveniente de ser maravillosas sólo en la mente de su autor. Para los demás vienen a ser un infierno. Obviamente incluso en el infierno hay grados, y así es menos espantosa la utopía liberal que la estalinista, aunque ambas provoquen escalofríos. Quien se aferra a su sueño de sociedad más o menos perfecta, tiende a considerar que cualquier alternativa es un catastrófico error que nos conduce al abismo. Así, no es de extrañar que Martin Amis afirme que "la ideología es como una droga sintética para convertirse en héroe". No hay ideólogo que no mire por encima del hombro a sus adversarios políticos, que no opine que es necesario reeducarles -salvarles- y que no se sienta a gusto y a salvo sólo entre sus compañeros de viaje. Las ideologías deberían considerarse como una mera cuestión de fe personal. Yo creo en X porque, mira, es lo que me gusta. Y voto a Z con desgana porque es lo que más se parece a X, aunque no por mucho. Votar del mismo modo en que Amis vota a los laboristas. Sólo porque es mejor que no votar, aunque la oferta no sea ninguna maravilla. Que así la ideología vuelva a ser un conjunto de ideas más o menos propias, seguramente adquiridas, pero al menos no impuestas ni inamovibles. Justamente lo bueno de la democracia es que permite a Martin Amis no creer en nada, como él mismo explica. Es decir, lo mejor de la democracia es que permite prescindir de las utopías, que es maleable, que la podemos cambiar, que la vamos creando. La política y la economía son la gestión de lo contingente, y no es fácil que lo contingente atienda a sistemas del siglo pasado. O a los de ayer. O, menos aún, de pasado mañana. La democracia nos permite equivocarnos. Es un espejo de nosotros mismos. Y por eso es una porquería inmejorable.