Jaime, 26 de agosto de 2003, 11:28:20 CEST

Es triste pedir


No suelo dar limosna, la verdad, pero sí que hay ciertas actitudes al respecto que no me gustan nada. Y no de los mendigos, que bastante tienen ya con lo suyo como para encima ir quejándose de ellos. Me refiero, por ejemplo, a cuando se dice aquello de que quienes piden se sacan un dineral a costa de la generosidad de algunos. Leo que a Roy Hattersley le molesta lo mismo. Hattersley habla de un mendigo que supuestamente se sacaba 20.000 libras anuales extendiendo la mano y opina que, sea o no cierta la historia, ojalá consiguieran esa cantidad todos los que se ven obligados a pedir. El periodista recuerda asimismo un texto de Lamb en el que se explica que "la mitad de estas historias acerca de fortunas prodigiosas conseguidas por medio de la mendicidad no son más que calumnias de miserables". Y decir la mitad me parece poco. Hattersley, por cierto, no cita otro fragmento del mismo texto de Lamb en el que se habla de un mendigo que, supuestamente, había muerto dejando una pequeña fortuna a su hijo. Lamb se pregunta: "¿Y qué, si en 42 años dando tumbos, el hombre pudo reunir lo suficiente como para dar una buena cantidad a su hijo (como decía el rumor) de unos cuantos cientos? ¿A quién había hecho daño?" Pero, independientemente de eso, me parece ridículo pensar que alguien pueda hacerse rico viviendo como un mendigo. Y que algunos añadan que piden porque lo prefieren a trabajar. Sí, claro, pedir en el metro es muy agradable. Igual que dormir en los portales. Muy bueno para la espalda, además. En este sentido, no son pocos quienes, no sin algo de razón, opinan que si nadie les diera un duro acabarían teniendo que buscarse la vida y, en definitiva, trabajando. Yo no lo tengo tan claro. No creo que sea más fácil pedir que trabajar. Trabajar es muy sencillo. Te presentas en un sitio a las nueve, haces una serie de cosas y sales unas horas más tarde. Pedir, extender el brazo, explicar las propias miserias (inventadas o no), dormir en la calle (o en una pensión, si hay suerte) me parece bastante más difícil. Y más duro. No creo que se haga por placer. Hattersley habla también de esa manía que consiste en cuestionar si las penas que expone el mendigo en cuestión son ciertas o no. El periodista contesta citando nuevamente a Lamb: "Cuando una pobre criatura (a la que se reconoce visiblemente como tal) se presente ante ti, no te pares a averiguar si los siete pequeños niños en cuyo nombre implora ayuda tienen una existencia real. No te sumerjas en las profundidades de la verdad para salvar medio penique. Es bueno creer en ella". Aunque esto me recuerda a una mujer que entró en el metro a pedir, entonando típica cantinela que comienza con aquello de "es triste pedir": a medio discurso se le escapó un "soy viuda y mi marido está en paro". Resultaba difícil creer a esta señora, por muy bueno que fuera. Pero, de todas formas y como dice el periodista de The Guardian, "es mejor ayudar a diez fraudes que dejar de lado un caso que lo merezca". Pero sin olvidar, como también apunta, que la moneda que se pueda dar no cambiará mucho las cosas. De hecho, no las cambiarán nada. Por otro lado, tampoco es tan grave que las historias de los churumbeles a los que alimentar sean un fraude. Lo digo por aquello que suelen soltar las señoras mayores sobre los mendigos, especialmente en la zona alta de la ciudad, donde las señoras son muy señoras y no dan sus monedas al primero que se les presenta. Y muchas veces no lo hacen porque, aseguran, el mendigo en cuestión se lo gasta todo en vino. En vino de este que viene en tetra brick, claro, pero en vino. Bueno, puestos a destinar a la caridad parte de la fortuna personal -ese gran euro del que nos desprendemos con una absurda satisfacción-, quizás sea mejor que vaya destinado a la leche o a los pañales de algún bebé, pero tampoco está de más pensar que ese tipo que vive en la calle tiene uno de sus pocos consuelos en algún trago ocasional de vino barato. Me parece algo mezquino ponerse a juzgar al borrachín en cuestión, concluyendo que no tiene derecho a un pequeño placer, aunque ese placer le esté destrozando, como mínimo, el hígado. Al fin y al cabo, no pocos de los que le considerarán un vago dipsómano estarán enganchados, por ejemplo, a unos cigarrillos que les están llevando directos al cáncer. Y no se trata tan sólo de borrachines. Recuerdo la bronca que se llevó una niña que pedía en una iglesia cuando su padre, apostado en otra esquina, la descubrió devorando un helado de Häagen Dazs. Claro que aquí, al menos, quien la reñía era su padre y no una señorona de Sant Gervasi. Obviamente, el columnista de The Guardian también hace referencia a aquello de que sólo damos para acallar nuestras conciencias. "Lo admito -escribe- la libra ocasional -ciertamente no un sacrificio, ya que su pérdida no cambia nada- es dinero para silenciar mi conciencia, lo doy para sentirme menos culpable". Pues seguramente eso nos pasa a todos. Pero, aun así y a pesar de los inconvenientes, sigo creyendo que es mejor dar que hacerse el sueco. Aunque no sirva para nada. Aunque pueda ser peor a largo plazo. En todo caso, me parece más humano. Y por algo será.


 
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