Jaime, 24 de febrero de 2003, 9:55:30 CET

Viajeros y turistas


Josep Maria Romero decidió dar la vuelta al mundo sin subirse a ningún avión, sin comprar ningún recuerdo y con sólo una mochila a cuestas. Eso está explicando por la radio. Ha tardado catorce meses, a pesar de que Phileas Fogg tardó 80 días en realizar un trayecto parecido usando medios de transporte aún más lentos. También hay que decir que Romero no se había apostado nada. Este hombre tiene derecho a hacer lo que le apetezca, por supuesto. Si hay gente que se impone reglas arbitrarias para comer -beber dos vasos de agua antes de comenzar o dejar para el final las patatas fritas- y nadie dice nada, él también puede viajar como le apetezca. Lo que me molesta -a mí también me puede molestar lo que yo quiera- son esos aires de superioridad que estos viajeros mártires acostumbran a mostrar sobre el clásico turista de agosto. Su forma de viajar es la mejor porque ellos sí que conocen de verdad los países que visitan, y no como esos mamarrachos con cámaras y sandalias, que no hacen más que visitar los lugares más típicos y tópicos, siguiendo a un guía aburrido que repite el mismo discursito cada semana y en cuatro idiomas diferentes. A mí, sinceramente, ambas formas de viajar me parecen en realidad formas de mortificarse. Los snobs que se obligan a sí mismos a subirse a un barco infecto o a dormir en cualquier pensión llena de insectos y arácnidos, en lugar de optar por un avión y un cómodo hotel, parece que sientan remordimientos de conciencia por el placer que supone irse de viaje. Es como si pensaran que algo agradable no puede ser también bueno, que ciertas cosas sólo resultan enriquecedoras si van acompañadas de disgustos e incomodidades. Por su parte, los turistas típicos dan la impresión de que, en realidad, no quieren viajar y sólo lo hacen porque todo el mundo dice que hay que hacerlo. Así, lo mejor es acabar cuanto antes y convencerse a sí mismos de que pasar por cuatro ciudades en tres días es más que suficiente. En ambos casos, eso sí, de lo que se trata es de sufrir moderadamente durante unos días para volver a casa afirmando que viajar enriquece. No sé, pero me da que los primeros sólo regresan con alguna extraña infección y bastante dolor de espalda, mientras que los segundos traen de vuelta una lámpara con forma de Partenón -las hay- y una indigestión de bombones con la cara de Mozart -o peor, de Sisi- en el envoltorio. No veo mucha diferencia entre estos extremos.


 
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