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abril |
Chávez y el poder
Yo comprendo que la gente trabaje. Más que nada porque hay que comer, vestirse y demás. También estoy dispuesto a admitir que haya algún afortunado que disfrute trabajando. Incluso que se sienta realizado, aunque eso ya me cueste más de creer. Ya puestos a hablar del tema, tampoco tengo inconveniente en afirmar que está claro que la de político no es una profesión como las demás y que implica, como mínimo, más voluntad de servicio y, al mismo tiempo, una cara más dura que en la mayoría de oficios. Ni siquiera creo que sea muy agradable ejercer de político. Uno trabaja mucho, o eso parece. Aún se recuerda, por ejemplo, aquel reportaje en el que se explicaba que la luz del despacho de José María Aznar se apagaba muy tarde por la noche y se encendía muy pronto por la mañana. O eso decían los siempre ecuánimes servicios informativos de Televisión Española. En todo caso, no es una tarea muy agradecida. Unos pocos pasarán a la historia como grandes estadistas y constructores de su nación, pero lo normal es que, simplemente, se les olvide como los grises funcionarios que son en su mayoría, o, peor, que se les odie. Además, si esta gloria llega, suele llegar después de la muerte, y a mí me da que los señores diputados, por poner un ejemplo, son más bien muy terrenales. Por todo esto, me parece natural pensar que la de político ha de ser una profesión temporal. Nadie en su sano juicio debería tener ganas de pasarse más de ocho o diez años trabajando de sol a sol y siendo insultado en manifestaciones y periódicos. O peor, siendo ignorado excepto cuando llega el momento de acatar la disciplina de voto en el Parlamento. Y si fuera sólo la de voto, aún, porque parece que disciplina y docilidad es lo más frecuente en el mundillo este: mandar, lo que se dice mandar, no son muchos los que mandan. En todo caso, y por mucho que algún masoquista disfrute con estas ofensas, al menos ha de trabajar pensando que es un puesto temporal. Más que nada porque a la mínima a uno lo echan del despacho, por las buenas (elecciones) o por las malas (el resto de métodos) y, o se está más o menos concienciado, o a uno le puede sentar ese despido como un tiro. A veces en sentido literal. Por eso me extraña que Hugo Chávez no sea capaz de convocar elecciones y largarse tranquilamente a casa. Me resulta rarísimo que se agarre a la poltrona con tanta fuerza, hasta el punto de que su enconado aferramiento sea bastante paradigmático de lo que ocurre a veces con los políticos: se quedan atrincherados en sus despachos y nadie sabe por qué no ceden. O por qué no han cedido antes, cuando aún podían salir bien parados. ¿Tan agradable es eso del poder? Y, por cierto, ¿alguien sabe qué clase de placer produce? Si es que trae alguno consigo, vaya. No creo que Chávez lo esté pasando bien -aunque, tal y como están las cosas, no me preocupa demasiado-, no creo que se sienta realizado haciendo lo que hace, y, desde luego, dudo mucho que lo mejor para los ciudadanos del país sea que se mantenga en su puesto sólo porque le apetece, a pesar de las semanas de huelgas, de su posible implicación en el asesinato de civiles en manifestaciones, de que haya periodistas que tengan que salir a la calle con chalecos antibalas, del encarcelamiento de opositores y de que en su nombre se coloquen bombas. En resumidas cuentas, me cuesta entender que alguien quiera ser político. Y me resulta aún más inconcebible que alguien quiera serlo como Chávez, a cualquier precio. No veo la satisfacción o la ventaja que nadie pueda sacar de tanto crimen y de tanto empecinamiento.